El general en su laberinto (9 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

BOOK: El general en su laberinto
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VI

La última noche de Honda abrieron la fiesta con el valse de la victoria, y él esperó en la hamaca a que lo repitieran. Pero en vista de que no lo repetían se levantó de golpe, se puso la misma ropa de montar que había usado en la excursión a las minas, y se presentó en el baile sin ser anunciado. Bailó casi tres horas, haciendo repetir la pieza cada vez que cambiaba de pareja, tratando quizás de reconstituir el esplendor de antaño con las cenizas de sus nostalgias. Lejos quedaban los años ilusorios en que todo el mundo caía rendido, y sólo él seguía bailando hasta el amanecer con la última pareja en el salón desierto. Pues el baile era para él una pasión tan dominante, que bailaba sin pareja cuando no la había, o bailaba solo la música que él mismo silbaba, y expresaba sus grandes júbilos subiéndose a bailar en la mesa del comedor. La última noche de Honda tenía ya las fuerzas tan disminuidas, que debía restablecerse en los intermedios aspirando los vapores del pañuelo embebido en agua de colonia, pero bailó con tanto entusiasmo y con una maestría tan juvenil, que sin habérselo propuesto desbarató las versiones de que estaba enfermo de muerte.

Poco después de la medianoche, cuando regresó a casa, le anunciaron que una mujer lo esperaba en la sala de visitas. Era elegante y altiva, y exhalaba una fragancia primaveral. Estaba vestida de terciopelo, con mangas hasta los puños y botas de montar del cordobán más delicado, y llevaba un sombrero de dama medieval con un velo de seda. El general le hizo una reverencia formal, intrigado por el modo y la hora de la visita. Sin decir una palabra, ella puso a la altura de sus ojos un relicario que colgaba de su cuello con una larga cadena, y él lo reconoció asombrado.

«¡Miranda Lyndsay!», dijo.

«Soy yo», dijo ella, «aunque ya no la misma».

La voz grave y cálida, como de violonchelo, perturbada apenas por un leve rastro de su inglés materno, debió avivar en él recuerdos irrepetibles. Hizo retirar con una señal de la mano al centinela de servicio que lo cuidaba desde la puerta, y se sentó frente a ella, tan cerca de ella que casi se tocaban las rodillas, y le tomó las manos.

Se habían conocido quince años antes en Kingston, donde él sobrellevaba su segundo exilio, durante un almuerzo casual en casa del comerciante inglés Maxwell Hyslop. Ella era la hija única de sir London Lyndsay, un diplomático inglés jubilado en un ingenio azucarero de Jamaica para escribir unas memorias en seis tomos que nadie leyó. A pesar de la belleza ineludible de Miranda, y del corazón fácil del joven proscrito, éste estaba entonces demasiado inmerso en sus sueños, y muy pendiente de otra para fijarse en nadie.

Ella había de recordarlo siempre como un hombre que parecía mucho mayor de sus treinta y dos años, óseo y pálido, con patillas y bigotes ásperos de mulato, y el cabello largo hasta los hombros. Estaba vestido a la inglesa, como los jóvenes de la aristocracia criolla, con corbata blanca y una casaca demasiado gruesa para el clima, y la gardenia de los románticos en el ojal. Vestido así, en una noche libertina de 1810, una puta galante lo había confundido con un pederasta griego en un burdel de Londres.

Lo más memorable de él, para bien o para mal, eran los ojos alucinados y el habla inagotable y agotadora con una voz crispada de pájaro de rapiña. Lo más extraño era que mantenía la vista baja y atrapaba la atención de sus comensales sin mirarlos de frente. Hablaba con la cadencia y la dicción de las islas Canarias, y con las formas cultas del dialecto de Madrid, alternado aquel día con un inglés primario pero comprensible, en honor de dos invitados que no entendían el castellano.

Durante el almuerzo no le prestó atención a nadie más que a sus propios fantasmas. Habló sin reposo, con un estilo docto y declamatorio, soltando sentencias proféticas todavía sin cocinar, muchas de las cuales estarían en una proclama épica publicada días después en un periódico de Kingston, y que la historia había de consagrar como
La
Carta de Jamaica
. «No son los españoles, sino nuestra propia desunión lo que nos ha llevado de nuevo a la esclavitud», dijo. Hablando de la grandeza, los recursos y los talentos de América, repitió varias veces: «Somos un pequeño género humano». De regreso a casa, su padre le preguntó a Miranda cómo era el conspirador que tanto inquietaba a los agentes españoles de la isla, y ella lo redujo a una frase: «
He feels he's Bonaparte
».

Días después él recibió un mensaje insólito, con instrucciones minuciosas para que fuera a encontrarse con ella el sábado siguiente a las nueve de la noche, solo y de a pie, en un lugar deshabitado. Aquel desafío no ponía en riesgo sólo su vida, sino la suerte de las Américas, pues él era entonces la última reserva de una insurrección liquidada. Después de cinco años de una independencia azarosa, España acababa de reconquistar los territorios del virreinato de la Nueva Granada y la capitanía general de Venezuela, que no resistieron la embestida feroz del general Pablo Morillo, llamado El Pacificador. El mando supremo de los patriotas había sido eliminado con la fórmula simple de ahorcar a todo el que supiera leer y escribir.

De la generación de criollos ilustrados que sembraron la semilla de la independencia desde México hasta el Río de La Plata, él era el más convencido, el más tenaz, el más clarividente, y el que mejor conciliaba el ingenio de la política con la intuición de la guerra. Vivía en una casa alquilada de dos habitaciones, con sus ayudantes militares, con dos antiguos esclavos adolescentes que seguían sirviéndole después de ser manumitidos, y con José Palacios. Escaparse a pie para una cita incierta, de noche y sin escolta, era no sólo un riesgo inútil sino una insensatez histórica. Pero con todo lo que él apreciaba su vida y su causa, cualquier cosa le parecía menos tentadora que el enigma de una mujer hermosa.

Miranda lo esperó a caballo en el lugar previsto, también sola, y lo condujo en ancas por un sendero invisible. Había amenazas de lluvia con relámpagos y truenos remotos en el mar. Una partida de perros oscuros se enredaban en las patas del caballo, latiendo en las tinieblas, pero ella los mantenía a raya con los arrullos tiernos que iba murmurando en inglés. Pasaron muy cerca del ingenio azucarero donde sir London Lyndsay escribía los recuerdos que nadie más que él había de recordar, vadearon un arroyo de piedras y penetraron del otro lado en un bosque de pinos, al fondo del cual había una ermita abandonada. Allí desmontaron, y ella lo condujo de la mano a través del oratorio oscuro hasta la sacristía en ruinas, apenas alumbrada por una antorcha clavada en el muro, y sin más muebles que dos troncos esculpidos a golpes de hacha. Sólo entonces se vieron las caras. Él iba en mangas de camisa, y con el cabello amarrado en la nuca con una cinta como una cola de caballo, y Miranda lo encontró más juvenil y atractivo que en el almuerzo.

Él no tomó ninguna iniciativa, pues su método de seducción no obedecía a ninguna pauta, sino que cada caso era distinto, y sobre todo el primer paso. «En los preámbulos del amor ningún error es corregible», había dicho. En esa ocasión debió ir convencido de que todos los obstáculos estaban sorteados de antemano, puesto que la decisión había sido de ella.

Se equivocó. Además de su belleza, Miranda tenía una dignidad difícil de eludir, así que transcurrió un buen tiempo antes de que él comprendiera que también esa vez debía tomar la iniciativa. Ella lo había invitado a sentarse, y lo hicieron igual que habían de hacerlo en Honda quince años después, el uno enfrente del otro en los troncos tallados, y tan cerca que casi se tocaban las rodillas. Él la tomó de las manos, la atrajo hacia sí, y trató de besarla. Ella lo dejó acercarse hasta sentir el calor de su aliento, y apartó la cara.

«Todo se hará a su tiempo», dijo.

La misma frase puso término a las reiteradas tentativas que él emprendió después. A la medianoche, cuando la lluvia empezó a filtrarse por las troneras del techo, seguían sentados el uno frente al otro, cogidos de las manos, mientras él recitaba un poema suyo que por aquellos días estaba componiendo en la memoria. Eran octavas reales bien medidas y bien rimadas, en las cuales se mezclaban requiebros de amor y fanfarrias de guerra. Ella se conmovió, y citó tres nombres tratando de adivinar el del autor.

«Es de un militar», dijo él.

«¿Militar de guerra o militar de salón?», preguntó ella.

«De ambas cosas», dijo él. «El más grande y solitario que ha existido jamás».

Ella recordó lo que le había dicho a su padre después del almuerzo del señor Hyslop.

«Sólo puede ser Bonaparte», dijo.

«Casi», dijo el general, «pero la diferencia moral es enorme, porque el autor del poema no permitió que lo coronaran».

Con el paso de los años, a medida que le llegaran nuevas noticias suyas, ella había de preguntarse cada vez con más asombro si él había sido consciente de que aquella travesura de su ingenio era la prefiguración de su propia vida. Pero esa noche no lo sospechó siquiera, pendiente del compromiso casi imposible de retenerlo sin resentirlo, y sin capitular ante sus asaltos, más apremiantes a medida que se acercaba el alba. Llegó hasta permitirle algunos besos casuales, pero nada más.

«Todo se hará a su tiempo», le decía.

«A las tres de la tarde me voy para siempre en el paquete de Haití», dijo él.

Ella le desbarató la astucia con una risa encantadora.

«En primer término, el paquete no sale hasta el viernes», dijo. «Y además, el pastel que usted encargó ayer a la señora Turner tiene que llevarlo esta noche a su cena con la mujer que más me odia en este mundo».

La mujer que más la odiaba en este mundo se llamaba Julia Cobier, una dominicana hermosa y rica, también desterrada en Jamaica, en cuya casa, según decían, él se había quedado a dormir más de una vez. Esa noche iban a celebrar solos el cumpleaños de ella.

«Está usted mejor informada que mis espiones», dijo él.

«¿Y por qué no pensar más bien que soy una de sus espionas?», dijo ella.

Él no lo entendió hasta las seis de la mañana, cuando volvió a su casa y encontró a su amigo Félix Amestoy, muerto y desangrado en la hamaca donde él hubiera estado de no haber sido por la falsa cita de amor. Lo había vencido el sueño mientras esperaba que él volviera para darle un mensaje urgente, y uno de los sirvientes manumisos, pagado por los españoles, lo mató de once puñaladas creyendo que era él. Miranda había conocido los planes del atentado y no se le ocurrió nada más discreto para impedirlo. El intentó agradecérselo en persona, pero ella no respondió a sus recados. Antes de irse para Puerto Príncipe en una goleta corsaria, le mandó con José Palacios el precioso relicario que había heredado de su madre, acompañado de un billete con una sola línea sin firma:

«Estoy condenado a un destino de teatro».

Miranda no olvidó ni pudo entender jamás aquella frase hermética del joven guerrero que en los años siguientes volvió a su tierra con la ayuda del presidente de la república libre de Haití, el general Alexandre Pétion, cruzó los Andes con una montonera de llaneros descalzos, derrotó a las armas realistas en el puente de Boyacá, y liberó por segunda vez y para siempre a la Nueva Granada, luego a Venezuela, su tierra natal, y por fin a los abruptos territorios del sur hasta los límites con el imperio del Brasil. Ella siguió sus trazas, sobre todo por los relatos de viajeros que no se cansaban de contar sus hazañas. Resuelta la independencia de las antiguas colonias españolas, Miranda se casó con un agrimensor inglés que cambió de oficio y se radicó en la Nueva Granada para implantar en el valle de Honda las cepas de caña de azúcar de Jamaica. Allí estaba el día anterior, cuando oyó decir que su viejo conocido, el proscrito de Kingston, andaba a sólo tres leguas de su casa. Pero llegó a las minas cuando el general había emprendido ya el regreso a Honda, y tuvo que cabalgar media jornada más para alcanzarlo.

No lo hubiera reconocido en la calle sin las patillas ni el bigote juvenil y con el cabello blanco y escaso, y con aquel aspecto de desorden final que le causó la impresión sobre-cogedora de estar hablando con un muerto. Miranda llevaba el propósito de quitarse el velo para hablar con él, una vez sorteado el riesgo de ser reconocida en la calle, pero se lo impidió el horror de que también él descubriera en su cara los estragos del tiempo. Apenas terminados los formalismos iniciales, ella fue directo a sus asuntos:

«Vengo a suplicarle un favor».

«Soy todo suyo», dijo él.

«El padre de mis cinco hijos cumple una larga condena por haber matado a un hombre», dijo ella.

«¿Con honor?»

«En duelo franco», dijo ella, y explicó en seguida: «Por celos».

«Infundados, por supuesto», dijo él,

«Fundados», dijo ella.

Pero ahora todo pertenecía al pasado, él incluso, y lo único que ella le pedía por caridad era que interpusiera su poder para ponerle término al cautiverio del esposo. Él no acertó a decir más que la verdad:

«Estoy enfermo y desvalido, como usted puede ver, pero no hay nada en este mundo que no sea capaz de hacer por usted».

Hizo entrar al capitán Ibarra para que tomara las notas del caso, y prometió cuanto estuviera al alcance de su poder menguado para conseguir el indulto. Esa misma noche intercambió ideas con el general Posada Gutiérrez, en reserva absoluta y sin dejar nada escrito, pero todo quedó pendiente hasta conocer la índole del nuevo gobierno. Acompañó a Miranda hasta el pórtico de la casa donde la esperaba una escolta de seis manumisos, y la despidió con un beso en la mano.

«Fue una noche feliz», dijo ella.

Él no resistió la tentación:

«¿Esta o aquélla?»

«Ambas», dijo ella.

Montó en un caballo de refresco, de buena estampa y enjaezado como el de un virrey, y se fue a todo galope sin volver a mirarlo. Él esperó en el portal hasta que dejó de verla en el fondo de la calle, pero seguía viéndola en sueños cuando José Palacios lo despertó al amanecer para emprender el viaje por el río.

Hacía siete años que él le había concedido un privilegio especial al comodoro alemán Juan B. Elbers, para que iniciara la navegación a vapor. Él mismo había ido en uno de sus buques desde Barranca Nueva hasta Puerto Real, camino de Ocaña, y había reconocido que era un modo de viajar cómodo y seguro. Sin embargo, el comodoro Elbers consideraba que el negocio no valía la pena si no estaba respaldado por un privilegio exclusivo, y el general Santander se lo concedió sin condiciones cuando estaba encargado de la presidencia. Dos años después, investido con poderes absolutos por el congreso nacional, el general desbarató el acuerdo con una de sus frases proféticas: «Si les dejamos el monopolio a los alemanes terminarán traspasándolo a los Estados Unidos». Más tarde declaró la total libertad de la navegación fluvial en todo el país. De modo que cuando quiso conseguir un buque de vapor para el caso de que decidiera viajar, se encontró con dilaciones y circunloquios que se parecían demasiado a la venganza, y a la hora de irse tuvo que conformarse con los champanes de siempre.

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