El gran desierto (45 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
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Mal le salió al encuentro en la escalinata, lo alzó riendo y lo balanceó en el aire. Stefan gritó de alegría, Celeste y «Maletín» apuraron el paso. Mal cargó a su hijo sobre el hombro, fue adentro deprisa y entró en el lavabo de caballeros. Sin aliento, dejó a Stefan en el suelo.

—Tu papá es capitán —le dijo. Hurgó en los bolsillos y sacó una de las insignias que Buzz le había regalado—. Tú también eres capitán. Recuerda eso. Recuérdalo si el abogado de tu madre empieza a hablarme con desprecio.

Stefan apretó los galones plateados; Mal advirtió que tenía ese aire de chico gordo desconcertado que ponía cuando Celeste lo atiborraba de comida checa repleta de fécula.

—¿Cómo estás? ¿Cómo te trata tu madre?

Stefan habló a trompicones, como si desde la separación lo hubieran obligado a hablar en checo constantemente.

—Mutti quiere que nosotros mudar. Dijo que nosotros irnos antes que ella se case con Rich-Richard.

Richard.

—No gusto Richard. Bueno con Mutti, pero malo con su perro.

Mal abrazó al chico.

—No lo permitiré. Esa mujer está loca y no permitiré que te lleve.

—Malcolm…

—Papá, Stefan.

—Papá, por favor no más golpes a Mutti. ¡Por favor!

Mal abrazó a Stefan con más fuerza, tratando de ahuyentar esas palabras desagradables para hacerle decir «Te quiero». Al estrecharlo advirtió que el chico parecía demasiado fofo, así como él había sido demasiado flaco cuando niño.

—Ssh. Nunca le pegaré de nuevo y nunca permitiré que te aleje de mí. Ssh.

La puerta se abrió; Mal oyó la voz de un viejo agente de la ciudad que trabajaba en la División 32 desde hacía una eternidad.

—Teniente Considine, el tribunal se está reuniendo y debo llevar al niño a la cámara.

Mal abrazó a Stefan por última vez.

—Ahora soy capitán, Stefan. Sigue a este hombre y te veré dentro.

Stefan también lo abrazó con fuerza.

El tribunal inició la sesión diez minutos después. Mal se sentó con Jake Kellerman a una mesa que estaba frente al juez; Celeste, su abogado y Stefan estaban sentados en sillas situadas en diagonal frente al banquillo de los testigos. El viejo agente salmodió:

—Se inicia la sesión bajo la presidencia del honorable Arthur F. Hardesty.

Mal se levantó.

—Dentro de un segundo el viejo dirá «Que los abogados se aproximen al estrado» —susurró Jake Kellerman—. Le pediré aplazamiento por un mes a partir de ahora, alegando tus deberes para con el gran jurado. Luego obtendremos otro plazo hasta que el jurado se reúna y haya aumentado tu reputación. Entonces te conseguiré a Greenberg.

Mal aferró el brazo de Kellerman.

—Jake, lógralo.

—Lo lograré —susurró Kellerman en voz muy baja—. Sólo reza para que un rumor que he oído no sea cierto.

El juez Arthur E Hardesty bajó el martillo.

—Que los abogados se aproximen al estrado.

Jake Kellerman y el abogado de Celeste se acercaron a Hardesty; Mal trató de oír, pero sólo captó murmullos. Jake parecía agitado. La reunión terminó con un martillazo, Kellerman regresó hecho una furia.

—Señor Considine —dijo Hardesty—, el requerimiento de su abogado para un aplazamiento de un mes ha sido denegado. A pesar de sus deberes como policía, sin duda usted encontrará tiempo suficiente para consultar con el señor Kellerman. Todas las partes se reunirán en esta cámara dentro de diez días, el lunes 22 de enero. Ambos litigantes deberán estar preparados para testificar. Señor Kellerman, señor Castleberry, asegúrense de que sus testigos están informados de la fecha y traigan todos los documentos que deseen presentar como pruebas. Esta sesión preliminar se da por concluida.

El juez bajó el martillo; Castleberry salió llevándose a Celeste y Stefan. El chico se volvió y le saludó con la mano, Mal le hizo la V de la victoria y trató de sonreír en vano. Su hijo desapareció en un santiamén; Kellerman dijo:

—Oí que Castleberry se enteró de tu ascenso y se enfureció. Según los rumores entregó las fotos tomadas en el hospital a uno de los empleados de Hardesty, quien se lo contó al juez. Mal, lo lamento y estoy furioso. Le contaré a Ellis lo que hizo Castleberry y me aseguraré de que ese canalla muerda el polvo.

Mal miró hacia el lugar donde su hijo se había despedido.

—Que ella muerda el polvo. Olvídate de los escrúpulos. Si Stefan ha de enterarse, que se entere. Hazla trizas.

28

Echando una ojeada al salón de Ellis Loew, Buzz hizo sus apuestas:

Veinte contra uno a que el gran jurado lograba condenar a muchos miembros de la UAES, veinte contra uno a que los estudios los echaban esgrimiendo la cláusula de traición antes de que el dictamen fuera oficial y que los Transportistas los reemplazarían en menos de veinticuatro horas. Si convencía a Mickey de que procediera con cautela, podría ganar un premio superior a la recompensa de Howard. Porque lo que sucedía en el pequeño puesto de mando de Loew le decía que los rojos estaban comprando billetes para el Gran Adiós.

Salvo las mesas y las sillas para los empleados, habían llevado todos los muebles al patio trasero. Archivos atiborrados de declaraciones de testigos voluntarios cubrían el hogar; había un panel de corcho clavado a la ventana, espacio para los informes de los cuatro investigadores del equipo: M. Considine, D. Smith, T. Meeks y D. Upshaw. Los formularios del capitán Mal —listas de preguntas destinadas a ciertos izquierdistas, entregadas y recogidas por funcionarios de la ciudad— formaban un voluminoso montón; los resúmenes de Dudley quintuplicaban ese grosor: acababa de transformar a catorce testigos hostiles en informadores voluntarios, lo cual les había proporcionado datos sobre más de cien implicados. Sus propios informes abarcaban seis páginas: Sammy Benavides follando con su hermana, Claire de Haven inyectándose heroína, Reynolds Loftis como cliente de bares de homosexuales; el resto era paja, pura cháchara comparada con los trabajos de Mal y Dudley. El material de Danny Upshaw abarcaba dos páginas de especulaciones personales y abrazos con Claire: él y el chico no mostraban gran empeño en su esfuerzo para destruir la Conspiración Comunista. Había mesas con cestos de «Entrada» y «Salida» para el intercambio de información, mesas para las pruebas fotográficas que estaba acumulando el loco Ed Satterlee, una enorme caja de cartón llena de nombres, fechas, organizaciones políticas y admisiones documentadas: comunistas, militantes y simpatizantes de la Madre Rusia que exigían el fin de Estados Unidos por medios limpios o sucios. Y —en el tramo más ancho de la pared desnuda— el gráfico de la conspiración preparado por Ed Satterlee, su instrumento para el gran jurado.

En una columna horizontal, el monopolio de cerebros de la UAES; en otra, los nombres de las organizaciones comunistas a las cuales pertenecían. En una columna vertical encima del gráfico, los nombres de testigos voluntarios y su «capacidad acusatoria» valorada en estrellas, con líneas que se entrecruzaban con los dirigentes y las organizaciones. Cada estrella indicaba la cantidad de días de intervención que merecía cada testigo voluntario según la evaluación de Satterlee, a partir del mero poder del tiempo, el lugar y los rumores: qué rojo iba adónde, decía qué, y qué rojo renegado estaba allí para escuchar. Era un asombroso, desconcertante, estupendo y abrumador acopio de información imposible de refutar.

Y seguía viendo a Danny Upshaw en apuros, vadeando basura, aunque el chico estaba del lado de los buenos.

Buzz salió al porche trasero. Durante horas había buscado formas de escapar con el pretexto de escribir informes; tres llamadas telefónicas habían solucionado los desaguisados de Audrey con las cuentas. Una para Mickey, contándole una rebuscada saga acerca de un apostador que había burlado a un anónimo recaudador que se acostaba con la hermana del apostador y no podía denunciarlo, aunque al fin el recaudador le había exigido los seis mil dólares que debía: en realidad, la cifra que Audrey le había birlado a Mick. La segunda para Petey Skouras, un recaudador discreto que por mil dólares aceptó hacer el papel de enamorado que al fin rectificaba sus errores; sabía que Johnny Stompanato husmearía en busca del nombre que Buzz se negaba a dar, lo descubriría y le arrancaría una confesión a golpes: la devolución del dinero garantizaba que ése sería su único castigo. La tercera para un prestamista independiente: siete mil dólares al veinte por ciento —debía devolver ocho mil cuatrocientos el 10 de abril—, con lo cual Audrey ya no tendría más problemas. Era el regalo de Buzz por los malos tragos de Audrey: Gene Niles sin cara en la cama. Dadas las circunstancias, el asunto de los comunistas era una bendición. Si no sucumbían a su mutua pasión, él y su leona podrían sobrevivir.

El chico seguía siendo el punto conflictivo de la partida.

Hacía doce horas que había examinado el apartamento de Niles. ¿Tendría que volver para dejar indicios de que Niles se había fugado? ¿Tendría que haber colocado alguna pista incriminatoria? Cuando lo echaran de menos, ¿supondría el Departamento que Niles era una manzana podrida de Dragna y olvidaría el asunto? ¿Lo acusarían del atentado con la bomba y presionarían a Mickey? ¿Sospecharían un asesinato y buscarían al asesino sin regatear esfuerzos?

Dudley Smith y Mike Breuning estaban al fondo del patio, de pie junto al sofá de Ellis Loew, abandonado bajo la lluvia porque el fiscal anteponía el deber a la comodidad. El sol despuntaba; Dudley lo señalaba riendo. Buzz vio nubarrones oscuros que se acercaban desde el mar. Pensó: arréglalo, arréglalo. Actúa como el capitán Mal le dijo al chico.

Actúa como un policía.

29

Danny abrió la puerta y encendió la luz. Las G sangrientas que imaginaba desde su visita al depósito de cadáveres se convirtieron en ese cuarto despojado y pulcro. Advirtió algo extraño. Examinó el cuarto por partes hasta que lo descubrió: la alfombra estaba arrugada cerca de la mesita, y él siempre la alisaba con el pie antes de salir.

Trató de recordar si lo había hecho esa mañana. Recordó haberse vestido de Ted Krugman, pasar de la desnudez a la cazadora de piel ante el espejo del cuarto de baño, recordó que había salido pensando en Felix Gordean mientras las palabras de Mal Considine —«Exprímelo, Danny»— le martilleaban en el cerebro. No recordaba su metódico gesto con la alfombra, quizá porque Ted K. no era meticuloso. Ninguna otra cosa parecía fuera de lugar, no había modo de que nadie irrumpiera en el apartamento de un policía…

Danny pensó en su archivo, corrió hacia el armario del vestíbulo y abrió la puerta. Estaba allí, las fotos y papeles intactos, cubiertos por alfombras viejas con las arrugas donde correspondía. Examinó el cuarto de baño, la cocina y el dormitorio, vio que todo estaba igual, se sentó junto al teléfono y hojeó el libro que acababa de comprar.

La familia de las comadrejas. Filosofía y hábitos
. Acababa de comprarlo en la librería Stanley Rose.

Capítulo 6, página 59: El glotón.

Miembro de la familia de las comadrejas, originario del Canadá, el noroeste del Pacífico y el norte del Medio Oeste de Estados Unidos. Peso, entre 20 y 25 kilos; el animal más feroz de la tierra. Temerario, capaz de atacar a animales de tamaño varias veces superior al suyo, capaz de alejar a osos y pumas de sus presas. No soportaba que otras criaturas disfrutaran de una buena comida y a menudo las atacaba para quedarse con las sobras. Equipada con un aparato digestivo de alta eficiencia: los glotones comían deprisa, digerían deprisa, defecaban deprisa y siempre tenían hambre; tenían un apetito descomunal, acorde con su carácter maligno. Esos pequeños canallas sólo querían matar, comer y ocasionalmente copular con otros miembros de su intratable raza.

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Gulo luscus
. Glotón.

El
alter ego
de un asesino que ansiaba morder, mutilar, violar, comer carne con un hambre inconmensurable: sexual y emocional. Un hombre que se identificaba totalmente con un animal obscenamente rapaz, una identidad asumida para vengar viejos agravios. Las mutilaciones animales constituían el medio concreto, la reconstrucción interior de lo que le hacían a él.

Danny observó las imágenes del final del libro, arrancó tres fotos del glotón, buscó en su archivo las fotos de Tamarind 2307 y formó un
collage
sobre la cama. Puso en el medio a esa criatura parecida a una comadreja, alumbró el conjunto de imágenes con la lámpara de pie, retrocedió, observó y reflexionó.

Una criatura gorda de pies anchos con ojos turbios y una piel parda y gruesa para protegerse del frío. Cola ondulada, hocico corto y puntiagudo, uñas afiladas y dientes largos y aguzados desnudos ante la cámara. Un chico feo y consciente de ello se desquitaba hiriendo a la gente a la que culpaba por volverlo así. Imágenes mientras se fundían el animal y el 2307: el asesino estaba desfigurado o creía estarlo; como los testigos presenciales indicaban que no tenía deformaciones faciales, quizá la mutilación estuviera en el cuerpo. El asesino pensaba que era feo y lo relacionaba con el sexo, de allí que Augie Duarte tuviera esa herida de la mejilla al hueso y el pene le asomara por la boca. Una gran deducción, puramente instintiva, pero que sabía sólida: «él» conocía al chico de la cara quemada, que era demasiado joven para ser el asesino, «él» se inspiraba o se excitaba con sus cicatrices, de ahí las heridas en la cara. Los asaltos con estaca cortante se estaban investigando en todos los puestos policiales de la ciudad, se estaban revisando los métodos de los ladrones de coches; le dijo a Jack Shortell que llamara a los criadores de animales salvajes, los proveedores de zoológicos, los cazadores y los mayoristas de pieles, compararlos con los mecánicos dentales y seguir adelante. Ladrón de casas, aficionado al jazz, proveedor de heroína, fabricante de dentaduras, ladrón de coches, amante de los animales, homosexual, pederasta, invertido, frecuentaba la compañía de prostitutos. Estaba esperando en alguna parte, un dato en un archivo policial, un desconcertado técnico dental que dijera: «Sí, recuerdo a ese sujeto.»

Danny escribió sus impresiones, pensando que Mike Breuning no había seguido a Augie Duarte, y que tal vez tampoco hubieran vigilado a los otros tres. El único motivo posible de Breuning era complacerlo, mantenerlo contento con el caso de homicidio para que fuera eficaz como infiltrado y complaciera a Dudley Smith en su cruzada anticomunista. Shortell había llamado a los otros tres, les había advertido sobre el peligro y trataba de organizar entrevistas: Jack era ahora el único policía en quien podía confiar, y tantearía a los «muchachos» de Dudley para ver si los tres «amigos» de Gordean habían estado bajo vigilancia. El había observado la agencia de Gordean buscando más matrículas, más víctimas potenciales, más información y tal vez a Gordean a solas para presionarlo, pero el garaje había permanecido vacío, el alcahuete no había aparecido y no observó movimiento en la oficina. Quizá la lluvia hubiera ahuyentado a «clientes» y «amigos». Y tenía que interrumpir la vigilancia para ver a Claire de Haven.

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