Danny se estaba poniendo nervioso; volvía a recordar la escena con De Haven: ella sabía, ellos sabían, adiós Ted Rojo.
—Jack, ¿tienes algo nuevo?
—Tal vez algo gordo —dijo Shortell—. Me he pasado toda la noche indagando la cuestión del glotón, y obtuve una pista importante relacionada con un viejo llamado Thomas Cormier. Es un naturalista aficionado, en cierto modo famoso. Vive en Burker Hill, y alquila criaturas de la familia de las comadrejas a la industria cinematográfica y los circos. Tiene varios glotones encerrados, los únicos conocidos en Los Ángeles. Ahora escucha, porque aquí es donde se pone interesante.
»Anoche pasé por la Subestación Hollywood Oeste para hablar con un amigo a quien acaban de trasladar. Oí que la muchacha de la centralita mencionaba tu nombre al sargento de guardia, y la traté amablemente. Me contó que andaba despacio en sus averiguaciones sobre laboratorios dentales porque pensaba que tú sólo la estabas usando. Me dio una lista con datos anotados. Todo negativo para la descripción del asesino, pero positivo para los dientes de animales: el taller dental Joredco de Beverly y Beaudry. Prepara postizos animales para taxidermistas, y es el único laboratorio de Los Ángeles que trabaja con dientes verdaderos de animales. Tu dato referente a que todos los taxidermistas usan dientes de plástico era erróneo. Y Beverly y Beaudry está a siete manzanas de la casa de Thomas Cormier, Corondelet Sur 343.
Una pista realmente buena.
—Voy hacia allá —dijo Danny, y colgó. Desistió de presionar a Felix Gordean, limpió y ordenó sus archivos, limpió y ordenó su personalidad de Daniel T. Upshaw, policía con placa, revólver e identificación oficial. Con Ted Krugman muerto y enterrado, se dirigió a Bunker Hill.
Corondelet Sur 343 era una casa victoriana con aleros, circundada por terrenos baldíos en el linde oeste de Bunker Hill. Danny aparcó enfrente y oyó un chillido de animal, avanzó por la calzada y rodeó un patio escalonado con un panorama de Angel's Flight digno de una tarjeta postal. Había cobertizos con techo de uralita dispuestos en forma de L, uno por cada nivel de césped; las estructuras tenían un frente de gruesa malla de alambre, y la L más larga tenía un generador en la parte trasera. El lugar apestaba a animales, orina de animales y excremento de animales.
—¿Le molesta el olor, agente?
Danny se volvió. El lector de mentes era un viejo hirsuto que llevaba pantalones holgados y botas, y caminaba hacia él agitando un grueso puro que combinaba perfectamente con el tufo a estiércol y lo empeoraba. Sonrió, sumando su mal aliento a los efluvios.
—¿Es usted de Reglamentos para Animales o del Departamento de Higiene?
Danny sintió que el sol y el olor se combinaban con el alcohol de la noche anterior para convertirle la piel en papel de lija.
—Soy detective de Homicidios, Departamento del sheriff. ¿Es usted Thomas Cormier?
—Ya lo creo, y nunca he matado a nadie, ni me asocio con asesinos. Tengo mustélidos asesinos, pero sólo matan a los roedores que les doy por alimento. Si eso es un crimen, me declaro culpable. Mantengo a mis mustélidos en cautiverio. Si tocan una melodía mala, la orquesta es mía.
El hombre parecía demasiado inteligente para ser un chiflado.
—Señor Cormier, he oído que usted es experto en glotones.
—Es la pura verdad. Tengo once en cautiverio en este momento, y mi pequeña unidad refrigeradora les mantiene a baja temperatura, tal como les gusta.
La vaharada de humo de puro y halitosis mareó a Danny. Se obligó a actuar como un profesional.
—Señor Cormier, estoy aquí porque han matado a cuatro hombres desde Año Nuevo hasta ahora. Fueron mutilados por un hombre que usa postizos dentales con dientes de glotón. A varias manzanas de aquí hay un taller dental, el único de Los Ángeles que fabrica dentaduras de animales con dientes verdaderos. Creo que es una extraña coincidencia, y pensé que usted podría ayudarme.
Thomas Cormier apagó el puro y guardó la colilla en el bolsillo.
—Es lo más extraño que he oído en toda mi vida, que comenzó en 1887. ¿Qué más sabe sobre el asesino?
—Es alto, maduro, canoso. Conoce el mundo del jazz, puede comprar heroína, frecuenta la prostitución masculina. —Calló, pensando en Reynolds Loftis, preguntándose si obtendría alguna prueba contra él que no fuera circunstancial—. Y es homosexual.
Cormier rió.
—Parece usted un tipo simpático, y lamento no serle de ayuda. No conozco a nadie así, y si lo conociera, creo que mantendría la espalda contra la pared y mi entrañable rifle a mano cuando me visitara. ¿Ese sujeto está enamorado del
Gulo luscus
?
—¿Del glotón? Sí.
—Cielos. Bien, admiro su gusto en mustélidos, aunque no el modo en que lo demuestra.
Danny suspiró.
—Señor Cormier, ¿sabe usted algo sobre el taller Joredco?
—Claro, está calle abajo. Creo que hacen dentaduras para animales.
Una toma limpia. Danny vio secuencias de la película de Claire de Haven, lo imaginó a «él» viéndola, excitándose, buscando más.
—Me gustaría ver sus glotones.
—Creí que nunca me lo pediría —sonrió Cormier, y guió a Danny hacia el cobertizo refrigerado. El aire pasó de tibio a congelado; los chillidos se convirtieron en gruñidos, formas oscuras lanzaron zarpazos contra la malla de alambre de las jaulas—.
Gulo luscus
. Carcayú para los indios: «espíritu maligno». El más insaciable carnívoro viviente y sin duda el mamífero más cruel. Como le decía, admiro el gusto del asesino.
Danny encontró un buen ángulo: la luz del sol caía a plomo sobre una jaula; se acuclilló para observar, apoyando la nariz en el alambre. En el interior, una larga criatura se movía en círculos, lanzando dentelladas a las paredes. Los dientes relucían, las zarpas raspaban el suelo, parecía un músculo tenso que no se relajaría hasta que matara y durmiera saciado, o hasta que muriera. Danny observó, percibiendo el poder de la bestia, experimentándolo como «él» lo sentía.
—El
Gulo luscus
es dos cosas: listo e insaciable —explicó Cormier—. He sabido de algunos que se aficionaban a la carne de ciervo, se ocultaban en los árboles y arrojaban sabrosos trozos de corteza para atraerlos, luego saltaban y desgarraban la yugular del ciervo hasta el gaznate. Una vez que huelen sangre, son implacables. He oído hablar de glotones acechando a pumas que resultaron heridos en luchas de apareamiento. Los atacan por detrás, les dan dentelladas y huyen, un poco de carne aquí y allá hasta que el puma casi muere desangrado. Cuando el pobre diablo está casi muerto,
Gulo
ataca frontalmente, arranca los ojos del puma y se los come como chicle.
Danny hizo una mueca, transponiendo la imagen: Martin Goines, «él», la criatura.
—Necesito mirar su registro. Todos los glotones que haya alquilado para películas o espectáculos circenses.
—Amigo —dijo Cormier—, no se puede alquilar un
Gulo
, aunque no me molestaría ganar dinero. Son mi pasión personal, los amo y los mantengo aquí porque realzan mi reputación de experto en mustélidos. Si usted alquila un
Gulo
, atacará a cualquier humano o animal que esté al alcance de sus dientes. Hace cinco o seis años me robaron uno, y mi único consuelo fue que el ladrón sin duda acabó destrozado.
Danny se puso alerta.
—Hábleme de eso. ¿Qué ocurrió?
Cormier extrajo el puro y lo acarició.
—En el verano del 42 yo trabajaba de noche en el Griffith Park, como zoólogo residente que investigaba los hábitos de los mustélidos nocturnos. Tenía una partida de glotones que estaban engordando a ojos vista. Comprendí que alguien debía de alimentarlos, y empecé a encontrar más restos de ratones y hámsters en las jaulas. Alguien usaba la portezuela de la comida para alimentar a mis glotones, y supuse que sería un chico del vecindario que había oído hablar de mi reputación y quería comprobarla por sí mismo. A decir verdad, no me molestaba. Al contrario, resultaba reconfortante tener a otro admirador del
Gulo
. Luego, a finales de julio, sucedió todo. Supe que había pasado porque no había más cadáveres inesperados en las jaulas y mis glotones recuperaron su peso normal. Pasó un año y medio, y una noche robaron a mi
Gulo
Otto. Me desternillé de risa. Otto era el peor. Si el ladrón logró conservarlo, estoy seguro de que Otto le dio unas buenas dentelladas. Llamé a los hospitales de la zona para ver si habían atendido a una víctima de mordeduras, pero no encontré nada. Otto no estaba.
Unas buenas dentelladas.
Danny pensó en los sedantes: un glotón dormido y robado, «él» con su propia mascota maligna. La pista podía funcionar. Miró de nuevo hacia la jaula; el glotón notó algo y arañó el alambre produciendo unos ruidos rechinantes.
Cormier rió y dijo:
—Juno, tú sí eres malo.
Danny acercó la cara al alambre, aspirando el aliento del animal. Dio las gracias a Cormier, se marchó y se dirigió al taller Joredco.
Esperaba una fachada de neón, una boca de animal abierta, los números de la dirección con forma de dientes. Se equivocaba: el laboratorio era sólo un edificio de estuco marrón claro, y el único anuncio era un discreto letrero sobre la puerta.
Danny aparcó delante y entró en una pequeña sala de recepción: una secretaria detrás de un escritorio, una centralita y calendarios ilustrados en las paredes: 1950 repetido doce veces, bellos animales salvajes representaban enero para tiendas locales de taxidermistas. La muchacha le sonrió.
Danny se presentó mostrando la placa.
—Me gustaría hablar con el encargado.
—¿Sobre?
—Sobre dientes de animales.
La muchacha tecleó un interfono y dijo:
—Un policía desea verlo, señor Carmichael.
Danny miró las imágenes de alces, osos, lobos y búfalos; reparó en un lustroso felino de montaña y pensó en un glotón acechándolo, matándolo a fuerza de persistencia.
Una puerta se abrió y apareció un hombre con un delantal blanco manchado de sangre.
—¿Señor Carmichael?
—Sí, señor…
—Soy el agente Upshaw.
—¿De qué se trata, agente?
—Se trata de dientes de glotón.
Ninguna reacción salvo la impaciencia. Obviamente el hombre deseaba volver a su trabajo.
—Entonces no puedo ayudarlo. Joredco es el único taller de Los Ángeles que confecciona dentaduras para animales, y nunca los hemos hecho para un glotón.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque los taxidermistas no embalsaman glotones. No son un artículo que la gente quiera como adorno de su casa o refugio. Trabajo aquí desde hace trece años y nunca me han pedido dientes de glotón.
Danny reflexionó.
—¿Alguien que hubiera aprendido aquí los rudimentos del oficio podría hacerlo?
—Sí, pero resultaría sangriento y muy tosco sin las herramientas apropiadas.
—Bien. Estoy buscando a un hombre a quien le gusta la sangre.
Carmichael se enjugó las manos en el delantal.
—Agente, ¿de qué se trata?
—Homicidio cuádruple. ¿Hasta cuándo llegan sus registros?
El «homicidio cuádruple» afectó a Carmichael. Parecía conmocionado a pesar de su adustez.
—Por Dios. Nuestros registros llegan hasta el 40, pero Joredco emplea casi siempre mujeres. No creerá usted…
Danny estaba pensando que Reynolds Loftis no se mancharía las manos en semejante lugar.
—Quizás. Hábleme de los hombres que trabajaron aquí.
—No fueron muchos. Con franqueza, las mujeres aceptan sueldos más bajos. Nuestro personal actual ha estado aquí durante años, y cuando tenemos pedidos urgentes contratamos a gente en paro y alumnos de las escuelas Lincoln y Belmont hacen las tareas de aprendiz. Durante la guerra, contratamos a muchos empleados temporales mediante este sistema.
Curiosamente, la conexión Joredco abría un camino, mientras el de Loftis se cerraba.
—Señor Carmichael, ¿tiene usted un plan médico para sus empleados regulares?
—Sí.
—¿Puedo ver los registros?
Carmichael se volvió a la recepcionista.
—Sally, deja que el agente no-sé-cuántos vea los archivos.
Danny pasó por alto el comentario desdeñoso. Carmichael volvió a cruzar la puerta y Sally le mostró un archivo.
—Viejo de mierda, con perdón de la expresión. Las fichas médicas están en el cajón de abajo, tanto los hombres como las mujeres. ¿No creerá que un verdadero asesino trabajó aquí, verdad?
Danny rió.
—No, pero quizá sí un verdadero monstruo.
Tardó una hora en examinar las fichas médicas.
Desde noviembre del 39 habían contratado a dieciséis hombres como mecánicos dentales. Tres eran japoneses, contratados al finalizar el confinamiento de japoneses en el 44; cuatro eran caucasianos y ahora tenían unos treinta y cinco años; tres eran blancos y eran de mediana edad; seis eran mexicanos. Los dieciséis hombres habían donado sangre, en una u otra ocasión, a la campaña anual de la Cruz Roja. Cinco de los dieciséis tenían sangre cero positivo, el grupo sanguíneo más común entre los seres humanos. Tres de los hombres eran mexicanos, dos eran japoneses, pero Joredco aún parecía una buena pista.
Danny fue al taller y pasó otra hora charlando con los mecánicos, hablándoles mientras extraían dientes de encías extirpadas de cabezas de ciervos y jabalíes de Catalina Island. Hizo preguntas sobre hombres altos y maduros de conducta extraña, jazz, heroína, sujetos obsesionados por los glotones. Olía la sangre y la infección dental y enfatizaba la conducta extraña entre los trabajadores temporales que iban y venían, deslizó insinuaciones acerca de un atractivo actor de Hollywood que podría haber llegado al éxito. Los técnicos respondían con indiferencia, negaban y continuaban trabajando, sólo podía obtener datos por eliminación: la mayoría de los braceros eran mexicanos, inmigrantes legales, que iban a las escuelas de Belmont y Lincoln sin tarjeta verde, veteranos de los mataderos de Vernon, donde el trabajo era aún más sangriento y la paga era peor que los míseros sueldos del señor Carmichael. Danny se fue pensando que Reynolds Loftis se desmayaría si entrara en Joredco, que lo del actor podía ser una relación puramente circunstancial. Pero Joredco-Cormier aún parecía promisorio, daba la impresión de que a «él» le encantaría el tufo a sangre y decadencia.
La temperatura había aumentado, y el calor resultaba aplastante después de una fuerte lluvia. Danny se sentó en el coche y transpiró las copas de la noche anterior. Pensó en el método por eliminación, pensó que las agencias de colocaciones no llevaban registros para eludir impuestos, que las oficinas de empleo de las escuelas secundarias eran pistas improbables que sin embargo debía seguir. Fue hasta la escuela Belmont, habló con la consejera de empleos, supo que sus registros sólo llegaban hasta el 45 y los comparó con las fichas de Joredco. Sumaban veintisiete, todos mexicanos y japoneses. Aunque sabía que la edad no encajaba, repitió el procedimiento en Lincoln: mexicanos, japoneses y un chico blanco retrasado mental contratado porque era tan fuerte como para levantar dos ciervos muertos al mismo tiempo. No le llevaba a ninguna parte. Pero por alguna razón, aún le parecía prometedor.