Sintió dolor y malestar, pero el tirón en sus entrañas era irresistible. Sin embargo, debía resistir, aunque vacilase, aunque todo su cuerpo fuese un naufragio. Más tarde recordó haber pasado por una ciudad, y haber visto una torre de acero que se erguía en medio de la selva. Pero eso fue después de terminado el viaje, en una sencilla cabaña de piedra cuya puerta le fue abierta en el momento que sus últimas fuerzas lo abandonaban y caía en el umbral.
La puerta estaba cerrada cuando volvió en sí, mientras que su mente permanecía muy abierta. Al otro lado de un fuego chispeante vio sentado a un hombre de rasgos dolientes y algo estúpidos, como los de un payaso que hubiese llevado encima, y luego borrado, cincuenta años de chascarrillos; los poros de su piel se veían grandes y grasientos; el cabello, o lo que le quedaba de él, largo y gris. Estaba sentado con las piernas cruzadas. Así, como el que no quiere la cosa, mientras Jaffe se esforzaba por encontrar suficiente energía para hablar, el viejo levantó una nalga y se tiró un sonoro pedo.
—Has encontrado el camino —le dijo, después de un rato—, pensé que te morirías antes de lograrlo. A mucha gente le ha ocurrido. Hace falta una gran fuerza de voluntad.
—¿El camino a
dónde?
—consiguió preguntar Jaffe.
—Estamos en una Curva Temporal que abarca sólo unos minutos. Yo la uso a modo de refugio. Sólo aquí me siento seguro.
—¿Y quién eres?
—Me llamo Kissoon.
—¿Eres miembro del Enjambre?
El rostro del que lo miraba desde el otro lado del fuego expresó sorpresa.
—Sabes mucho.
—No, la verdad es que no, sólo unas pocas cosas, y pequeñas.
—Muy poca gente conoce el Enjambre.
—Pues yo sé de varios que… —dijo Jaffe.
—¿Sí? —preguntó Kissoon, endureciendo el tono de su voz—. Me gustaría saber sus nombres.
—Tengo cartas suyas… —respondió Jaffe, pero vaciló al darse cuenta de que recordaba dónde las había dejado. Las preciosas pistas que tanto infierno y tanta gloria le habían proporcionado.
—¿Cartas de quién? —insistió Kissoon.
—De gente que sabía…,
que adivina… el Arte.
—¿Sí?, ¿y qué sabían acerca de él?
Jaffe movió la cabeza.
—Yo mismo no lo entiendo todavía —dijo—, pero tengo entendido que hay un mar…
—Lo hay —afirmó Kissoon—. Y te gustaría saber dónde se encuentra, cómo llegar a él y de qué forma recibir poder de él.
—Sí, desde luego.
—¿Y qué darías a cambio de esa información? —inquirió Kissoon, mientras dirigía la vista al techo de la choza, como si hubiera algo en el humo que enturbiara el ambiente.
—De acuerdo —dijo Jaffe—, cualquier cosa que yo tenga y tú desees, puedes quedarte con ella.
—Esto parece razonable.
—Tengo que saber. Necesito el Arte.
—Sí, sí, claro, por supuesto.
—Ya he vivido todo lo que necesitaba —dijo Jaffe.
Kissoon se volvió y lo miró.
—¿De verdad? Lo dudo.
—Quiero conseguir…, quiero conseguir… —(«¿Qué se preguntó—, ¿qué quieres?»), y añadió—:
Explicaciones.
—Bueno, ¿por dónde empezamos?
—Por el mar —respondió Jaffe.
—Ah, sí, el mar.
—¿Dónde está?
—¿Te has enamorado alguna vez? —preguntó Kissoon.
—Sí, creo que sí.
—Pues entonces has estado en dos ocasiones en la Esencia. Una, la primera vez que dormiste fuera del útero; la segunda, la noche que yaciste al lado de la mujer amada. O del hombre amado. ¿Era un hombre? —preguntó entre risas—. Da igual lo que fuese.
—La Esencia es el mar.
—La Esencia es el mar, y en él hay unas islas llamadas Efemérides.
—Quiero ir allí —suspiró Jaffe.
—Irás; una vez más, irás.
—¿Cuándo?
—La última noche de tu vida. Esto es todo lo que se nos da. Tres zambullidas en el mar de los sueños. Alguna menos, y nos volvemos locos. Si son más…
—¿Sí?
—No seríamos humanos.
—¿Y el Arte?
—Ah, bien…, sobre eso hay diferencia de opiniones.
—¿Tú lo posees?
—
¿Poseer?
—El Arte. ¿Lo tienes? ¿Puedes ejercerlo? ¿Me lo puedes enseñar?
—Quizá.
—Tú eres uno de los del Enjambre —aseguró Jaffe—. Y has llegado a poseerlo. ¿Verdad?
—
¿Uno?
—Fue la respuesta—. Soy el último. Soy el único.
—Entonces compártelo conmigo. Quiero ser capaz de cambiar el mundo.
—Una
pequeña
ambición.
—¡Anda, no me jodas! —exclamó.
Jaffe, empezaba a sospechar que el otro le tomaba por tonto.
—No pienso salir de aquí con las manos vacías, Kissoon. Si consigo el Arte, podré entrar en la Esencia, ¿no es eso? Así es como funciona la cosa.
—¿Dónde te enteraste de eso?
—
¿No es cierto?
—Bien…, sí, y vuelvo a preguntártelo, ¿dónde te enteraste de eso?
—Sé interpretar pistas. Y todavía lo hago —sonrió, mientras las piezas encajaban en su cabeza—. La Esencia se halla en algún lugar
detrás
del mundo, ¿no? Y el Arte te permite entrar en ella, de forma que puedes penetrar allí siempre que quieras. El Dedo en el Pastel.
—¿Cómo?
—¿No es así como lo llamó alguien?: el dedo en el pastel.
—¿Y por qué conformarse con el dedo? —observó Kissoon.
—¡Sí, eso! ¿Por qué no todo mi jodido brazo?
La expresión de Kissoon era casi de admiración.
—Qué pena —dijo— que no estés más
evolucionado,
porque, yo hubiera podido compartir todo esto contigo.
—¿Qué quieres decir?
—Que tienes mucho en común con un mono. Yo no podría darte todos los secretos de mi propia mente. Son demasiado potentes, demasiado peligrosos, y, además, no sabrías qué hacer con ellos. Terminarías ensuciando la Esencia con tu pueril ambición. Y la Esencia necesita ser preservada.
—Ya te he dicho… que no me iré de aquí con las manos vacías. Puedes coger de mí lo que se te antoje. Todo lo que tengo. Sólo quiero que me enseñes.
—Tendrías que darme tu cuerpo —repuso Kissoon—. ¿Me lo darías?
—¿Qué?
—Es lo único que posees para negociar —dijo Kissoon—. ¿Me lo darías?
Su propia contestación sorprendió a Jaffe:
—¿Qué quieres?, ¿sexo?
—¡No, por Dios!
—Entonces, ¿qué? No te comprendo.
—Tu carne y tu sangre. El recipiente. Quiero ocupar tu cuerpo.
Jaffe miraba a Kissoon, el cual, a su vez le estaba observando.
—Bueno, ¿qué me contestas? —insistió el viejo.
—No puedes meterte de un salto dentro de mi piel —dijo Jaffe.
—Oh, claro que puedo, tan pronto como esté vacío.
—No te creo.
—Jaffe, tú eres la persona menos indicada de
todas
para decir
no creo.
Lo extraordinario es la norma. En el tiempo hay Espirales. Nosotros mismos estamos ahora en una. Hay ejércitos en nuestra mente, a la espera de la orden de marcha. Y soles en nuestras ingles, y conos en el cielo. En todos los estados hay pleitos…
—¿Pleitos?
—¡Recursos! ¡Conjuros!
¡Magia, magia!
Está en todos los sitios. Y, tienes razón, la Esencia es la fuente; el Arte, la cerradura y la llave. Y piensas meterme dentro de tu piel es duro para mí. ¿Acaso no has aprendido
nada?
—Suponte que aceptó.
—Suponte que aceptas.
—¿Y qué me ocurriría si vaciase mi cuerpo?
—Pues que te quedarías aquí en espíritu. No es mucho, pero estás en casa. Y yo regresaría al cabo de un tiempo. Entonces, tu carne y tu sangre volverían a pertenecerte.
—¿Pero para qué quieres mi cuerpo? —preguntó Jaffe—. Está muy jodido.
—Eso es asunto
mío
—repuso Kissoon.
—Necesito saberlo.
—Y yo he decidido no contártelo. Si quieres el Arte, no tendrás más remedio que hacer lo que te he dicho. No tienes otra alternativa.
Las maneras del viejo —aquella sonrisa arrogante, el encogimiento de hombros, su forma de entrecerrar las pestañas, como si dedicar a su invitado la mirada entera fuese un desperdicio de visión— hicieron que Jaffe recordase a Homer. Era como si ambos fuesen mitades de un doble acto: el burdo hombre grosero y el taimado y viejo macho cabrío. Al pensar en Homer, recordó, inevitablemente, el cuchillo que llevaba en el bolsillo. ¿Cuántas veces necesitaría rajar la correosa carcasa de Kissoon para que el dolor le obligase a hablar? ¿Necesitaría cortar los dedos del viejo, articulación por articulación? Bien, si tenía que ser de ese modo, él estaba dispuesto. Quizá cortarle las orejas. A lo mejor, hasta sacarle los ojos. Lo que hubiera de hacer, lo haría. Ya era tarde para los escrúpulos, demasiado tarde.
Deslizó la mano en su bolsillo, y agarró el mango del cuchillo.
Kissoon captó este movimiento.
—No entiendes nada, ¿verdad? —dijo, haciendo girar sus ojos de un lado a otro, como si midiera el aire que había entre Jaffe y él.
—Entiendo mucho más de lo que piensas —replicó Jaffe—. Entiendo que no soy lo bastante
puro
para ti. No estoy…, ¿cómo has dicho…?,
evolucionado.
Sí, eso es, evolucionado.
—He dicho que eres un mono.
—Sí, justo.
—Y de esa forma he insultado a los monos.
Jaffe asió el cuchillo con fuerza y se puso en pie.
—No te
atreverás
—murmuró Kissoon.
—Es como agitar un trapo rojo a un toro —respondió Jaffe, la cabeza dándole vueltas por el esfuerzo de levantarse— el retarme a no hacer algo. He visto cosas…, y las he hecho… —Empezó a sacar el cuchillo del bolsillo—. Y no te tengo miedo.
Los ojos de Kissoon dejaron de calcular la distancia y se centraron en la hoja. No había sorpresa en su expresión, como Jaffe la había visto en el de Homer, pero tenía miedo. Al ver aquel rostro, un pequeño estremecimiento de placer recorrió el cuerpo de Jaffe.
Kissoon comenzó a ponerse en pie. Era bastante más pequeño que Jaffe, casi canijo, y sus ángulos estaban algo torcidos, como si todos su huesos y articulaciones se hubieran roto alguna vez y hubiese tenido que recomponérselos con gran precipitación.
—No debes derramar sangre —dijo, medio tartamudeando al hablar—. Sobre todo en una Curva temporal. Es una de las reglas de la ley de las Curvas, no derramar sangre.
—Inventa algo mejor —dijo Jaffe, empezando a rodear la hoguera para acercarse a su víctima.
—Te lo aseguro —repuso Kissoon con la más extraña y espantosa de las sonrisas—. Para mí, el no decir mentiras es una cuestión de honor.
—He trabajado durante un año en un matadero —dijo Jaffe—. En Omaha, Nebraska. El «Portal del Oeste». Un año; y no hacía más que cortar carne, de modo que conozco el oficio.
Kissoon estaba muy asustado. Se había recostado contra la pared de la cabaña, los brazos abiertos para apoyarse. Mirándole, Jaffe pensó que parecía un héroe del cine mudo. Tenía los ojos entornados, pero enormes y húmedos. Igual que su boca, enorme y húmeda. Ni siquiera podía proferir amenazas; lo único que hacía era temblar.
Jaffe se acercó más, alargó la mano, y le agarró por el cuello de pavo. Apretó fuerte, hundiendo los dedos en los tendones. Luego aproximó la otra mano, la que tenía el cuchillo, a la comisura del ojo izquierdo de Kissoon. El aliento del viejo olía a pedo de hombre enfermo. Jaffe no quería aspirarlo, pero no lo pudo evitar, y en ese momento, se dio cuenta de que el viejo le había jodido. Aquel aliento era algo más que aire ácido, había algo expulsado del cuerpo de Kissoon, que serpenteaba para entrar en él, o, al menos, lo intentaba. Jaffe soltó el huesudo cuello y se apartó.
—
¡Cerdo!
—dijo, y escupió y carraspeó para expulsar el aire aquél antes de que lo invadiera.
Kissoon no renunció a su fingimiento.
—¿No ibas a matarme? —preguntó—, ¿es que estoy indultado?
Kissoon avanzó hacia Jaffe mientras que éste retrocedía ante él.
—¡Apártate de mí! —gritó Jaffe.
—¡Sólo soy un viejo!
—¡He sentido tu aliento! —gritó Jaffe, golpeándose el pecho con el puño—. ¡Quieres meterte dentro de mí!
—No, no —protestó Kissoon.
—No me vengas a mí con mentiras de mierda. ¡Lo he sentido!
Y aún lo sentía. Un peso en los pulmones, donde antes no lo había. Se volvió hacia la puerta; sabía que, si se quedaba, el maldito se aprovecharía de él cuanto pudiese.
—No te vayas —pidió Kissoon—. No abras la puerta.
—Hay otras formas de alcanzar el Arte —dijo Jaffe.
—No —replicó Kissoon—, sólo a través de mí. Los demás están muertos. Nadie más que yo puede ayudarte.
Intentó brindarle su pequeña sonrisa, inclinando el maltrecho cuerpo, pero su humildad era tan fingida como lo había sido su miedo. Todo eran tretas para mantener cerca a su víctima, y apoderarse así de su cuerpo. Jaffe no estaba dispuesto a que le engañase otra vez. Trató de borrar las seducciones de Kissoon con recuerdos. Placeres ya sentidos y que sentiría de nuevo con sólo salir vivo de aquella trampa. La mujer de Illinois, el hombre de un solo brazo de Kentucky, las caricias de las cucarachas… Esos recuerdos impidieron que Kissoon se apoderara de él. Jaffe alargó la mano y asió el picaporte.
—No abras la puerta —dijo Kissoon.
—Me voy.
—Me he equivocado, lo siento. Te he infravalorado. Seguro que podemos llegar a un acuerdo. Te contaré todo lo que quieres saber. Te enseñaré el Arte. Yo mismo no poseo la pericia, al menos mientras permanezca atrapado en la Curva temporal. Pero tú puedes tenerla. Y llevártela fuera de aquí. Al mundo otra vez. El brazo en el pastel. Pero
quédate. Quédate,
Jaffe. He pasado mucho tiempo aquí solo. Necesito compañía. Alguna persona a la que explicar todo. Con la cual compartirlo.
Jaffe hizo girar el picaporte. Y, en ese mismo instante, sintió que la tierra se estremecía bajo sus pies. Durante un instante, una gran claridad apareció. Se veía demasiado pulida para tratarse de la simple luz del día, pero tenía que serlo, porque fuera de allí sólo le esperaba el sol.
—
¡No me abandones!
—oyó gritar a Kissoon.
Y, al tiempo que gritaba, Jaffe sintió que le tiraba de las tripas; eran los mismos tirones que le habían llevado hasta allí. Pero esa vez, la fuerza, por la razón que fuese, era más débil. O bien Kissoon había quemado mucha energía en sus intentos de introducirse en Jaffe, o su furia se había amortiguado. Fuera lo que fuese, lo cierto era que aquella fuerza se podía resistir, y cuanto más corría Jaffe, tanto más débil la sentía.