El gran espectáculo secreto (3 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—He estado en el centro del mundo —dijo Jaffe—, este cuartito…, aquí es donde todo ocurre.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto que sí.

Homer hizo una pequeña mueca nerviosa, y echó una ojeada a la puerta.

—¿Quieres salir? —preguntó Jaffe.

—Sí —dijo Homer, al tiempo que miraba su reloj, sin verlo—, tengo prisa, sólo he venido para…

—Me tienes miedo —aseguró Jaffe—, y con razón. Ya no soy el mismo de antes.

—¡No me digas!

—Tú mismo me lo comentaste.

Homer volvió a mirar a la puerta. Estaba a cinco pasos de ella; cuatro si corría. En el momento que Jaffe aferró el cuchillo, Homer había recorrido la mitad de esa distancia. Tenía la mano en el picaporte cuando oyó a Jaffe acercándose a él.

Volvió la cabeza para mirar atrás, y el cuchillo se le hincó en pleno ojo. No se trató de una estocada casual. Fue pura sincronía. Su ojo centelleó, el cuchillo centelleó. Ambos centelleos coincidieron, y, en el momento siguiente, Homer gritaba mientras caía de espaldas contra la puerta y Randolph se le echaba encima, todavía con la mano agarrada al cuchillo.

El rugir del horno aumentaba. De espaldas a las sacas, Jaffe sentía los sobres, apretados unos contra otros, las palabras brotaban de las hojas escritas para convertirse en un glorioso poema. Sangre, decían. Como un mar; en tanto sus pensamientos aparecían como coágulos en aquel mar, oscuros, congelados, más ardientes que el ardor mismo.

Jaffe aferró el mango del cuchillo, y lo hizo con todas sus fuerzas. Nunca había derramado sangre; ni siquiera por haber aplastado una chinche, al menos de manera intencionada. Pero, en ese momento, su puño, cerrado sobre el mango, caliente y húmedo, le pareció fantástico. Una profecía; un signo.

Sonriendo, sacó el cuchillo de la cuenca del ojo de Homer, y, antes de que su víctima resbalase con la espalda apoyada en la puerta, se lo hincó hasta el puño el la garganta. Pero no lo dejó quieto allí. En cuanto los gritos de Homer cesaron, lo sacó y volvió a hincárselo, esta vez en medio del pecho. Allí encontró huesos, de modo que necesitó hacer más fuerza. Pero Jaffe, de pronto, había adquirido nueva fortaleza. A Homer le vino una arcada, y salió sangre de su boca, y también de la herida que tenía en la garganta. Jaffe sacó el cuchillo. No volvió a clavárselo al otro, sino que limpió la hoja con el pañuelo y se alejó del cadáver mientras pensaba qué debía de hacer. Si intentaba llevar las sacas del correo hasta el horno, corría el riesgo de ser descubierto, y, a pesar de lo sublime que se sentía, borracho de la muerte de aquel pobre patán, se daba cuenta de que había un alto riesgo en ello. Mejor sería que trasladase el horno hasta
ahí.
Después de todo, el fuego era una fiesta movible. Lo único que necesitaba era un encendedor, y Homer debía de tener alguno. Volvió al cadáver caído, buscó en los bolsillos y encontró una caja de cerillas. La sacó y se dirigió hasta donde se hallaban las sacas.

Una sensación de tristeza le sorprendió cuando se disponía a prender fuego a las Cartas Perdidas. Él había estado muchas semanas allí, perdido en una especie de delirio, borracho de misterios. Y ahora debía despedirse de todo aquello. Después de lo ocurrido —la muerte de Homer, las cartas quemadas—, Jaffe era un fugitivo, un hombre sin historia, llamado por un Arte del que todo lo ignoraba, pero que deseaba practicar más que ninguna otra cosa en el mundo.

Hizo una bola con una par de folios para alimentar la llama. Una vez que el fuego empezase, no le cabía duda de que se mantendría por sí mismo: todo lo que había en el cuarto —papel, paño, carne humana— era combustible. Una vez hubo hecho tres montones de papel, encendió una cerilla. La llama era grande, y, al mirarla, Jaffe se dio cuenta de lo mucho que odiaba la claridad. La oscuridad resultaba más interesante, colmada de secretos, llena de amenazas. Acercó la llama a los montones de papel y miró cómo el fuego iba tomando fuerza. Luego retrocedió hacia la puerta.

Homer estaba caído contra ella, sangrando por las tres heridas. Su bulto no era fácil de mover, y Jaffe dedicó todas sus fuerzas a la tarea. A sus espaldas, la hoguera proyectaba su sombra contra la pared. En el medio minuto que tardó en mover el cadáver, el fuego creció de manera considerable, tanto que, cuando miró hacia atrás, vio que las llamas cubrían la habitación de un extremo a otro, y que el calor producía su propio viento, el cual, a su vez, aventaba las llamas.

Sólo cuando se vio en su habitación —eliminando de ella cualquier pista de Randolph Ernest Jaffe—, se arrepintió de lo que había hecho. Y no fue por haber desatado el fuego —éste había sido una idea inteligente— sino de haber dejado que el cuerpo de Homer se consumiese con las Cartas Perdidas. Hubiera debido tomarse una venganza más sofisticada: dividir el cadáver en partes, y enviar los trozos por correo, garabateando unas señas sin sentido, para que la suerte, o la sincronicidad, eligiese el destino final de la carne de Homer. El cartero mismo enviado por correo. Se prometió no perderse semejantes posibilidades irónicas en el futuro.

La tarea de vaciar su cuarto no le llevó mucho tiempo, tenía pocas pertenencias, y casi todas ellas carecían todavía de significado para él. En el fondo, no era nada: unos cuantos dólares, algunas fotografías, un par de trajes. Nada que no cupiese en una maleta pequeña, dejando todavía espacio para una enciclopedia en varios tomos.

Hacia la medianoche, y con su pequeña maleta en la mano, Jaffe salía de Omaha, listo para un viaje que lo llevaría en cualquier dirección. ¿Hacia el Este?, ¿hacia el Oeste? No le importaba, mientras su camino, el que fuese, lo condujese hasta el Arte.

II

Jaffe había vivido una vida muy limitada. Nacido a unos ochenta kilómetros de Omaha, había sido educado allí, y en aquel lugar estaban enterrados sus padres. En Omaha había cortejado a dos mujeres, y fracasado en su intento de llevarlas ante el altar. Había salido del Estado un par de veces, e incluso llegado a pensar (sobre todo después del fracaso de su segundo galanteo) retirarse a Orlando, donde vivía su hermana, pero ésta lo disuadió de su idea con el pretexto de que no se llevaría bien con la gente, o por el tremendo sol que hacía siempre allí. En vista de todo eso, se quedó en Omaha, perdiendo unos trabajos para encontrar otros, sin comprometerse nunca mucho tiempo con nada ni con nadie, y, como consecuencia de ello, no viéndose nunca comprometido.

Pero el solitario retiro del Cuarto de las Carlas Perdidas despertó el deseo en él por llegar a horizontes cuya existencia antes no conocía, infundiéndose un desaforado apetito por lanzarse camino adelante. Cuando su única perspectiva eran el sol, los barrios extremos y Mickey Mouse, a él le daba igual, ¿para qué molestarse por buscar tales banalidades?; pero, ahora, sabía algo más: había misterios por desvelar, y poderes que conquistar. Cuando él fuese el rey del mundo, destruiría los suburbios (y el sol, si podía), y construiría un mundo en una ardiente oscuridad, donde el hombre conseguiría, por fin, conocer los secretos de su propia alma.

En las cartas se hablaba mucho de
encrucijadas,
y, durante mucho tiempo, había tomado esa palabra en su sentido más literal, pensando que, tal vez en Omaha, él mismo se encontraba en una de esas encrucijadas, y que el conocimiento del Arte acudiría allí a su encuentro. Pero una vez estuvo fuera de la ciudad, ya bastante lejos, se dio cuenta del error de haber tomado las cosas tan al pie de la letra. Cuando los que escribían mencionaban las encrucijadas, no se referían a la intersección de una carretera con otra, sino a lugares donde estados del ser se cruzaban, donde el sistema humano encontraba un aliado, y ambos cambiaban y seguían adelante. En la afluencia y agitación de esos lugares era donde existía la esperanza de encontrar la revelación.

Tenía muy poco dinero, aunque eso no parecía importarle. En las semanas que siguieron a su huida del escenario crimen, todo lo que necesitó llegó a sus manos, sin problemas. Sólo tenía que levantar el dedo pulgar para que un coche frenase entre chirridos y lo recogiese. Cuando el conductor le preguntaba a dónde iba y él le respondía que exactamente a donde quería, era justo el lugar al que el otro lo llevaba. Era como si estuviese bendito, o en manos de la Providencia. Cuando tropezaba, siempre había alguien al lado para ayudarle a levantarse, y cuando tenía hambre, nunca faltaba quien le diese de comer.

En Illinois, una mujer que lo había recogido en la carretera, y le había pedido que pasase la noche con ella, le confirmó esta bendición.

—Posees algo extraordinario, ¿no crees? —susurró ella a mitad de la noche—. Se te ve en los ojos, ellos fueron los que me obligaron a detenerme.

—¿Y a ofrecerme esto? —dijo él, al tiempo que le metía la mano entre las piernas.

—Sí, también a eso —respondió ella—, ¿qué es lo que has visto?

—No lo bastante —dijo él.

—¿Me harás al amor otra vez?

—No.

De vez en cuando, al ir de un Estado a otro, Jaffe vislumbraba lo que las cartas le habían enseñado. Veía un atisbo de los secretos, que sólo se atrevían a mostrarse porque
él
pasaba por allí, y sabían que se convertiría en un hombre poderoso. En Kentucky tuvo la suerte de ver el cadáver de un adolescente que había sido arrastrado por el río. Su cuerpo yacía tendido sobre la hierba, con los brazos extendidos, mientras una mujer sollozaba y gemía a su lado. Los ojos del chico estaban abiertos, así como los botones de su bragueta. Mirándole de cerca, el único testigo al que los policías no habían ordenado abandonar el lugar (lo de siempre: sus ojos), Jaffe, durante un momento, contempló la postura del muchacho, igual que la del medallón, y casi sintió deseos de arrojarse él mismo al río sólo para experimentar la sensación de ahogarse. En Idaho, conoció a un hombre que había perdido un brazo en un accidente automovilístico; mientras estaban sentados y bebían juntos, el otro le explicó que aún sentía en el miembro perdido. Los doctores le decían que era una ilusión de su sistema nervioso, pero él estaba seguro de que se trataba de su cuerpo astral, completo en otro plano del ser. Dijo que se masturbaba periódicamente con su mano perdida, y se ofreció a demostrárselo. Era verdad.

—Tú puedes ver en la oscuridad, ¿no? —comentó el hombre más tarde.

Jaffe nunca lo había pensado, pero ahora que le llamaban la atención sobre ello, le pareció que sí, que podía hacerlo.

—¿Y cómo has aprendido?

—No aprendí.

—Ojos astrales, quizá.

—Quizá.

—¿Quieres que te chupe la polla otra vez?

—No.

Jaffe iba almacenando experiencias, una de cada especie, al pasar por la vida de la gente y dejarlos, cuando salía de ella, obsesionados o muertos o llorando. Satisfacía todos sus caprichos, yendo dondequiera que su instinto le indicaba, y la vida secreta salía a su encuentro en el momento que llegaba a una ciudad.

No había signo alguno de que las fuerzas de la ley lo persiguieran. Quizás el cadáver de Homer no había sido hallado en el edificio incendiado, o, en caso contrario, la Policía había considerado que era una víctima del fuego. De hecho, y por la razón que fuese, nadie husmeaba su pista. Jaffe iba a donde quería, y hacía lo que le venía en gana, hasta que todos sus deseos quedaban satisfechos con creces, y todas sus necesidades cubiertas. Entonces, un día, sintió que el momento de dar el paso decisivo había llegado.

Se detuvo en un motel lleno de cucarachas de Los Álamos, Estado de Nuevo México. Allí se encerró en su cuarto con dos botellas de vodka, se desnudó, corrió las cortinas para ocultarse de la luz solar y dejó vagar su mente. Llevaba cuarenta y ocho horas sin comer, y no por falta de dinero, pues lo tenía, sino porque le gustaba la ligereza mental que el hambre le proporcionaba. Hambrientos de sustento y azotados por el vodka, sus pensamientos se desbocaron, se devoraban y cagaban unos a otros, bárbaros y barrocos. Las cucarachas salían de la oscuridad y corrían por su cuerpo, echado en el suelo. Él las dejaba ir y venir, y se derramaba vodka por la ingle cuando se le concentraban allí y le levantaban la polla; era una distracción, y él deseaba pensar. Flotar en el aire y pensar.

Desde el punto de vista físico, tenía todo cuanto necesitaba: se sentía frío y caliente, sexuado y asexuado, jodido y jodedor. Y ya no quería nada de esto, por lo menos como Randolph Jaffe. Había otra manera de ser, de existir, otro lugar del que sentir, en el que el sexo y el asesinato y el dolor y el hambre y todo lo demás podrían ser interesantes de nuevo; pero ese lugar no sería accesible para él hasta que consiguiera trascender su situación actual, hasta que se convirtiera en un Artista y rehiciera el mundo.

Justo antes del alba, cuando aún las cucarachas estaban fatigadas, sintió la llamada.

Una gran serenidad lo invadió. El corazón le latía lenta y rítmicamente, su vejiga se vaciaba a su propio ritmo, como la de un niño. No sentía ni calor ni frío. No tenía sueño ni estaba demasiado despierto. Y en esa encrucijada —que no era la primera, ni iba a ser la última—, algo tiró de sus entrañas y lo llamó.

Se levantó de inmediato, cogió la botella de vodka llena que le quedaba, salió y echó a andar. La llamada no abandonaba sus entrañas. Seguía allí, y tiraba de él cuando la noche cedía y el sol empezaba a levantarse. Andaba descalzo. Los pies le sangraban, pero él no prestaba demasiado interés a su cuerpo y compensaba su incomodidad ayudándose con más vodka. Hacia mediodía, cuando se le había terminado la bebida, se encontró en pleno desierto, caminando en la dirección de la llamada, apenas consciente de que sus pies se movieran uno después del otro. En su mente no existían otros pensamientos que el Arte y la forma de alcanzarlo, e incluso esa ambición iba y venía.

Hasta que todo era desierto. Hacia el atardecer llegó a un lugar donde incluso el hecho más simple, el suelo, bajo sus pies, y el cielo, que se oscurecía sobre su cabeza, estaban en duda. Jaffe no se sentía seguro ni siquiera de hallarse en camino. La ausencia de todo le resultaba agradable, pero duró poco tiempo. La llamada debía de haber tirado de él sin que lo notara, porque la noche le había abandonado, convertida de pronto en día, Jaffe se encontró a sí mismo levantado, vivo de nuevo. Randolph Ernest Jaffe otra vez, y en un desierto más desnudo aún que el que acababa de abandonar. El sol no estaba alto todavía, pero el aire empezaba a calentarse y el cielo era perfectamente claro.

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