Read El guerrero de Gor Online
Authors: John Norman
—¡Cállate, insecto! —suplicó la hija del Ubar. No parecía temer a Nar, quizá porque los habitantes de Ar se hallaban familiarizados con el pueblo de las arañas. Sin embargo, no cabía ninguna duda que el contacto de las mandíbulas le resultaba desagradable.
Contemplé a la joven, que ahora verdaderamente no ofrecía ya un aspecto atractivo. Sus pesadas vestiduras estaban salpicadas de barro, y en varias partes se había despedazado el brocado. Quizás habían pasado varias horas adornándola para la fiesta. A través del angosto tajo de sus velos, sus ojos me miraban enfurecidos. Observé que eran verdes, los ojos de la hija de un monarca, salvajes, insumisos, acostumbrados a mandar. También advertí con desagrado que la hija del Ubar medía varios centímetros más que yo; casi parecía que algo raro ocurría con respecto a las proporciones de su cuerpo.
—Me pones inmediatamente en libertad —ordenó— y mandas de paseo a este insecto inmundo.
—En realidad las arañas son insectos particularmente limpios —respondí con una mirada alusiva a sus vestiduras embadurnadas.
Se encogió de hombros.
—¿Dónde está el tarn? —pregunté.
—Sería mejor que preguntaras dónde está la Piedra del Hogar de Ar —contestó.
—¿Dónde está el tarn? —repetí. En ese momento mi animal me interesaba más que el ridículo trozo de piedra por el que había arriesgado mi vida.
—No lo sé —dijo—. Y tampoco me importa.
—¿Qué ha pasado? —indagué.
—No deseo que se prolongue este interrogatorio —anunció la joven.
En mi rabia cerré los puños.
Suavemente las mandíbulas de Nar comenzaron a apretar el cuello de la muchacha. Esta sintió miedo y empezó a temblar. —¡Basta! —dijo jadeante, retorciéndose entre las mandíbulas implacables. Infructuosamente sus dedos trataron de apartar las duras tenazas.
—¿Quieres su cabeza? —preguntó la voz mecánica del insecto.
Yo sabía que la araña no podía hacerle daño a ningún ser racional, o sea que debía estar actuando de acuerdo con algún plan. Por lo tanto le dije que sí. Las dos cuchillas comenzaron a cerrarse implacablemente como una tijera gigantesca alrededor del cuello de la joven.
—¡Basta! —gritó—. Traté de conducir al tarn de vuelta hacia Ar. ¡Pero nunca antes había montado un animal así y no tenía el aguijón de tarn!
Hice un movimiento con la mano y Nar apartó sus mandíbulas.
—Nos hallábamos en alguna parte sobre el bosque pantanoso —continuó la muchacha—, cuando nos encontramos con una bandada de tarns salvajes. El mío atacó al guía de la bandada.
Se estremeció al recordarlo y me dio lástima. Me la imaginé sujeta, indefensa, a la silla de montar de un tarn gigantesco, que se lanza a una lucha de vida o muerte: debe de haber sido una experiencia tremenda.
—Mi tarn mató al otro —continuó la muchacha—, y lo siguió en su caída hasta el suelo, donde lo despedazó. Temblaba. Yo solté el cinturón de la silla y me escondí entre los árboles. Después de algunos minutos tu tarn salió volando; el pico y las garras llenas de sangre y plumas. Lo último que vi de él fue cómo se puso al frente de la bandada.
De ese modo se había esfumado toda esperanza, pensé. El tarn había vuelto a ser un ave salvaje. Sus instintos habían sido más fuertes que el silbato de tarn y el recuerdo de los hombres.
—¿Y la Piedra del Hogar de Ar? —pregunté.
—En el bolso de la silla de montar —dijo la joven, confirmando mis temores.
Yo había cerrado el bolso, que se hallaba bien sujeto a la silla. La voz de la joven había sonado oprimida y percibí su vergüenza por no haberse podido apoderar de la Piedra del Hogar. El tarn se había escapado, su naturaleza salvaje había prevalecido, la Piedra del Hogar se encontraba en el bolso de la silla. Yo había fracasado, la hija del Ubar había fracasado, y así nos encontrábamos, frente a frente, en el verde claro del bosque pantanoso de Ar.
La muchacha se irguió orgullosamente, lo que resultaba algo ridículo si se tenía en cuenta su aspecto deplorable. Retrocedió frente a Nar, y sus ojos me echaron una mirada fulminante a través de la angosta abertura de su velo.
—Ha sido un placer para la hija del Ubar —dijo— informarte a ti y a tu hermana de ocho patas acerca de la suerte que han corrido tu tarn y la Piedra del Hogar. ¡Y ahora me pondréis inmediatamente en libertad!
—Eres libre —le dije.
Me miró fijamente, algo desconcertada, y continuó retrocediendo sin quitarnos la vista de encima, fijándose sobre todo en Nar. También dirigía su mirada hacia mi espada, como si esperara que yo la matara en cuanto me volviera la espalda.
—Está bien —dijo por último—; será mejor para ti que obedezcas mi orden. Quizá se te otorgue por ello una muerte fácil.
—¿Quién podría negarle algo a la hija de un Ubar? —pregunté, agregando malignamente:
—Y mucha suerte en el pantano.
Se detuvo y se estremeció. Me aparté de ella, puse una mano sobre una pata delantera de Nar —muy suavemente para no dañar sus pelos tan sensibles.
—Bueno, hermana —dije, y pensé en cómo había sido ofendida por la muchacha— ¿Continuamos nuestro viaje? —Quería darle a entender a Nar que no todos los seres humanos pensábamos de la misma manera que los habitantes de Ar con respecto al pueblo de las arañas.
—Sí, hermano —respondió la voz mecánica. Y efectivamente hubiera preferido ser hermano de ese monstruo dulce e inteligente antes que el amigo de algún hombre bárbaro, tal como me los había encontrado más de una vez en Gor. Quizá hasta era un honor para mí que me hubiera llamado hermano.
Trepé al lomo de Nar y nos pusimos en movimiento.
—¡Esperad! —exclamó la hija del Ubar— ¡No podéis dejarme aquí sola!
Tropezó en el montículo de pasto y cayó al agua. Estaba arrodillada en el líquido verde y alzaba los brazos en ademán suplicante, como si de pronto fuera consciente de su situación desesperada. No era un destino halagüeño el que le esperaba si la dejábamos sola en el bosque pantanoso.
—Llevadme con vosotros —dijo.
—Espera —le pedí a Nar, y la araña gigantesca se detuvo.
La muchacha trató de incorporarse, pero, de repente, una de sus piernas parecía ser mucho más larga que la otra. Volvió a tropezar y cayó nuevamente. Maldecía como un tarnsman. Me reí y descendí del lomo de Nar. Fui vadeando hasta el lugar donde se encontraba y la llevé al montículo. Teniendo en cuenta su tamaño era sorprendentemente liviana.
Apenas la había levantado en mis brazos cuando empezó a pegarme enfurecida.
—¿Cómo puedes atreverte a tocar a la hija de un Ubar? —gritó. Me encogí de hombros y la dejé caer al agua. Furiosa, sacó fuerzas de flaqueza y fue cojeando hasta el árbol. La seguí y examiné su pierna. Un zapato enorme se había desprendido de su pequeño pie y colgaba suelto. La suela tenía unos veinte centímetros de espesor. Me reí. Finalmente había encontrado la explicación para el tamaño increíble de la joven.
—El zapato está roto —dije—. Lo siento.
Trató de levantarse, pero no lo logró.
Desabroché también el otro zapato.
—No es de extrañar que apenas puedas caminar—dije— ¿Por qué llevas estas cosas ridículas?
—La hija del Ubar debe contemplar desde lo alto a sus súbditos —fue la respuesta.
Cuando volvió a incorporarse apenas me llegaba hasta el mentón. Furiosa bajó la vista. La hija de un Ubar no mira a nadie desde abajo.
—Te ordeno que me protejas —dijo.
—No acepto órdenes de la hija del Ubar de Ar —respondí.
—¿Pero no ves que tienes que llevarme? —dijo.
—¿Por qué? —pregunté. De acuerdo con las rudas costumbres del país yo no le debía nada, en todo caso era ella la que estaba en deuda conmigo. Después de su intento de matarme, que sólo se había frustrado gracias a la red de Nar, yo en realidad tenía el derecho de matarla y abandonar su cuerpo a los lagartos acuáticos. Naturalmente, no podía ver estas cosas desde el punto de vista goreano, pero ella ¿cómo habría de saberlo? ¿Cómo habría de sospechar que yo no la trataría de la manera en que ella merecía ser tratada de acuerdo con la ruda justicia goreana?
—Tienes que protegerme —dijo. Su voz tenía algo de suplicante.
—¿Por qué? —pregunté furioso.
—Porque necesito tu ayuda —dijo. Luego exclamó sumamente irritada—: ¡No debí haber dicho eso! Había levantado la cabeza y durante un instante me miró a los ojos. Temblando de rabia bajó la cabeza.
—¿Me estás pidiendo que te haga este favor? —pregunté.
De repente pareció extrañamente sumisa.
—Sí —dijo—. Yo, la hija del Ubar de Ar, te pide a ti, un extraño, que la protejas.
—Quisiste matarme —respondí—. ¿Cómo puedo saber que no eres mi enemiga?
Guardó silencio durante un buen rato.
—Sé qué es lo que esperas ahora —dijo la hija del Ubar tranquilamente, con una tranquilidad poco común, a mi parecer. No la entendía. ¿Por qué titubeaba? Para mi desconcierto la hija del Ubar Marlenus se arrodilló delante de mí, un sencillo guerrero de Ko-ro-ba, bajó la cabeza y levantó los brazos, cruzando las muñecas.
Era el mismo gesto sencillo que había hecho Sana en la habitación de mi padre: la sumisión de una mujer prisionera. Sin levantar la vista, la hija del Ubar dijo con voz clara:
—Me someto.
Más tarde deseé haber tenido un cordón para sujetar las muñecas que alzaba inocentemente. Enmudecí un instante, pero luego recordé la norma goreana según la cual estaba obligado a aceptar la sumisión o bien a matar a mi prisionero. Tomé sus manos y dije:
—Acepto tu sumisión. —Luego la levanté suavemente.
La llevé de la mano hasta el lugar donde se encontraba Nar, la ayudé a trepar sobre el lomo reluciente y velloso de la araña e hice lo mismo. Sin decir nada, Nar se puso en movimiento. Las ocho delgadas patas del insecto apenas parecían sumergirse en el agua verdosa. En una oportunidad, Nar fue a parar en arenas movedizas y su lomo se encorvó repentinamente. Abracé con fuerza a la hija del Ubar, mientras el insecto volvía a incorporarse y nadaba durante un segundo en el barro; luego pisó tierra Firme.
Después de una hora, aproximadamente, Nar se detuvo y alzó una de sus patas delanteras. A una distancia de tres pasang más o menos podían distinguirse prados verdes y campos de Sa-Tarna. La voz mecánica dijo:
—No quisiera aproximarme más a la tierra firme, pues resulta peligrosa para el pueblo de las arañas.
Me deslicé hasta el suelo y ayudé a bajar a la hija del Ubar. Nos encontrábamos de pie uno junto al otro en el agua poco profunda. Coloqué mi mano sobre el rostro grotesco de Nar y el monstruo presionó brevemente mi brazo con sus mandíbulas.
—Que te vaya bien
—dijo Nar.
Respondí a su saludo y le deseé felicidad a él y a su pueblo.
El insecto colocó sus patas delanteras sobre mis hombros.
—No te pregunto por tu nombre, guerrero —dijo—. Tampoco repetiré el nombre de tu ciudad delante de los sometidos, pero quiero que sepas que el pueblo de las arañas se honra en recordarte a ti y a tu ciudad.
Una vez más oí la voz mecánica:
—Cuídate de la hija del Ubar.
—Se ha sometido —respondí, confiando en que la joven cumpliera con lo pactado.
Cuando Nar desapareció en el pantano, me despedí de ella con un gesto. Enseguida dejé de ver a mi grotesca amiga.
—Vamos —le dije a la muchacha— y enfilé hacia los campos de Sa-Tarna. La hija del Ubar me seguía a algunos metros de distancia.
Nos habíamos abierto canino a través del pantano a lo largo de unos veinte metros, cuando de repente la muchacha lanzó un grito. Me di la vuelta. Se había hundido hasta las caderas en el agua salobre ¡en un pozo de arena movediza! Gritaba histéricamente. Traté de acercarme cuidadosamente, mas el suelo comenzaba a ceder bajo mis pies. Intenté alcanzarla con el cinto de la espada, pero era demasiado corto. El aguijón de tarn, que se encontraba en el cinto, cayó al agua y desapareció.
La muchacha se hundía cada vez más profundamente en el agua, y pronto sólo se le vieron la cabeza y los hombros. Gritaba desaforadamente; frente a esa muerte terrible había perdido todo control sobre sí misma.
—¡No te muevas! —le grité. Pero ella se contraía histéricamente, como un animal enloquecido. —¡El velo! —exclamé—. ¡Suéltalo!
¡Tíramelo! Sus dedos trataron de tirar del velo, pero en su estado de pánico no logró quitárselo a tiempo. El barro llegó a cubrir sus ojos desencajados y su cabeza desapareció en el agua verdosa, mientras sus manos se agitaban con desesperación en el aire.
Apresuradamente miré a mi alrededor y distinguí un tronco medio sumergido. Sin preocuparme por los eventuales peligros, corrí hacia él y tiré con todas mis fuerzas. Probablemente fueron sólo unos segundos, pero a mí me pareció que pasaron horas hasta que el tronco cedió y pude sacarlo del barro. Lo empujé rápidamente hasta el lugar en que había desaparecido la hija del Ubar. Me aferré al tronco; bogué por el agua poco profunda por encima de las arenas movedizas, palpando con mi mano una y otra vez el líquido verdoso.
Por fin mis dedos tocaron algo —la muñeca de la joven— y lentamente fui sacándola de la arena. Sentí una profunda alegría cuando escuché sus quejidos, cuando sus pulmones aspiraron el aire húmedo, vivificante. Aparté el tronco, levanté a la muchacha y la llevé hasta una lengua de tierra firme cubierta de pasto, al borde del pantano.
La coloqué sobre la hierba. A unos cien metros comenzaba un campo amarillo de Sa-Tarna y un monte colorido de árboles de Ka-la-na. Agotado, me senté junto a la joven y sonreí para mis adentros. La orgullosa hija del Ubar con sus vestimentas de fiesta apestaba a pantano y sudor.
—Has vuelto a salvarme la vida —me dijo.
Asentí con la cabeza.
—Y ahora, ¿hemos salido del pantano? —preguntó.
Volví a asentir.
Esto parecía gustarle. Con un movimiento que no guardaba ninguna relación con sus ropajes de fiesta, se reclinó hacia atrás y miró el cielo. Indudablemente estaba tan agotada como yo. Además era una muchacha. Sentí lástima.
—Por favor —dijo.
—¿Qué quieres? —pregunté.
—Tengo hambre.
—Yo también —dije y me reí—. Ahí hay unos árboles de Ka-la-na. Quédate aquí; traeré algunas frutas.
—No, iré contigo, si me lo permites.
La repentina sumisión me sorprendió, pero recordé sus gestos en el pantano.
—Por supuesto que me gusta que me acompañes.