El Fuego (6 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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—En los tiempos de Jabir —dijo el baba—, quienes se embarcaban en el estudio de la alquimia se hacían llamar «sopladores» y «carboneros», pues ambas eran labores secretas de su arte sagrado, y de ahí provienen mucho de los términos que hoy utilizamos en el nuestro. Vamos a enviaros a través de una ruta secreta junto con nuestros amigos de otras tierras, a los que también se los conoce como carbonarios. Pero ahora el tiempo apremia y tenemos que enviar con vosotros algo de valor, algo que Alí Bajá ha protegido durante treinta años… —Se interrumpió unos segundos, pues había oído gritos arriba, procedentes de las habitaciones cerradas del piso superior del monasterio. El general Vaya y los soldados corrieron a la puerta para dirigirse a la escalera—. Aunque veo que no nos queda más tiempo.

El bajá se había apresurado a rebuscar algo entre sus ropas y le tendía al anciano un objeto que parecía un voluminoso y pesado trozo de carbón negro. El baba se lo entregó a Haidée, aunque se dirigió a Kauri, su joven discípulo.

—Existe una ruta subterránea que parte del monasterio y que os dejará cerca de tu esquife —le dijo—. Puede que os vean, pero como sólo sois unos chiquillos, seguramente no os detendrán. Cruzaréis las montañas por un sendero especial, en dirección a la costa, donde un barco estará esperando vuestra llegada. Viajaréis hacia el norte siguiendo el rumbo que os daré y buscaréis a un hombre que os conducirá hasta aquellos que han de protegeros. Conoce muy bien al bajá, desde hace años, y confiará en vosotros, mas no antes de que le entreguéis el código secreto que sólo él comprenderá.

—¿Y cuál es el código? —preguntó Kauri, deseoso de partir de inmediato, ante los golpes y el ruido de madera hecha astillas procedentes de las estancias superiores.

En ese momento intervino el bajá. Había atraído a Vasiliki a su lado y le había pasado un brazo protector sobre los hombros.

Vasiliki tenía los ojos anegados en lágrimas.

—Haidée debe revelarle su verdadera identidad —anunció el bajá.

—¿Mi verdadera identidad? —repitió Haidée, mirando a sus padres con desconcierto.

Vasiliki no había hablado hasta ese momento; parecía traspasada por el dolor. Tomó entre las suyas las manos de su hija, que todavía sujetaban el trozo de carbón.

—Hija mía, hemos guardado este secreto durante años —le dijo a Haidée—, pero ahora, tal como ha dicho el baba, es nuestra única esperanza… y la tuya.

Se detuvo, se le había formado un nudo en la garganta al pronunciar las últimas palabras. Parecía que no podía seguir hablando, así que el bajá intervino de nuevo.

—Cariño, lo que Vasia quiere decir es que yo no soy tu verdadero padre. —Al ver la mirada de terror en el rostro de Haidée, se apresuró a añadir—: Me casé con tu madre porque la amaba profundamente, casi como a una hija, pues soy mucho mayor que ella. Pero cuando nos casamos, Vasia ya estaba embarazada de ti, aunque el padre era otro hombre. Su matrimonio era imposible entonces y así sigue siéndolo ahora. Conozco a ese hombre, lo amo y confío en él, igual que tu madre y el baba. Ha sido un secreto que todos decidimos guardar de mutuo acuerdo hasta el día que fuera necesario revelarlo.

Kauri sujetó a Haidée por el brazo con fuerza, pues temió que se desmayara.

—Tu verdadero padre es un hombre que posee riquezas y poder —continuó el bajá—. Él te protegerá, tanto a ti como a lo que llevas, en cuanto se lo enseñes.

En el interior de Haidée se libraba una batalla de emociones encontradas. ¿El bajá no era su padre? ¿Cómo era posible? Sintió deseos de gritar, de tirarse del pelo, de llorar, pero su madre, sollozando sobre sus manos, asentía con la cabeza.

—El bajá tiene razón, debes irte —le dijo Vasiliki a su hija—. Tu vida corre peligro si te demoras y, excluyendo a Kauri, para los demás es demasiado peligroso acompañarte.

—Pero si el bajá no es mi padre, entonces, ¿quién es mi padre? ¿Dónde está? ¿Y qué es este objeto que hemos de llevarle?

Una rabia inesperada la ayudó a recuperar parte de sus fuerzas.

—Tu padre es un gran lord inglés —contestó Vasiliki—. Llegué a amarlo y a conocerlo bien. Estuvo viviendo aquí con nosotros, en Janina, el año anterior a tu nacimiento.

No pudo continuar, por lo que el bajá tomó la palabra.

—Como ya ha dicho el baba, es un amigo y está en contacto con quienes también lo son. Vive en el Gran Canal de Venecia, así que podéis llegar hasta él en barca en cuestión de días. No os costará encontrar su
palazzo
. Se llama George Gordon, lord Byron. Le llevaréis el objeto que sostienes en las manos y él lo protegerá con su vida, si fuera necesario. Está disimulado entre el carbón, pero en su interior se encuentra la pieza más valiosa del antiguo «ajedrez del
tarikat
» creado por al-Jabir al-Hayan.

Esta figura especial es la verdadera clave hacia la Vía Secreta. Es la pieza que hoy conocemos como la Reina Negra.

LA TIERRA NEGRA

Wyrd oft nereth unfaegne eorl, ponne his ellen deah.

(A menos que ya esté condenado, la fortuna se inclina a favor del hombre de temple.)

Beowulf

Mesa Verde, Colorado, primavera de 2003

N
i siquiera había llegado a la casa cuando supe que algo iba mal. Muy mal. Aunque, a primera vista, todo parecía una estampa idílica.

La empinada y amplia curva de la entrada estaba tapizada por un manto grueso de nieve y flanqueada por majestuosas hileras de imponentes píceas de Colorado. Las ramas cubiertas de nieve lanzaban destellos de cuarzo rosado con las primeras luces de la mañana. Detuve el Land Rover alquilado delante de la casa, en lo alto de la colina, donde el camino se allanaba y se ensanchaba para poder aparcar el coche.

Una lánguida voluta de humo gris azulado se elevaba desde la chimenea de piedra arenisca, en el centro de la vivienda. El aire estaba impregnado de la densa fragancia a humo de pino, lo que significaba que, aunque tal vez no recibiera una calurosa bienvenida después de tanto tiempo, al menos me esperaban.

A modo de confirmación, vi que la camioneta y el jeep de mi madre estaban uno al lado del otro en el antiguo establo, al final de la zona de aparcamiento. Aunque me resultó extraño que todavía no hubieran despejado el camino y que tampoco hubiera marcas de rodadas. Si me esperaban, ¿no se habría molestado alguien en abrir un paso?

Lo mínimo que cabría esperar era que una vez allí, en el único lugar que consideraba mi verdadero hogar, por fin pudiese relajarme. Sin embargo, no conseguía arrancarme de encima esa sensación de que algo iba mal.

Las tribus vecinas habían construido la casa de nuestra familia en el siglo anterior, más o menos por esa misma época, para mi tatarabuela, una joven montañesa de espíritu aventurero. Hecha con piedra tallada a mano y enormes troncos de árbol unidos entre sí, era una gran cabaña con forma octogonal —se había seguido el modelo de un
hogan
, la construcción navajo destinada a hogar y a sauna ritual— y ventanas acristaladas dirigidas hacia los puntos cardinales, como una rosa de los vientos gigantesca.

Todas las mujeres de la familia habían vivido allí en algún momento de su vida, incluidas mi madre y yo; por lo tanto, ¿cuál era el problema? ¿Por qué no había manera de ir allí sin tener aquella sensación de que se avecinaba algún desastre? Claro que, sabía la respuesta. Igual que mi madre. Era por culpa de aquello de lo que nunca hablábamos. Por eso, cuando decidí irme de casa para siempre, ella lo entendió. A diferencia de otras madres, nunca había insistido en que volviera y le hiciera visitas familiares.

Es decir, hasta ese día.

Aunque mi presencia tampoco se debía exactamente a una invitación, sino a una especie de requerimiento, a un mensaje críptico que mi madre me había dejado en el contestador de casa, en la ciudad de Washington, sabiendo de sobra que yo estaría en el trabajo.

Según decía, me invitaba a su fiesta de cumpleaños, y ya sólo eso de por sí era gran parte del problema.

Porque el caso era que mi madre no celebraba sus cumpleaños; no los había celebrado jamás.

Y no porque le preocupara la edad, su aspecto ni porque prefiriera mentir acerca de los años que tenía —de hecho, cada día parecía más joven—, pero lo cierto era, por raro que pudiera parecer, que no deseaba que nadie ajeno a la familia conociera su fecha de cumpleaños.

Aquel secretismo, junto con algunas otras peculiaridades —como el hecho de que los últimos diez años, desde… eso de lo que nunca hablábamos, hubiera vivido en el más absoluto retiro en lo alto de una montaña—, justificaba con creces la existencia de quienes consideraban a mi madre, Catherine Velis, una mujer bastante excéntrica.

La otra parte del problema era que no había conseguido ponerme en contacto con mi madre para pedirle que me explicara aquella súbita revelación. No había respondido ni al teléfono ni a los mensajes que le había dejado en el contestador, y era evidente que el número alternativo que me había dado estaba equivocado, porque le faltaban varios dígitos.

Entonces tuve el pálpito de que algo iba mal de verdad, así que me tomé unos días libres en el trabajo, me compré un billete, tomé el último vuelo a Cortez, Colorado, atacada de los nervios y alquilé el último vehículo con tracción a las cuatro ruedas que quedaba en el aparcamiento del aeropuerto.

Ahí estaba, parada, con el motor en marcha y en el interior del vehículo, dejando vagar la mirada por el imponente paisaje. Hacía más de cuatro años que no asomaba por allí, y cada vez que volvía a verlo, me quitaba el aliento.

Me apeé del Land Rover, hundido en treinta centímetros de nieve, pero dejé el motor al ralentí.

Desde aquel lugar en lo alto de la montaña, a más de cuatro mil metros por encima de la meseta del Colorado, se podía contemplar el ancho y ondeante mar de picos de más de casi cinco mil metros, acariciados por la rosada luz de la mañana. En un día claro como ese, podía llegar a verse hasta el Hesperus, al que los diné llamaban Dibé Nitsaa, la montaña negra, uno de los cuatro montes sagrados creados por el «Primer hombre» y la «Primera mujer».

Junto con el Sisnaajinii (la montaña blanca o monte Blanca) al este; el Tsoodzil (la montaña azul o monte Taylor) al sur, y Dook'o'osliid (la montaña amarilla o los Picos de San Francisco) al oeste, aquellos cuatro montes definían los límites de Dinétah, «el hogar de los diñé», como se hacían llamar los navajos.

Aquellas montañas también delimitaban la alta meseta que pisaba: «Cuatro Esquinas», el único lugar de Estados Unidos donde confluían cuatro estados (Colorado, Utah, Nuevo México y Arizona) en ángulo recto, formando una cruz.

Mucho antes de que a nadie se le hubiera ocurrido dibujar una línea de puntos en un mapa, aquella tierra era sagrada para sus habitantes. Si mi madre iba a celebrar su primer cumpleaños en los cerca de veintidós años que hacía que la conocía, entendía que quisiera hacerlo precisamente allí. A pesar de los años que hubiera vivido lejos o en el extranjero, mi madre formaba parte de aquella tierra, como todas las mujeres de nuestra familia.

Ignoraba por qué, pero intuía que aquella conexión con la tierra era importante. Estaba convencida de que esa era la razón por la cual me había dejado un mensaje tan extraño para atraerme hasta allí.

Con todo, sabía algo más, aunque fuera la única. Sabía por qué había insistido en que estuviera allí justo ese día. Y es que ese día, 4 de abril, era la verdadera fecha del aniversario de mi madre, Cat Velis.

Saqué las llaves del contacto de un tirón, recogí la bolsa de lona que había llenado a toda prisa del asiento del acompañante y me abrí camino a través de la nieve hasta las puertas delanteras de la casa, de más de cien años de antigüedad. Aquellos portalones —dos planchas enormes de pino macizo y tres metros de altura, cuya madera se había extraído de árboles centenarios— tenían tallados dos animales en bajorrelieve que parecían abalanzarse sobre quienquiera que llamase a la puerta. A la izquierda, un águila real remontaba el vuelo justo a la altura de la cara, y a la derecha, una osa levantada sobre los cuartos traseros se lanzaba sobre el visitante.

A pesar de lo desgastadas que estaban las tallas, eran bastante realistas, incluso tenían ojos de cristal y garras auténticas. Los ingenios mecánicos estuvieron muy en boga a principios del siglo XX y este era de los estrambóticos: cuando se tiraba de las garras de la osa, esta abría las fauces y dejaba a la vista unos dientes bastante reales e imponentes. Si se tenía el valor de meter la mano en la boca, podía accionarse la vieja campanilla de la puerta para avisar a los de dentro.

Hice ambas cosas y esperé, pero nadie contestó ni pasados unos momentos. Tenía que haber alguien dentro, porque la chimenea estaba en marcha y sabía por experiencia que mantener vivo ese fuego requería horas de atención y una fuerza hercúlea para arrastrar la leña hasta el hogar. Aunque en el nuestro, con capacidad para alojar un tronco de un metro de diámetro, se podría haber encendido el fuego días atrás y este todavía seguiría ardiendo.

En ese instante fui consciente de la situación en la que me encontraba: había volado y conducido miles de kilómetros, estaba rodeada de nieve en lo alto de una montaña e intentaba entrar en mi propia casa, desesperada por saber si había alguien dentro… y no tenía llave.

La alternativa —abrirme camino a través de hectáreas de terreno nevado para echar un vistazo por una ventana— no me pareció una buena idea. ¿Qué haría si me mojaba más de lo que ya estaba y aun así no conseguía entrar? ¿Y si entraba y no había nadie? No había señales de rodadas de coche ni de esquíes, ni siquiera había pisadas de ciervos cerca de la casa.

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