El gran espectáculo secreto (55 page)

Read El gran espectáculo secreto Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
3.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

Volvió la mirada hacia donde Joyce estaba y comprendió algo sobre sí mismo que jamás había captado hasta entonces: él y aquella mujer (el observador y la observada) estaban eterna e íntimamente unidos. Tal percepción le duró sólo un momento, era demasiado difícil de retenerla durante más tiempo, pero le indujo a dejar su cesta, abrirse camino a través de la cola que esperaba ante la caja e ir directo hacia Joyce McGuire. Ella lo vio y una expresión de temor apareció en su semblante. Trató de evadirse, pero su hija la tenía cogida de la mano.

—No ocurre nada, mamá —la oyó decir su madre.

—Sí… —dijo William, alargando la mano hacia Joyce—. En efecto, eres tú, eres tú de verdad… No sabes cuánto me alegro de verte.

Aquella emoción sincera, expresada con tanta sencillez, pareció mitigar el nerviosismo de Joyce, cuyo ceño desapareció. Incluso empezó a sonreír.

—Soy William Witt —dijo él, mientras asía la mano de Joyce—. Es probable que no te acuerdes de mí, pero…

—Claro que me acuerdo —dijo ella.

—Me alegro mucho.

—¿Lo ves, mamá? —intervino Jo-Beth—. No ocurre nada.

—Hace mucho tiempo que no te veo por Grove —dijo William.

—Es que… no he estado bien —repuso Joyce.

—¿Y ahora?

Al principio, ella eludió contestar. Por fin, dijo:

—Me encuentro mejor.

—Me alegro mucho de eso.

Mientras William hablaba, unos gemidos comenzaron a oírse en uno de los pasillos del supermercado. Jo-Beth los escuchó con más claridad que los demás clientes: la extraña tensión evidente entre su madre y Mr. Witt (al que ella veía casi todas las mañanas cuando salía a trabajar, pero nunca vestido de una manera tan informal) había monopolizado toda su atención hasta aquel momento, y todas las demás personas de la cola parecían estar haciendo grandes esfuerzos por
no
fijarse en la escena. Jo-Beth soltó el brazo de su madre y fue a investigar, y así fue como llegó al origen de los gemidos, de pasillo en pasillo. Ruth Gilford, la recepcionista del médico de su madre, y conocida de Jo-Beth, se encontraba en la sección de cereales, con una caja de una marca en la mano izquierda y otra de otra marca en la derecha; sus mejillas estaban arrasadas en lágrimas. El carrito que tenía delante aparecía lleno hasta los topes de cajas de cereal, como si Ruth Gilford se hubiera dedicado a ir cogiendo una de cada marca, sin olvidar ninguna.

—Mrs. Gilford… —se atrevió Jo-Beth a hablarle.

La aludida no dejó de gemir, pero trató de decir algo a través de sus lágrimas, dando lugar así a un monólogo acuoso, e incoherente a veces.

—…no sé qué quiere… —parecía estar diciendo—, después de tanto tiempo… No sé qué quiere…

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó Jo-Beth—, ¿quiere que la acompañe a casa?

La palabra
casa
hizo que Ruth volviera la cabeza y mirar a Jo-Beth, tratando de enfocarla bien a través de sus lágrimas.

—…No sé qué quiere… —repitió.

—¿Quién? —preguntó Jo-Beth.

—…después de tantos años… y hay algo que me oculta…

—¿Su marido?

—… yo no dije nada, pero lo sabía…, siempre lo supe…, él amaba a otra… y ahora la tiene en casa…

Las lágrimas arreciaron. Jo-Beth se acercó a ella. Con mucha suavidad le quitó las cajas de cereal de las manos, volviendo a ponerlas en la estantería. Privada de su talismán, Ruth Gilford se asió a Jo-Beth con fuerza.

—… ayúdame… —pidió.

—Sí, por supuesto.

—No quiero ir a casa. Él tiene a alguien allí.

—Muy bien. No vaya si no quiere.

Comenzó a llevársela fuera de la sección de cereales. Una vez alejada de allí, su angustia disminuyó algo.

—Eres Jo-Beth, ¿verdad?

—Sí.

—¿Quieres ayudarme a llegar hasta mi coche…? Creo que no podré ir sola.

—Vamos allá, no será nada —la tranquilizó Jo-Beth, pasándose al lado derecho de Ruth Gilford para protegerla de las miradas de los que esperaban en la cola, por si se les ocurría mirarla.

Pero estaba segura de que no lo harían. El derrumbamiento de Ruth Gilford era un espectáculo demasiado lastimoso para mirarlo de frente; les recordaría a todos con demasiada violencia los secretos que también ellos estaban, sin duda, ocultando.

Su madre se hallaba en la entrada, con William Witt. La muchacha decidió evitar las presentaciones, a las que Ruth Gilford, además, no estaba en condiciones de hacer frente. Se limitaría a decir a su madre que se encontrarían en la librería, que estaba cerrada cuando habían pasado ante ella. Por primera vez en toda su vida, Lois abría el negocio con retraso. Pero fue su madre la que tomó la iniciativa.

—Mr. Witt me acompañará a casa —dijo—. No te preocupes por mí.

Jo-Beth echó una ojeada a Witt, que tenía todo el aspecto de un hombre casi hipnotizado.

—¿Estás segura? —preguntó. Nunca se le había ocurrido pensarlo, pero quizá Mr. Witt, siempre tan untuoso y zalamero, fuera el tipo de persona contra la que su madre llevaba poniéndola en guardia tantos años. El personaje solapado y silencioso, cuyos secretos eran siempre los más depravados. Pero su madre insistió; la manera que tuvo de quitarse a Jo-Beth de encima resultó casi frívola.

«Loco —se dijo Jo-Beth, mientras acompañaba a Ruth Gilford hasta el coche de ésta—. El mundo se ha vuelto loco. La gente cambia de un momento al siguiente, como si lo que habían sido durante tantos años no fuese más que una careta: mamá enferma, Mr. Witt de punta en blanco, Ruth Gilford siempre a la altura de las circunstancias. ¿Se están volviendo distintos o es que ésta era su verdadera personalidad?»

Cuando llegaron al coche, Ruth Gilford sufrió otro ataque de llanto, éste más desesperado si cabe que el anterior e intentó volver al supermercado, insistiendo en que no podía regresar sin el cereal. Jo-Beth la persuadió con suavidad de que no lo hiciera, y se ofreció a llevarla a su casa, invitación que Mrs. Gilford aceptó llena de agradecimiento.

Mientras conducía el coche hacia la casa de Ruth Gilford, los pensamientos de Jo-Beth volvieron a su madre, cuando una comitiva de cuatro largas limusinas negras las adelantó y giró para ascender la colina. Su presencia allí resultaba tan extraña que casi pareció que había llegado de otra dimensión.

«Visitantes —pensó Jo-Beth—. Como si no tuviéramos bastantes.»

III

—Así, pues, la cosa comienza —dijo el Jaff.

Estaba delante de la ventana más alta de «Coney Eye», mirando hacia la calle. Era un poco antes de mediodía, y las limusinas que ascendían por el camino de entrada a la finca anunciaban la llegada de los primeros invitados a la fiesta. Al Jaff le hubiera gustado tener allí, a su lado, a Tommy-Ray; pero el muchacho no había regresado aún de su viaje a la Misión. Bien, no importaba. Lamar había resultado ser mejor sustituto de lo que él esperaba. Hubo un momento violento, cuando el Jaff se quitó por fin la careta de Buddy Vance y se presentó ante el comediante con su verdadero rostro; pero, así y todo, no le costó trabajo persuadirle. En cierto modo, el Jaff prefería su compañía a la de Tommy-Ray: Lamar era más sensual, más cínico, Y, lo más importante conocía perfectamente a los invitados que pronto estarían allí reunidos en recuerdo de Buddy Vance; los conocía, desde luego, más a fondo que la propia viuda, Rochelle, que se hallaba sumida más y más profundamente en un estupor provocado por las drogas desde la noche anterior; situación ésta, por cierto, de la que Lamar se había aprovechado en el aspecto sexual, con gran diversión del Jaff. En otro tiempo (hacía muchos años) quizá también él hubiera hecho lo mismo. No, quizá, no,
seguro.
La indudable belleza de Rochelle Vance y su adicción a las drogas, apoyada como estaba por una permanente subcorriente de ira, la hacían más atractiva si cabía. Pero ésos eran asuntos de la carne, y de otra vida que la suya. Él tenia cosas más urgentes que atender: a saber, el poder que obtendría de los invitados que empezaban a congregarse abajo. Lamar había pasado revista a la lista con él, brindándole ciertas observaciones implacables sobre casi todos ellos. Abogados corruptos, actores drogadictos, putas arrepentidas, chulos, afectados de priapismo, matones, hombres blancos con alma negra, hombres cálidos con alma fría, lameculos, esnifadores de cocaína, eminencias angustiadas, seres ínfimos más angustiados aún, egoístas, masturbadores, hedonistas, ni uno se salvaba. Evidentemente, aquel ambiente era mejor donde encontrar el tipo de fuerzas que el Jaff necesitaba para mantenerse a salvo en cuando se inaugurase el Arte. Encontraría miedos en aquellas almas drogadas, desconcertadas, hinchadas; almas que nunca había hallado entre los simples burgueses. De ellas obtendría unos
terata
que el mundo nunca había visto. Entonces él estaría dispuesto. Con Fletcher muerto, y su ejército, si es que ya se había manifestado, a la expectativa… Ya no existía obstáculo alguno entre el Jaff y la Esencia.

Mientras miraba por la ventana y observaba a sus víctimas bajarse de los coches, y saludarse entre ellas con sonrisas de esmeril y besos picoteados, los pensamientos del Jaff derivaron, por extraño que pareciera, a la habitación de las Cartas Perdidas de Omaha, Nebraska, donde, hacía muchas vidas, había tenido un atisbo del alma secreta de Estados Unidos. Recordó a Homer, que le abrió la puerta de aquella cámara del tesoro para luego morir contra ella, su vida arrancada a puñaladas con el cuchillo de hoja roma que el Jaff todavía llevaba en el bolsillo de la chaqueta. La muerte, entonces, tuvo alguna importancia. Fue un experimento digno de temor. Hasta que dio con la Curva Temporal, el Jaff no comprendió lo inadecuados que eran esos temores, si el tiempo podía ser detenido incluso por un simple charlatán como Kissoon. Era de suponer que el brujo estaría todavía seguro en su refugio, y tan lejos de sus acreedores espirituales, de la pandilla que quería lincharlo, como le fuera posible estar. Seguiría en la Curva Temporal, planeando la adquisición del poder. O manteniendo el poder a raya.

Esta última idea se le ocurrió en ese momento por primera vez como la solución muy postergada de un jeroglífico que ni siquiera se había dado cuenta hasta entonces de haber estado intentando resolver. Kissoon se asía al momento, porque, si lo soltaba, sólo conseguiría desencadenar su propia muerte…

—Bien… —murmuró.

Lamar se hallaba detrás de él.

—¿Bien, qué?

—No, nada, estaba pensando —respondió el Jaff. Se apartó de la ventana—. ¿Ha bajado ya la viuda?

—Estoy tratando de despertarla.

—¿Quién recibe a los invitados?

—Nadie.

—Recíbelos tú.

—Pensé que me querías aquí.

—Más tarde. Cuando todos hayan llegado puedes hacerlos subir aquí, uno a uno.

—Como quieras.

—Una cosa.

—¿Sólo una?

—¿Por qué no me tienes miedo?

Lamar entornó los párpados, que ya estaban bastante juntos.

—Todavía no he perdido el sentido del ridículo —dijo.

Sin esperar respuesta alguna del Jaff, abrió la puerta y se dispuso a cumplir los deberes de anfitrión. Otra limusina, blanca esa vez, acababa de llegar, y el chófer estaba en ese momento enseñando las invitaciones a los vigilantes.

—De uno en uno —murmuró el Jaff, hablando para sí mismo—. De miserable en miserable.

La invitación de Grillo a la fiesta de «Coney Eye» le había sido entregada en mano a media mañana, y el recadero fue Ellen Nguyen. Su actitud era amistosa, pero directa, sin concesiones a la intimidad que había florecido entre ambos la tarde anterior. Grillo la invitó a subir a su habitación del hotel, pero ella insistió en que no tenía tiempo:

—Hago falta en la casa —dijo—. Rochelle parece ausente. En tu lugar, yo no me inquietaría por si te reconocen. Pero invitación sí que vas a necesitar. Pon en ella el primer nombre que se te ocurra. Habrá muchos vigilantes, de modo que no la pierdas. Ésta es una fiesta en la que no podrías entrar sólo a base de labia.

—¿Dónde estarás tú?

—No creo que asista a ella.

—Pensé que ibas allí ahora.

—Sí, pero sólo para los últimos preparativos. En cuanto el jolgorio empiece, me iré. No me apetece mezclarme con esa gente. Sólo son un hatajo de parásitos. Ninguno de ellos tenía a Buddy lo que se dice cariño. Todo este asunto no es más que una farsa.

—Bueno, yo voy allí para luego contar lo que vea.

—Eso es lo mejor —dijo ella, dando media vuelta para irse.

—¿Podemos hablar sólo un momento? —preguntó Grillo.

—¿De qué? He de darme prisa.

—De ti y de mí —dijo Grillo—. De lo que sucedió ayer.

Ella lo miró, pero sin fijar la mirada en él.

—Lo pasado, pasado está —repuso ella—. Lo hicimos juntos, ¿qué más hay que decir?

—Pues, por ejemplo: ¿por qué no probar de nuevo?

Ellen seguía mirándole sin fijeza.

—Creo que no —dijo.

—No me diste una oportunidad… —añadió Grillo.

—No, nada de eso —lo interrumpió ella, apresurándose a corregir por anticipado cualquier error que él estuviera a punto de cometer—, estuviste muy bien…, pero las cosas han cambiado.

—¿Desde ayer?

—Sí —dijo ella—. No puedo contarte nada… —Dejó la frase a medio terminar, luego cambió de táctica, y añadió—: Los dos somos adultos, y sabemos cómo son esas cosas.

Grillo estuvo a punto de decir que no, que él ya no sabía cómo eran esas cosas, ni ninguna otra; pero, después de aquella conversación, su amor propio había quedado tan magullado que no era necesario humillarlo más con nuevas confesiones.

—Ten cuidado en la fiesta —le advirtió Ellen cuando se volvía de nuevo para salir.

Grillo no pudo menos de decir:

—Gracias, por eso al menos.

Ella esbozó una leve y enigmática sonrisa, y se fue.

IV

El viaje de vuelta a Grove había sido largo para Tommy, pero todavía lo fue más para Tesla y Raúl, aunque por razones menos metafísicas. Para empezar, el coche de Tesla no era nada extraordinario, y ya había sido bastante castigado durante el viaje de ida, quedando muy malparado. Y luego, aunque casi había vuelto del reino de los muertos gracias al contacto del Nuncio, todavía quedaban en su cuerpo efectos de la aventura, de los que no se dio verdadera cuenta hasta que estaban a punto de llegar a la frontera. Aun cuando lo que conducía era un coche tangible, e iban por una carretera tangible, su dominio no era tan firme como antes. Sentía la llamada de otros lugares y de otros estados mentales. En otras ocasiones de su vida, había estado sumida en drogas y en alcohol; pero lo que sentía en esos momentos era mucho más fuerte que nunca. Parecía como si su cerebro hubiese sacado de lo más hondo de su memoria fragmentos de todos los viajes emprendidos en alas de alucinógenos y de tranquilizantes, y todo esto la invadiera de pronto, y cada experiencia pasada la punzara de nuevo en la mente. Un momento se sentía ruidosa y excitada igual que un ser salvaje (oía su propia voz como si fuese ajena) y el siguiente se hallaba flotando en el éter mientras la carretera se disolvía ante ella; después, sus pensamientos se volvían más sucios que el Metro de Nueva York, y apenas si podía contenerse de poner fin a toda aquella farsa de vida con una simple vuelta al volante. Había dos cosas que no variaban en todo aquello: una, Raúl, sentado a su lado, asido al tablero del coche con ambas manos, tan fuerte que tenía blancos los nudillos, su rostro agresivo de miedo; otra, el lugar donde había estado de visita en su sueño provocado por el Nuncio, la Curva Temporal de Kissoon. Aun cuando no fuese tan real como el coche en el que viajaba o como el olor de Raúl, no por eso resultaba menos insistente. Tesla sentía el peso de su memoria a cada kilómetro que recorrían. Trinidad, como Kissoon la había llamado, o Kissoon mismo, le pedía que volviera, y ella sentía el tirón, casi como una exigencia física de su presencia. Se resistía, aunque no con toda sinceridad. A pesar de que se alegraba de haber vuelto a la vida, lo que había visto y oído durante el tiempo pasado en Trinidad la llenaba de curiosidad por volver; de impaciencia casi. Y cuanto más se resistía, más exhausta estaba, tanto que, cuando llegaron a las afueras de Los Ángeles, Tesla se sentía como quien ha estado privado de sueño: soñaba despierta, y sus sueños amenazaban con irrumpir en cualquier momento en plena realidad.

Other books

The FitzOsbornes in Exile by Michelle Cooper
Spirited Ride by Rebecca Avery
Rise of the Fallen by Donya Lynne
Young Men in Spats by Wodehouse, P G
Second Chances by Miao, Suzanne
Valan's Bondmate by Mardi Maxwell
Bum Rap by Paul Levine
Red Phoenix by Larry Bond
The New York Trilogy by Paul Auster