El general en su laberinto (5 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

BOOK: El general en su laberinto
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La mula que le estaba reservada era la mejor de una recua de cien que un comerciante español le había dado al gobierno a cambio de la destrucción de su sumario de cuatrero. El general tenía ya la bota en el estribo que le ofreció el palafrenero, cuando el ministro de guerra y marina lo llamó: «Excelencia». El permaneció inmóvil, con el pie en el estribo, y agarrado de la silla con las dos manos.

«Quédese», le dijo el ministro, «y haga un último sacrificio por salvar la patria».

«No, Herrán», replicó él, «ya no tengo patria por la cual sacrificarme».

Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran. El único que tuvo bastante lucidez para saber que en realidad se iba, y para dónde se iba, fue el diplomático inglés que escribió en un informe oficial a su gobierno: «El tiempo que le queda le alcanzará a duras penas para llegar a la tumba».

III

La primera jornada había sido la más ingrata, y lo habría sido incluso para alguien menos enfermo que él, pues llevaba el humor pervertido por la hostilidad larvada que percibió en las calles de Santa Fe la mañana de la partida. Apenas empezaba a clarear entre la llovizna, y sólo encontró a su paso algunas vacas descarriadas, pero el encono de sus enemigos se sentía en el aire. A pesar de la previsión del gobierno, que había ordenado conducirlo por las calles menos usuales, el general alcanzó a ver algunas de las injurias pintadas en las paredes de los conventos.

José Palacios cabalgaba a su lado, vestido como siempre, aun en el fragor de las batallas, con la levita sacramental, el prendedor de topacio en la corbata de seda, los guantes de cabritilla, y el chaleco de brocado con las dos leontinas cruzadas de sus relojes gemelos. Las guarniciones de su montura eran de plata del Potosí, y sus espuelas eran de oro, por lo cual lo habían confundido con el presidente en más de dos aldeas de los Andes. Sin embargo, la diligencia con que atendía hasta los mínimos deseos de su señor hacía impensable cualquier confusión. Lo conocía y lo quería tanto que padecía en carne propia aquel adiós de fugitivo, en una ciudad que solía convertir en fiestas patrias el mero anuncio de su llegada. Apenas tres años antes, cuando regresó de las áridas guerras del sur abrumado por la mayor cantidad de gloria que ningún americano vivo o muerto había merecido jamás, fue objeto de una recepción espontánea que hizo época. Eran todavía los tiempos en que la gente se agarraba del bozal de su caballo y lo paraba en la calle para quejarse de los servicios públicos o de los tributos fiscales, o para pedirle mercedes, o sólo para sentir de cerca el resplandor de la grandeza. El prestaba tanta atención a esos reclamos callejeros como a los asuntos más graves del gobierno, con un conocimiento sorprendente de los problemas domésticos de cada uno, o del estado de sus negocios, o de los riesgos de la salud, y a todo el que hablaba con él le quedaba la impresión de haber compartido por un instante los deleites del poder.

Nadie hubiera creído que él fuera el mismo de entonces, ni que fuera la misma aquella ciudad taciturna que abandonaba para siempre con precauciones de forajido. En ninguna parte se había sentido tan forastero como en aquellas callecitas yertas con casas iguales de tejados pardos y jardines íntimos con flores de buen olor, donde se cocinaba a fuego lento una comunidad aldeana, cuyas maneras relamidas y cuyo dialecto ladino servían más para ocultar que para decir. Y sin embargo, aunque entonces le pareciera una burla de la imaginación, era ésa la misma ciudad de brumas y soplos helados que él había escogido desde antes de conocerla para edificar su gloria, la que había amado más que a ninguna otra, y la había idealizado como centro y razón de su vida y capital de la mitad del mundo.

IV

A la hora de las cuentas finales él mismo parecía ser el más sorprendido de su propio descrédito. El gobierno había apostado guardias invisibles aun en los lugares de menor peligro, y esto impidió que le salieran al paso las gavillas coléricas que lo habían ejecutado en efigie la tarde anterior, pero en todo el trayecto se oyó un mismo grito distante: «¡Longaniiiizo!». La única alma que se apiadó de él fue una mujer de la calle que le dijo al pasar:

«Ve con Dios, fantasma».

Nadie dio muestras de haberla oído. El general se sumergió en una cavilación sombría, y siguió cabalgando, ajeno al mundo, hasta que salieron a la sabana espléndida. En el sitio de Cuatro Esquinas, donde empezaba el camino empedrado, Manuela Sáenz esperó el paso de la comitiva, sola y a caballo, y le hizo al general desde lejos un último adiós con la mano. Él le correspondió de igual modo, y prosiguió la marcha. Nunca más se vieron.

La llovizna cesó poco después, el cielo se tornó de un azul radiante, y dos volcanes nevados permanecieron inmóviles en el horizonte por el resto de la jornada. Pero esta vez él no dio muestras de su pasión por la naturaleza, ni se fijó en los pueblos que atravesaban a trote sostenido, ni en los adioses que les hacían al pasar sin reconocerlos. Con todo, lo que más insólito pareció a sus acompañantes fue que no tuviera ni una mirada de ternura para las caballadas magníficas de los muchos criaderos de la sabana, que según había dicho tantas veces era la visión que más amaba en el mundo.

En la población de Facatativá, donde durmieron la primera noche, el general se despidió de los acompañantes espontáneos y prosiguió el viaje con su séquito. Eran cinco, además de José Palacios: el general José María Carreño, con el brazo derecho cercenado por una herida de guerra; su edecán irlandés, el coronel Belford Hinton Wilson, hijo de sir Robert Wilson, un general veterano de casi todas las guerras de Europa; Fernando, su sobrino, edecán y escribano con el grado de teniente, hijo de su hermano mayor, muerto en un naufragio durante la primera república; su pariente y edecán, el capitán Andrés Ibarra, con el brazo derecho baldado por un corte de sable que sufrió dos años antes en el asalto del 25 de septiembre, y el coronel José de la Cruz Paredes, probado en numerosas campañas de la independencia. La guardia de honor estaba compuesta por cien húsares y granaderos escogidos entre los mejores del contingente venezolano.

José Palacios tenía un cuidado especial con dos perros que habían sido tomados como botín de guerra en el Alto Perú. Eran hermosos y valientes, y habían sido guardianes nocturnos de la casa de gobierno de Santa Fe hasta que dos de sus compañeros fueron muertos a cuchillo la noche del atentado. En los interminables viajes de Lima a Quito, de Quito a Santa Fe, de Santa Fe a Caracas, y otra vez de vuelta a Quito y Guayaquil, los dos perros habían cuidado la carga caminando al paso de la recua. En el último viaje de Santa Fe a Cartagena hicieron lo mismo, a pesar de que esa vez la carga no era tanta, y estaba custodiada por la tropa.

El general había amanecido de mal humor en Facatativá, pero fue mejorando a medida que descendían de la planicie por un sendero de colinas ondulantes, y el clima se atemperaba y la luz se hacía menos tersa. En varias ocasiones lo invitaron a descansar, preocupados por el estado de su cuerpo, pero él prefirió seguir sin almorzar hasta la tierra caliente. Decía que el paso del caballo era propicio para pensar, y viajaba durante días y noches cambiando varias veces de montura para no reventarla. Tenía las piernas cascorvas de los jinetes viejos y el modo de andar de los que duermen con las espuelas puestas, y se le había formado alrededor del sieso un callo escabroso como una penca de barbero, que le mereció el apodo honorable de Culo de Fierro. Desde que empezaron las guerras de independencia había cabalgado dieciocho mil leguas: más de dos veces la vuelta al mundo. Nadie desmintió nunca la leyenda de que dormía cabalgando.

Pasado el mediodía, cuando ya empezaban a sentir el vaho caliente que subía de las cañadas, se concedieron una pausa para reposar en el claustro de una misión. Los atendió la superiora en persona, y un grupo de novicias indígenas les repartió mazapanes recién sacados del horno y un masato de maíz granuloso y a punto de fermentar. Al ver la avanzada de soldados sudorosos y vestidos sin ningún orden, la superiora debió pensar que el coronel Wilson era el oficial de mayor graduación, tal vez porque era apuesto y rubio y tenía el uniforme mejor guarnecido, y se ocupó sólo de él con una deferencia muy femenina que provocó comentarios malignos.

José Palacios no desaprovechó el equívoco para que su señor descansara a la sombra de las ceibas del claustro, envuelto en una manta de lana para sudar la fiebre. Así permaneció sin comer y sin dormir, oyendo entre brumas las canciones de amor del repertorio criollo que las novicias cantaron acompañadas con un arpa por una monja mayor. Al final, una de ellas recorrió el claustro con un sombrero pidiendo limosnas para la misión. La monja del arpa le dijo al pasar: «No le pidas al enfermo». Pero la novicia no le hizo caso. El general, sin mirarla siquiera, le dijo con una sonrisa amarga: «Para limosnas estoy yo, hija». Wilson dio una de su faltriquera personal, con una prodigalidad que mereció la burla cordial de su jefe: «Ya ve lo que cuesta la gloria, coronel». El mismo Wilson manifestó más tarde su sorpresa de que nadie en la misión ni en el resto del camino hubiera reconocido al hombre más conocido de las repúblicas nuevas. También para éste, sin duda, fue una lección extraña.

«Ya no soy yo», dijo.

La segunda noche la pasaron en una antigua factoría de tabaco convertida en albergue de caminantes, cerca de la población de Guaduas, donde se quedaron esperándolos para un acto de desagravio que él no quiso sufrir. La casa era inmensa y tenebrosa, y el paraje mismo causaba una rara congoja, por la vegetación brutal y el río de aguas negras y escarpadas que se desbarrancaban hasta los platanales de las tierras calientes con un estruendo de demolición. El general lo conocía, y desde la primera vez que pasó por allí había dicho: «Si yo tuviera que hacerle a alguien una emboscada matrera, escogería este lugar». Lo había evitado en otras ocasiones, sólo porque le recordaba a Berruecos, un paso siniestro en el camino de Quito que aun los viajeros más temerarios preferían eludir. En una ocasión había acampado dos leguas antes contra el criterio de todos, porque no se creía capaz de soportar tanta tristeza. Pero esta vez, a pesar del cansancio y la fiebre, le pareció de todos modos más soportable que el ágape de condolencias con que estaban esperándolo sus azarosos amigos de Guaduas.

Al verlo llegar en condiciones tan penosas, el dueño del hostal le había sugerido llamar a un indio de una vereda cercana que curaba con sólo oler una camisa sudada por el enfermo, a cualquier distancia y aunque no lo hubiera visto nunca. Él se burló de su credulidad, y prohibió que alguno de los suyos intentara cualquier clase de tratos con el indio taumaturgo. Si no creía en los médicos, de los cuales decía que eran unos traficantes del dolor ajeno, menos podía esperarse que confiara su suerte a un espiritista de vereda. Al final, como una afirmación más de su desdén por la ciencia médica, despreció el buen dormitorio que le habían preparado por ser el más conveniente para su estado, y se hizo colgar la hamaca en la amplia galería descubierta que daba sobre la cañada, donde pasaría la noche expuesto a los riesgos del sereno.

No había tomado en todo el día nada más que la infusión del amanecer, pero no se sentó a la mesa sino por cortesía con sus oficiales. Aunque se conformaba mejor que nadie a los rigores de la vida en campaña, y era poco menos que un asceta del comer y el beber, gustaba y conocía de las artes de la cava y la cocina como un europeo refinado, y desde su primer viaje había aprendido de los franceses la costumbre de hablar de comida mientras comía. Aquella noche sólo se bebió media copa de vino tinto y probó por curiosidad el guiso de venado, para comprobar si era cierto lo que decía el dueño y confirmaron sus oficiales: que la carne fosforescente tenía un sabor de jazmín. No dijo más de dos frases en la cena, ni las dijo con más aliento que las muy pocas que había dicho en el curso del viaje, pero todos apreciaron su esfuerzo por endulzar con una cucharadita de buenas maneras el vinagre de sus desgracias públicas y su mala salud. No había vuelto a decir una palabra de política ni había evocado ninguno de los incidentes del sábado, un hombre que no lograba superar el reconcomio de la inquina muchos años después del agravio.

Antes que acabaran de comer pidió permiso para levantarse, se puso el camisón y el gorro de dormir tiritando de fiebre, y se derrumbó en la hamaca. La noche era fresca, y una enorme luna anaranjada empezaba a alzarse entre los cerros, pero él no tenía humor para verla. Los soldados de la escolta, a pocos pasos de la galería, rompieron a cantar a coro canciones populares de moda. Por una vieja orden suya acampaban siempre cerca de su dormitorio, como las legiones de Julio César, para que él conociera sus pensamientos y sus estados de ánimo por sus conversaciones nocturnas. Sus caminatas de insomne lo habían llevado muchas veces hasta los dormitorios de campaña, y no pocas había visto el amanecer cantando con los soldados canciones de cuartel con estrofas de alabanza o de burla improvisadas al calor de la fiesta. Pero aquella noche no pudo soportar los cantos y ordenó que los hicieran callar. El estropicio eterno del río entre las rocas, magnificado por la fiebre, se incorporó al delirio.

«¡La pinga!», gritó. «Si al menos pudiéramos pararlo un minuto».

Pero no: ya no podía parar el curso de los ríos. José Palacios quiso calmarlo con uno de los tantos paliativos que llevaban en el botiquín, pero él lo rechazó. Esa fue la primera vez en que le oyó decir su frase recurrente: «Acabo de renunciar al poder por un vomitivo mal recetado, y no estoy dispuesto a renunciar también a la vida». Años antes había dicho lo mismo, cuando otro médico le curó unas fiebres tercianas con un brebaje arsenical que estuvo a punto de matarlo de disentería. Desde entonces, las únicas medicinas que aceptó fueron las píldoras purgantes que tomaba sin reticencias varias veces por semana para su estreñimiento obstinado, y una lavativa de sen para los retrasos más críticos.

Poco después de la medianoche, agotado por el delirio ajeno, José Palacios se tendió en los ladrillos pelados del piso y se quedó dormido. Cuando despertó, el general no estaba en la hamaca, y había dejado en el suelo la camisa de dormir ensopada en sudor. No era raro. Tenía la costumbre de abandonar el lecho, y deambular desnudo hasta el amanecer para entretener el insomnio cuando no había nadie más en la casa. Pero esa noche había razones de más para temer por su suerte, pues acababa de vivir un mal día, y el tiempo fresco y húmedo no era el mejor para pasear a la intemperie. José Palacios lo buscó con una manta en la casa iluminada por el verde lunar, y lo encontró acostado en un poyo del corredor, como una estatua yacente sobre un túmulo funerario. El general se volvió con una mirada lúcida en la que no quedaba ni un vestigio de fiebre.

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