El general en su laberinto (20 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Novela Histórica, Narrativa

BOOK: El general en su laberinto
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Desde que se mudó al Pie de la Popa, el general no volvió más de tres veces al recinto amurallado, y fue sólo a posar para Antonio Meucci, un pintor italiano que estaba de paso en Cartagena. Se sentía tan débil que debía posar sentado en la terraza interior de la mansión del marqués, entre las flores salvajes y el jolgorio de los pájaros, y de todos modos no podía estar inmóvil más de una hora. El retrato le gustó, aunque era evidente que el artista lo había visto con demasiada compasión.

El pintor granadino José María Espinosa lo había pintado en la casa de gobierno de Santa Fe poco antes del atentado de septiembre, y el retrato le pareció tan diferente de la imagen que tenía de sí mismo, que no pudo resistir el impulso de desahogarse con el general Santana, su secretario de entonces.

«¿Sabe usted a quién se parece este retrato?», le dijo. «A aquel viejo Olaya, el de La Mesa».

Cuando Manuela Sáenz lo supo se mostró escandalizada, pues conocía al anciano de La Mesa.

«Me parece que usted se está queriendo muy poco», le dijo ella. «Olaya tenía casi ochenta años la última vez que lo vimos, y no podía tenerse en pie».

El más antiguo de sus retratos era una miniatura anónima pintada en Madrid cuando tenía dieciséis años. A los treinta y dos le hicieron otro en Haití, y los dos eran fieles a su edad y a su índole caribe. Tenía una línea de sangre africana, por un tatarabuelo paterno que tuvo un hijo con una esclava, y era tan evidente en sus facciones que los aristócratas de Lima lo llamaban El Zambo. Pero a medida que su gloria aumentaba, los pintores iban idealizándolo, lavándole la sangre, mitificándolo, hasta que lo implantaron en la memoria oficial con el perfil romano de sus estatuas. En cambio el retrato de Espinosa no se parecía a nadie más que a él, a los cuarenta y cinco años, y ya carcomido por la enfermedad que se empeñó en ocultar y en ocultarse incluso a sí mismo hasta las vísperas de la muerte.

Una noche de lluvias, al despertar de un sueño intranquilo en la casa del Pie de la Popa, el general vio una criatura evangélica sentada en un rincón del dormitorio, con la túnica de cañamazo crudo de una congregación laica y el cabello adornado con una corona de cocuyos luminosos. Durante la colonia, los viajeros europeos se sorprendían de ver a los indígenas iluminándose el camino con un frasco lleno de cocuyos. Éstos fueron más tarde una moda republicana de las mujeres que los usaban como guirnaldas encendidas en el cabello, como diademas de luz en la frente, como broches fosforescentes en el pecho. La muchacha que entró aquella noche en el dormitorio los tenía cosidos en una vincha que le iluminaba el rostro con un resplandor fantasmal. Era lánguida y misteriosa, tenía el cabello entrecano a los veinte años, y él descubrió de inmediato los destellos de la virtud que más apreciaba en una mujer: la inteligencia sin desbravar. Había llegado al campamento de los granaderos ofreciéndose por cualquier cosa, y al oficial de turno le pareció tan rara que la mandó con José Palacios por si le interesaba para el general. El la invitó a que se acostara a su lado, pues no se sintió con fuerzas para llevarla en brazos a la hamaca. Ella se quitó la vincha, guardó los cocuyos en el interior de un trozo de caña de azúcar que llevaba consigo, y se acostó a su lado. Al cabo de una conversación desperdigada, el general se atrevió a preguntarle qué pensaban de él en Cartagena.

«Dicen que Su Excelencia está bien, pero que se hace el enfermo para que le tengan lástima», dijo ella.

Él se quitó la camisa de dormir y le pidió a la muchacha que lo examinara a la luz del candil. Entonces ella conoció palmo a palmo el cuerpo más estragado que se podía concebir: el vientre escuálido, las costillas a flor de piel, las piernas y los brazos en la osamenta pura, y todo él envuelto en un pellejo lampiño de una palidez de muerto, con una cabeza que parecía de otro por la curtimbre de la intemperie.

«Ya lo único que me falta es morirme», dijo él.

La muchacha persistió.

«La gente dice que siempre ha sido así, pero que ahora le conviene que lo sepan».

Él no se rindió a la evidencia. Siguió dando pruebas terminantes de su enfermedad, mientras ella sucumbía a ratos en un sueño fácil, y seguía contestándole dormida sin perder el hilo del diálogo. Él no la tocó siquiera en toda la noche, pero le bastaba con sentir la resolana de su adolescencia. De pronto, al lado mismo de la ventana, el capitán Iturbide empezó a cantar: «Si la borrasca sigue y el huracán arrecia, abrázate a mi cuello que nos devore el mar». Era una canción de otros tiempos, de cuando el estómago soportaba todavía el terrible poder de evocación de las guayabas maduras y la inclemencia de una mujer en la oscuridad. El general y la muchacha la oyeron juntos, casi con devoción, pero ella se durmió a mitad de la canción siguiente, y él cayó poco después en un marasmo sin sosiego. El silencio era tan puro después de la música, que los perros se alborotaron cuando ella se levantó en puntillas para no despertar al general. Él la oyó buscando a tientas el cerrojo.

«Te vas virgen», le dijo.

Ella le contestó con una risa festiva:

«Nadie es virgen después de una noche con Su Excelencia».

Se fue, como todas. Pues de las tantas mujeres que pasaron por su vida, muchas de ellas por breves horas, no hubo una con la cual hubiera insinuado siquiera la idea de permanecer. En sus urgencias de amor era capaz de cambiar el mundo para ir a encontrarlas. Una vez saciado le bastaba con la ilusión de seguir sintiéndose de ellas en el recuerdo, entregándose a ellas desde lejos en cartas arrebatadas, mandándoles regalos abrumadores para defenderse del olvido, pero sin comprometer ni un ápice de su vida en un sentimiento que más se parecía a la vanidad que al amor.

Tan pronto como se quedó solo aquella noche, se levantó para reunirse con Iturbide, que seguía conversando con otros oficiales en torno a la fogata del patio. Lo hizo cantar hasta el amanecer acompañado con la guitarra por el coronel José de la Cruz Paredes, y todos se dieron cuenta de su mal estado de ánimo por las canciones que solicitaba.

De su segundo viaje a Europa había vuelto entusiasmado con los cuplés de moda, y los cantaba con toda la voz y los bailaba con una gracia insuperable en las bodas de los mantuanos de Caracas. Las guerras le cambiaron el gusto. Las canciones románticas de inspiración popular que lo habían llevado de la mano por los mares de dudas de sus primeros amores, fueron sustituidas por los valses suntuosos y las marchas triunfales. Aquella noche en Cartagena había vuelto a solicitar las canciones de la juventud, y algunas tan antiguas que debió enseñárselas a Iturbide, porque éste era demasiado joven para recordarlas. El auditorio se fue mermando a medida que el general se desangraba hacia dentro, y se quedó solo con Iturbide junto a los rescoldos de la fogata.

Era una noche rara, sin una estrella en el cielo, y soplaba un viento de mar cargado de llantos de huérfanos y de fragancias podridas. Iturbide era un hombre de grandes silencios, que podía amanecer contemplando las cenizas heladas sin parpadear, con la misma inspiración con que podía cantar sin pausas una noche entera. El general, mientras atizaba el fogón con una vara, le rompió el encanto:

«¿Qué se dice en México?»

«No tengo a nadie allá», dijo Iturbide. «Soy un desterrado» .

«Aquí lo somos todos», dijo el general. «Sólo he vivido seis años en Venezuela desde que esto empezó, y el resto se me ha ido atajando potros por medio mundo. Usted no se imagina lo que daría yo por estar ahora comiéndome un hervido de carne gorda en San Mateo».

Su pensamiento debió escapársele de veras para los trapiches de la infancia, pues hizo un hondo silencio mirando el fuego agonizante. Cuando habló de nuevo había vuelto a pisar tierra firme. «La vaina es que dejamos de ser españoles y luego hemos ido de aquí para allá, en países que cambian tanto de nombres y de gobiernos de un día para el otro, que ya no sabemos ni de dónde carajos somos», dijo. Volvió a contemplar las cenizas por un largo rato, y preguntó en otro tono:

«Y habiendo tantos países en este mundo, ¿cómo fue que se le ocurrió venirse para acá?»

Iturbide le contestó con un largo rodeo. «En el colegio militar nos enseñaban a hacer la guerra en el papel», dijo. «Peleábamos con soldaditos de plomo en mapas de yeso, nos llevaban los domingos a las praderas vecinas, entre las vacas y las señoras que volvían de misa, y el coronel disparaba un cañonazo para que fuéramos acostumbrándonos al susto de la explosión y al olor de la pólvora. Imagínese que el más famoso de los maestros era un lisiado inglés que nos enseñaba a caernos muertos de los caballos».

El general lo interrumpió.

«Y usted quería la guerra de verdad».

«La suya, general», dijo Iturbide. «Pero voy a cumplir dos años desde que me admitieron, y todavía sigo sin saber cómo es un combate de carne y hueso».

El general siguió todavía sin mirarlo a la cara. «Pues se equivocó de destino», le dijo. «Aquí no habrá más guerras que las de los unos contra los otros, y ésas son como matar a la madre». José Palacios le recordó desde la sombra que estaba a punto de amanecer. Entonces él dispersó las cenizas con la vara, y mientras se incorporaba agarrado del brazo de Iturbide, le dijo:

«Yo, en su lugar, me largaría de aquí, volando, antes que me alcanzara la deshonra».

José Palacios repitió hasta la muerte que la casa del Pie de la Popa estaba tomada por los hados infaustos. No habían acabado de instalarse cuando llegó de Venezuela el teniente de navío José Tomás Machado, con la noticia de que varios cantones militares habían desconocido al gobierno separatista, y ganaba fuerzas un nuevo partido en favor del general. Este lo recibió a solas y lo escuchó con atención, pero no fue muy entusiasta. «Las noticias son buenas, pero tardías», dijo. «Y en cuanto a mí, ¿qué puede un pobre inválido contra un mundo entero?» Dio instrucciones para que alojaran al emisario con todos los honores, pero no le prometió ninguna respuesta.

«No espero salud para la patria», dijo.

Sin embargo, tan pronto como despidió al capitán Machado, el general se volvió hacia Carreño y le preguntó: «¿Dio usted con Sucre?» Sí: se había ido de Santa Fe a mediados de mayo, de prisa, para ser puntual el día de su santo con la esposa y la hija.

«Iba con tiempo», concluyó Carreño, «pues el presidente Mosquera se cruzó con él en el camino de Popayán».

«¡Cómo así!», dijo el general, sorprendido. «¿Se fue por tierra?»

«Así es, mi general».

«¡Dios de los pobres!», dijo él.

Fue una corazonada. Esa misma noche recibió la noticia de que el mariscal Sucre había sido emboscado y asesinado a bala por la espalda cuando atravesaba el tenebroso paraje de Berruecos, el pasado 4 de junio. Montilla llegó con la mala nueva cuando el general acababa de tomar el baño nocturno, y apenas si la oyó completa. Se dio una palmada en la frente, y tiró del mantel donde estaba todavía la loza de la cena, enloquecido por una de sus cóleras bíblicas.

«¡La pinga!», gritó.

Aún resonaban en la casa los ecos del estrépito, cuando ya él había recobrado el dominio. Se derrumbó en la silla, rugiendo: «Fue Obando». Y lo repitió muchas veces: «Fue Obando, asesino a sueldo de los españoles». Se refería al general José María Obando, jefe de Pasto, en la frontera sur de la Nueva Granada, quien de aquel modo privaba al general de su único sucesor posible, y aseguraba para sí mismo la presidencia de la república descuartizada para entregársela a Santander. Uno de los conjurados contó en sus memorias que saliendo de la casa donde se acordó el crimen, en la plaza mayor de Santa Fe, había sufrido una conmoción del alma al ver al mariscal Sucre en la neblina helada del atardecer, con su sobretodo de paño negro y el sombrero de pobre, paseándose solo con las manos en los bolsillos por el atrio de la catedral.

La noche en que se enteró de la muerte de Sucre, el general sufrió un vómito de sangre. José Palacios lo ocultó, igual que en Honda, donde lo sorprendió a gatas lavando el piso del baño con una esponja. Le guardó los dos secretos sin que él se lo pidiera, pensando que no era el caso de agregar otras malas noticias donde ya había tantas.

Una noche como ésa, en Guayaquil, el general había tomado conciencia de su vejez prematura. Todavía usaba el cabello largo hasta los hombros, y se lo ataba en la nuca con una cinta para mayor comodidad en las batallas de la guerra y del amor, pero entonces se dio cuenta de que lo tenía casi blanco, y de que su rostro estaba marchito y triste. «Si usted me ve no me reconocería», escribió a un amigo. «Tengo cuarenta y un años, pero parezco un viejo de sesenta». Esa noche se cortó el cabello. Poco después, en Potosí, tratando de parar el ventarrón de la juventud fugitiva que se le escapaba por entre los dedos, se rasuró el bigote y las patillas.

Después del asesinato de Sucre ya no tuvo artificios de tocador para disimular la vejez. La casa del Pie de la Popa se hundió en el duelo. Los oficiales no volvieron a jugar, y pasaban las noches en vela, conversando en el patio hasta muy tarde alrededor de la hoguera perpetua para espantar los zancudos, o en el dormitorio común, en hamacas colgadas a distintos niveles.

Al general le dio por destilar sus amarguras gota a gota. Escogía al azar a dos o tres de sus oficiales, y los mantenía en vela mostrándoles lo peor que guardaba en el pudridero de su corazón. Les hizo oír una vez más la cantaleta de que sus ejércitos estuvieron al borde de la disolución por la mezquindad con que Santander, siendo presidente encargado de Colombia, se resistía a enviarle tropas y dinero para terminar la liberación del Perú.

«Es avaro y cicatero por naturaleza», decía, «pero sus razones eran todavía más zurdas: el caletre no le daba para ver más allá de las fronteras coloniales».

Les repitió por milésima vez la conduerma de que el golpe mortal contra la integración fue invitar a los Estados Unidos al Congreso de Panamá, como Santander lo hizo por su cuenta y riesgo, cuando se trataba de nada menos que de proclamar la unidad de la América.

«Era como invitar al gato a la fiesta de los ratones», dijo. «Y todo porque los Estados Unidos amenazaban con acusarnos de estar convirtiendo el continente en una liga de estados populares contra la Santa Alianza. ¡Qué honor!»

Repitió una vez más su terror por la sangre fría inconcebible con que Santander llegaba hasta el final de sus propósitos. «Es un pescado muerto», decía. Repitió por milésima vez la diatriba de los empréstitos que Santander recibió de Londres, y la complacencia con que patrocinó la corrupción de sus amigos. Cada vez que lo evocaba, en privado o en público, agregaba una gota de veneno en una atmósfera política que no parecía soportar una más. Pero no podía reprimirse.

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