Read El guerrero de Gor Online
Authors: John Norman
Apremiado por el impulso indefinido de abandonar el campamento me marché en la oscuridad. Era algo así como desafiar al destino, porque apenas podía ver mi mano delante de los ojos. Había avanzado a tientas entre los árboles unos veinte minutos cuando advertí horrorizado que se incendiaban la bolsa de dormir y la mochila sobre mi espalda. Con un movimiento precipitado arrojé lejos de mí la carga quemante. Parecía como si estuviera contemplando un alto horno. Yo sabía que la carta era la causa de este infierno y me estremecí al imaginar qué habría ocurrido si hubiera guardado el sobre en el bolsillo del abrigo.
Si reflexiono acerca de esto en la actualidad, resulta en realidad extraño que no haya huido despavorido. Por el contrario, examiné los restos de mi bolsa de dormir con una pequeña linterna y comprobé que, en apariencia, el sobre se había disuelto sin dejar ningún rastro. Al mismo tiempo se percibía un perfume desconocido en el aire.
Reflexioné acerca de si el anillo podría incendiarse de la misma manera, pero aunque parezca extraño, lo puse en duda.
¿Acaso no me habían indicado expresamente que llevara el anillo y me deshiciera de la carta? Una advertencia que, por imprudente, había desoído.
De todos modos, todavía me quedaba la brújula, que representaba un fuerte vínculo con la realidad. La silenciosa llamarada me había confundido; había perdido el sentido de la orientación. Mi brújula me auxiliaría. Pero al tomar la bitácora, me pareció que mi corazón dejaba de latir: la aguja se movía ciegamente trazando un círculo, como si de repente ya no existieran las leyes de la naturaleza.
Por primera vez después de haber hecho el extraño hallazgo perdí la serenidad. La brújula había sido mi ancla, mi apoyo, algo en que confiar. Se escuchó un ruido intenso: indudablemente mi propia voz, que estalló en un alarido repentino y asustado que siempre recordaré con vergüenza.
Momentos después salí corriendo como un animal aterrorizado. Ya no recuerdo cuánto tiempo corrí. Quizá durante algunas horas, quizá sólo unos minutos. Innumerables veces tropecé o caí, y otras tantas veces las ramas de pino se me clavaban en la carne y me retenían.
De repente salió la luna e iluminó la pendiente con su fría luz. Caí al suelo exhausto. Por primera vez en mi vida había sentido un miedo incontrolable, al que me había sometido por completo, como a una fuerza a la que no puede ofrecérsele ninguna resistencia. Debía cuidarme de este poder. Miré a mi alrededor y distinguí la meseta rocosa sobre la que había instalado mi campamento, y las cenizas del fuego. Había regresado al campamento.
Sentí la tierra debajo de mí, la presión contra mis músculos doloridos, el cuerpo bañado en sudor. Y sabía que era bueno sentir dolor. Era importante poder sentir: eso me indicaba que estaba vivo.
Entonces, vi descender la nave. Durante un breve instante pareció una estrella fugaz, luego la distinguí con claridad, como un ancho y grueso disco plateado. Silenciosamente aterrizó sobre la meseta rocosa. Un leve soplo estremeció las hojas en el suelo y me levanté. Al mismo tiempo se abrió una puerta en el costado de la nave. Tenía que entrar en ella. Recordé las palabras de mi padre: «No puedes eludir tu destino». Antes de embarcarme, permanecí un instante de pie y recogí un puñado de tierra verde, en respuesta al pedido de mi padre. También para mí mismo era importante tener algo que representara mi patria. Tierra de mi planeta, de mi mundo.
Cuando desperté, me sentía descansado. No tenía la menor idea acerca de qué había ocurrido conmigo después de mi ascenso a la nave. Abrí los ojos, y casi esperaba encontrarme en mi cuarto en el college. Pero no era así; yacía sobre una superficie lisa, dura, quizás una mesa, en una habitación circular con techo bajo. Las ventanas largas y estrechas me recordaban las cañoneras de torres medievales. A mi derecha colgaba un gran tapiz con una escena de caza. Un grupo de cazadores atacaba a un animal de aspecto desagradable, semejante a un jabalí; aunque, por cierto, en comparación con los hombres, resultaba excesivamente grande. Además tenía cuatro colmillos, que parecían tan afilados como cuchillos.
Del otro lado colgaba un escudo redondo con unas lanzas cruzadas por detrás. El escudo me recordaba los escudos griegos de épocas tempranas, pero no pude descifrar los signos que contenía. Encima del escudo había un casco con una incisión más o menos en forma de Y para los ojos, la nariz y la boca. De las armas, que colgaban allí de la pared, emanaba cierta dignidad severa, como si estuvieran listas para el combate.
Aparte de estos adornos en la pared y de dos bloques de piedra, que quizá servían de sillas, la habitación estaba vacía; las paredes, el techo y el suelo eran lisos como si fueran de mármol. Parecía que no había puertas. Me incorporé, me dejé deslizar por la mesa de piedra y fui hacia una ventana. Miré hacia fuera y vi el Sol, tenía que ser nuestro Sol. Aparentaba ser algo más grande de lo que yo recordaba. El cielo era azul, lo mismo que en la Tierra. Respiraba libremente, y esto me hacía pensar en una atmósfera que contenía mucho oxígeno. Por consiguiente, tenía que estar en la Tierra. Pero cuando seguí mirando a mi alrededor, comencé a darme cuenta de que no podía tratarse de mi planeta de origen. El edificio en el que me encontraba parecía formar parte de un enorme grupo de torres, cilindros planos que se extendían interminablemente, de formas y tamaños diferentes, comunicados entre sí por puentes angostos y coloreados.
No pude asomarme por la ventana lo suficiente como para reconocer también el suelo, pero en la lejanía podían divisarse montañas cubiertas de vegetación verde. Desconcertado, volví a acercarme a la mesa, contra la cual casi me golpeé la cadera. Sentí como si, a causa de un vahído, hubiera tropezado. Di una vuelta por la habitación y, por fin, salté sobre la mesa de la misma manera que normalmente subo un escalón. Era diferente, era otro movimiento. Sí, debía de tratarse de eso: una fuerza de gravitación menor. El planeta era pues, más pequeño que nuestra Tierra y, de acuerdo con el tamaño aparente del Sol, estaba quizás algo más cerca de él.
Mi vestimenta consistía en una túnica roja, sostenida en las caderas por un cordón amarillo. Vi que me habían colocado el anillo rojo con la «C». Tenía hambre y trataba de concentrarme, pero no me servía de nada. Me veía a mí mismo como a un niño que se encuentra de repente en un mundo de adultos completamente incomprensible.
Un sector de la pared se desplazó hacia un lado y apareció, un hombre alto y pelirrojo. Tendría alrededor de cincuenta años y estaba vestido igual que yo. Evidentemente se trataba de un hombre procedente de la Tierra. Me sonrió, colocó sus manos sobre mis hombros y dijo con cierto dejo de orgullo:
—¿Eres Tarl Cabot?
—Sí, soy Tarl Cabot —respondí.
—Yo soy tu padre —dijo y me dio la mano. El gesto familiar me tranquilizó un poco. Me sentía sorprendido, ya que no sólo aceptaba a este extraño como a un ser de mi mundo, sino también como a aquel padre a quien no podía recordar.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó y sus ojos denotaban preocupación.
—Murió hace mucho tiempo —dije.
Me miró.
—De todas fue a ella a la que más quise —dijo, y se apartó. Me sentía furioso conmigo mismo, ya que aun contra mi voluntad sentí compasión por él. ¿Acaso no nos había abandonado a mi madre y a mí? Pero de algún modo me sentí urgido a acercarme a mi padre y colocar mi mano sobre su brazo, a tocarlo. Algo se estaba moviendo dentro de mí, surgían recuerdos vagos y dolorosos que se habían mantenido en estado latente durante muchos años.
—¡Padre! —dije.
Se irguió, se dio la vuelta y me miró con tristeza.
—¡Hijo mío! —respondió.
Nos encontramos en la mitad de la habitación y nos abrazamos. Llorábamos los dos. Más tarde me enteraría de que en este mundo un hombre puede mostrar sin reparos sus sentimientos.
Finalmente nos separamos.
Mi padre me examinó con una mirada tranquila.
—Ella será la última —dijo—. No tenía derecho a su amor. Luego hizo una pausa.
—Muchas gracias por tu regalo, Tarl Cabot —dijo entonces.
Lo miré sin comprender.
—El puñado de tierra. Un puñado del suelo de mi patria.
Asentí. Yo no deseaba hablar ahora, quería escuchar innumerables cosas que seguramente debía saber.
—Tendrás hambre —me dijo.
—Quisiera saber dónde estoy y para qué estoy aquí —contesté.
—Por supuesto —respondió—. Pero también tienes que comer —sonrió—. Mientras comes algo, hablaremos.
Dio una palmada y un sector de la pared volvió a desplazarse hacía un costado. Me sentí desconcertado. A través de la abertura apareció una muchacha, cuyos cabellos rubios estaban atados por detrás de la cabeza. Llevaba una vestimenta sin mangas, con rayas diagonales. Iba descalza y, como único adorno, lucía un liviano collar de acero alrededor de la garganta. Volvió a desaparecer inmediatamente.
—La puedes tener esta noche, si así lo deseas —dijo mi padre, que apenas pareció advertir la presencia de la muchacha.
Yo no estaba seguro de lo que había querido decir y rehusé.
Ante la insistencia de mi padre empecé a comer. La comida era sencilla, pero exquisita. El pan estaba todavía caliente, la carne parecía proceder de alguna pieza de caza. Las frutas —una especie de uvas y duraznos— eran frescas y estaban frías como la nieve de las montañas. Mientras yo comía mi padre comenzó a hablar.
—Gor —dijo—, así se llama este mundo. En todas las lenguas del planeta esto significa «Piedra del Hogar».
Hizo una pausa.
—«Piedra del Hogar» —repitió—. En los pueblos de este mundo —prosiguió—, cada choza se ha construido originariamente alrededor de una piedra plana que formaba el centro del edificio circular. En ella se grababa el signo de la familia y se la llamaba Piedra del Hogar. Se trataba en cierto modo de un signo de independencia, una delimitación del espacio vital, y de que cada hombre en su cabaña era su propio amo.
»Más tarde las Piedras del Hogar también se utilizaron para poblados y finalmente para ciudades. La Piedra del Hogar de un pueblo se encuentra siempre sobre la plaza del mercado, y en una ciudad se la conserva siempre sobre la punta de la torre más elevada. Con el pasar del tiempo a la Piedra se le atribuyeron fuerzas místicas, despertaba sentimientos similares a los de los hombres de la Tierra con respecto a sus banderas.
Mi padre se había levantado y parecía que iba entrando en calor al hablar de este tema. Con el correr del tiempo habría de comprender algo acerca de lo que sentía en ese instante. Efectivamente existe una regla en Gor, según la cual el que habla de las Piedras del Hogar debe ponerse de pie en señal de respeto.
—Estas Piedras —prosiguió mi padre— naturalmente se hallan conformadas y coloreadas de manera diferente, y muchas presentan dibujos complicados. Más de una gran ciudad sólo posee una Piedra del Hogar pequeña, insignificante, que seguramente proviene de la época en que la ciudad era un pueblo pequeño. Dondequiera que un hombre coloque su Piedra del Hogar, reclama la tierra para sí. Las buenas tierras sólo son protegidas por las espadas de los terratenientes más poderosos de la región.
—¿Espadas? —pregunté.
—Sí —dijo mi padre, como si se tratara de lo más natural. Sonrió—. Todavía tendrás que aprender mucho sobre Gor —dijo—. Podría decirse que existe una jerarquía en cuanto a las Piedras del Hogar. Dos soldados que se matarían por una franja de buena tierra, luchan juntos hasta la muerte por la Piedra del Hogar de su pueblo o de la ciudad, dentro de cuyo radio de influencia se encuentra su pueblo.
»Algún día te mostraré mi propia pequeña Piedra del Hogar, que conservo en mis habitaciones. Encierra un puñado de tierra que traje al venir a este mundo. Hace mucho tiempo de esto —me contempló tranquilamente—. Guardaré la tierra que tú me has regalado —dijo en voz baja—, y algún día quizá te pertenezca a ti si logras conquistar tu propia Piedra.
Me puse de pie y lo miré.
Se había apartado, perdido aparentemente en sus propios pensamientos.
—De tiempo en tiempo conquistadores o estadistas sueñan con crear una única gran Piedra del Hogar para todo el planeta. De acuerdo con los rumores tal Piedra existe, pero se encuentra en el Lugar Sagrado y es la fuente de poder de los Reyes Sacerdotes.
—¿Y quiénes son los Reyes Sacerdotes? —pregunté.
Mi padre se dio la vuelta; parecía preocupado, como si ya hubiera dicho demasiado.
—Sí —dijo finalmente—. Es cierto que también tendré que informarte acerca de los Reyes Sacerdotes. Pero deja que lo haga a mi manera, a fin de que entiendas mejor lo que voy a relatarte.
Volvimos a sentarnos y mi padre se concentró en la tarea de explicar metódicamente su mundo.
En su relato, designaba a menudo el planeta Gor como la Contratierra, una denominación que procede de los escritos de los pitagóricos que fueron los primeros en sospechar la existencia de semejante cuerpo celeste. Extrañamente, el Sol era llamado en goreano Lar-Torvis, lo que significa fuego central, otra expresión pitagórica, que sin embargo, por lo que sé, no fue aplicada al Sol. Existía en Gor una secta que adoraba al Sol, según me enteré más tarde, pero era reducida e insignificante en comparación con el culto a los Reyes Sacerdotes. Estos, quienesquiera fueran, tenían para la población el rango de dioses, los más antiguos de Gor, y, en un momento de peligro, aun al más valiente podría escapársele una plegaria a los Reyes Sacerdotes.
—Los Reyes Sacerdotes —prosiguió mi padre— son inmortales. Por lo menos eso es lo que aquí cree la mayoría.
—¿También lo crees tú? —pregunté.
—No lo sé. Quizás.
—¿Qué tipo de seres humanos son?
—No se sabe si se trata de seres humanos —contestó mi padre.
—Y entonces ¿qué son?
—Quizá dioses.
—¡Pero tú no crees eso!
—¿Por qué no? —dijo—. Un ser que está por encima de la muerte y posee un poder y una sabiduría inimaginables bien podría merecer ese nombre.
No respondí.
—Más bien supondría —prosiguió mi padre— que a pesar de todo los Reyes Sacerdotes son seres humanos; hombres como nosotros, o al menos organismos humanoides de alguna especie, dotados de una ciencia y una tecnología tan superiores a las nuestras como lo es el desarrollo del siglo veinte frente al saber de los antiguos astrólogos y alquimistas.