Tenía que quitarse aquel mensaje de la cabeza. ¿A qué se referiría la mujer? ¿Peligro? ¿Cuidado con el fuego? Y ese rostro que jamás podría olvidar, un rostro que pertenecía a sus sueños más oscuros, a sus pesadillas, a sus peores temores…
En ese momento la vio. Estaba en una vitrina de cristal, en el otro extremo de la sala. Solarin se acercó como un sonámbulo, atravesó la amplia superficie despejada de la sacristía y se detuvo delante del enorme expositor transparente.
En el interior había una figura que, como ya le había ocurrido antes, jamás habría creído posible volver a ver, algo tan absurdo y peligroso como el rostro de la mujer que había atisbado fuera. Algo que había permanecido enterrado, algo muy antiguo y muy lejano. Y, sin embargo, lo tenía delante de él.
Era una pesada talla de oro cubierta de joyas que representaba una figura ataviada con largas vestiduras, sentada en un pequeño pabellón con las colgaduras retiradas hacia atrás.
—La Reina Negra —susurró alguien a su lado. Solarin se volvió y se encontró con los ojos oscuros y el cabello despeinado de Vartan Azov—. Descubierta hace poco en la bodega del Hermitage de San Petersburgo —añadió el chico—, junto con los tesoros de Troya de Schliemann. Dicen que perteneció a Carlomagno y que podría llevar oculta desde la Revolución francesa. Es posible que se hubiera encontrado entre las posesiones de la zarina rusa Catalina la Grande. Es la primera vez que se exhibe al público desde su descubrimiento. —Vartan guardó un breve silencio—. La han traído aquí para la partida.
El terror cegó a Solarin. No oyó nada más: tenían que irse de allí de inmediato, pues aquella pieza era suya, la figura más importante de todas las que habían recuperado y enterrado. ¿Cómo había podido reaparecer en Rusia cuando la habían soterrado hacía veinte años a miles de kilómetros de allí?
¿Peligro? ¿Cuidado con el fuego? Solarin tenía que salir de allí y respirar aire fresco, tenía que huir con Xie al instante, la partida no importaba. Cat había tenido razón desde el principio, pero él todavía no era capaz de verlo, las piezas no le dejaban ver el tablero.
Solarin asintió educadamente en dirección a Vartan Azov y atravesó la sala en unas pocas y apresuradas zancadas. Cogió a Xie de la mano y se dirigió a la puerta.
—Papá, ¿adónde vamos? —preguntó Xie, desconcertada.
—A ver a esa señora —contestó su padre, de manera misteriosa—. A la señora que te dio la tarjeta.
—Pero ¿y la partida?
Alexandra perdería si no estaba presente cuando pusieran en marcha los relojes y eso daría al traste con todo por lo que habían estado trabajando con tanto ahínco durante tanto tiempo. Sin embargo, Solarin tenía que averiguarlo. Salió del recinto con Xie de la mano.
La vio en el otro extremo del parque desde lo alto de los peldaños de la sacristía. La mujer estaba junto a las portaladas, vuelta hacia él con una mirada llena de amor y comprensión. Solarin no se había equivocado, la conocía. En ese momento, el miedo transformó la expresión de la mujer al levantar la vista hacia el parapeto.
Apenas un instante después, Solarin siguió la dirección de aquella mirada y vio al guardia apostado en lo alto, en el antepecho, con el arma en la mano. Sin pensarlo, Solarin empujó a Xie hacia atrás, para protegerla con su cuerpo, y se volvió de nuevo hacia la mujer.
—Madre… —musitó.
Lo que sintió a continuación fue el fuego en la cabeza.
ALBEDO
Al comienzo de toda realización espiritual se encuentra la muerte en forma de «muerte para el mundo» […]. Al comienzo de la obra [la albedo o blanqueo], la materia más preciosa que el alquimista obtiene es la ceniza […].
TITUS BURCKHARDT,
Alquimia
Debes consumirte en tus propias llamas; ¡cómo pretendes renovarte sin haber sido antes ceniza!
FRIEDRICH NIETZSCHE,
Así habló Zaratustra
Reza a Alá, pero manea tu camello.
Proverbio sufí
Janina, región de Albania, enero de 1822
L
as odaliscas, concubinas del harén de Alí Bajá, estaban cruzando el puente cubierto de hielo que salvaba el pantano cuando oyeron los primeros gritos.
Haidée, la hija de doce años del bajá, escoltada por tres acompañantes, ninguna de las cuales superaba los quince años, agarró con fuerza la mano de la que tenía más cerca y juntas escudriñaron la oscuridad, sin atreverse a hablar ni a respirar. Vislumbraron el parpadeo de las antorchas a lo largo de la orilla lejana, al otro lado del inmenso lago Pamvotis, pero nada más.
Los gritos se hicieron más apremiantes, más estridentes, alaridos roncos, jadeantes, como de animales enfrentados en el bosque. Sin embargo, aquellos pertenecían a seres humanos, y no a los cazadores, sino a las presas. Voces masculinas resonando al otro lado del lago, azuzadas por el miedo.
Sin previo aviso, un cernícalo solitario levantó el vuelo de entre las tiesas eneas delante de las jóvenes agazapadas y pasó por su lado en silencio, a la caza de su presa bajo la luz que precede al alba. Las voces y las antorchas se desvanecieron como si se las hubiera tragado la niebla. El lago oscuro descansaba en un silencio argentino, una calma más sombría que los gritos que la habían precedido.
¿Habría comenzado?
Allí, en el puente flotante de madera, protegidas únicamente por las tupidas hierbas del pantano que las envolvía, las odaliscas y su joven pupila no sabían qué hacer, si desandar sus pasos hasta el harén de la isla diminuta o bien continuar hasta el
hamam
humeante, los baños al borde de la orilla, donde se les había ordenado que llevaran a la hija del bajá sin dilación antes del alba, bajo amenaza de recibir un castigo severo. Un acompañante estaría esperándolas junto al
hamam
para llevarla junto a su padre, a caballo, al amparo de la oscuridad.
El bajá nunca había emitido una orden similar y no podía ser desobedecida. Haidée iba vestida para la excursión con unos bombachos de cachemira gruesa y botas forradas de piel, pero las odaliscas, paralizadas por la indecisión en medio del puente, temblaban antes por miedo que por frío, incapaces de moverse. Protegida como lo había estado durante toda su vida, la joven Haidée sabía que aquellas campesinas ignorantes preferirían el calor y la seguridad del harén, rodeadas de sus compañeras esclavas y concubinas, a las aguas heladas del lago con sus peligros ocultos y desconocidos. En realidad, ella también.
Haidée rezó en silencio, suplicando una señal que explicara el significado de aquellos alaridos escalofriantes.
En ese momento, como en respuesta a su muda petición, a través de la oscura bruma matinal que cubría el lago, vislumbró el fuego que había ardido como una almenara y que alumbraba la mole imponente del palacio del bajá. Parecía alzarse desde las aguas, adentrándose en el lago sobre su lengua de tierra, con sus murallas almenadas de granito blanco y sus minaretes apuntados refulgiendo entre la neblina: Demir Kule, el castillo de hierro. Formaba parte de una fortificación amurallada, un castro, a la entrada de aquel lago de más de nueve kilómetros y medio, y había sido construido para resistir el embate de diez mil ejércitos. En los dos últimos años de asedio armado al que lo habían sometido los turcos otomanos, había demostrado ser inexpugnable.
Tan inexpugnable como aquel terreno montañoso e impracticable —Shquiperia, la tierra del águila—, un lugar agreste e indomable gobernado por pueblos agrestes e indomables que se nacían llamar
toska
por la áspera piedra pómez volcánica de la que estaba formada aquella tierra. Los turcos y los griegos la llamaban Albania, la tierra blanca, por sus montañas escarpadas coronadas de nieve, que la protegían de los ataques por mar y tierra. Sus habitantes, la raza más antigua de la Europa sudoriental, seguían hablando la lengua ancestral, una lengua anterior al ilírico, al macedónico o al griego: quimera, una lengua que no se hablaba en ningún otro lugar de la tierra.
Y el más agreste y quimérico de todos era el padre de Haidée, el pelirrojo Alí Bajá,
Arslan
, «el león», como lo llamaban desde que tenía catorce años cuando, junto con su madre y la banda de forajidos de esta, había vengado la muerte de su padre en un
ghak
, una disputa sangrienta, para recuperar la población de Tebelen. Sería la primera de muchas victorias implacables.
Ahora, casi setenta años después, Alí Tebeleni —valí de Rumelia, bajá de Janina— había creado una flota que rivalizaba con la de Argel y había tomado todas las poblaciones costeras hasta Parga, posesiones que una vez pertenecieron al imperio veneciano. No temía a ninguna potencia, ya fuera oriental u occidental. Después del sultán, era el hombre más poderoso del remoto Imperio otomano. En realidad, demasiado poderoso. Ese era el problema.
Hacía semanas que Alí Bajá se había retirado junto con un pequeño séquito —doce de sus partidarios más acérrimos y la madre de Haidée, Vasiliki, la esposa favorita del bajá— a un monasterio en medio del gran lago. Estaba esperando el perdón del sultán, Mahmud II, en Estambul, un perdón que llevaba ocho días de retraso. El único seguro de vida del bajá era la contundente e inexpugnable existencia de Demir Kule. La fortaleza, defendida por seis baterías de morteros británicos, también se había pertrechado con nueve mil kilos de explosivos franceses. El bajá había amenazado con destruirla haciéndola volar por los aires, junto con los tesoros y las vidas que defendía intramuros, si el perdón prometido por el sultán no se hacía realidad.
Haidée comprendió que esa debía de ser la razón por la cual el bajá había ordenado que la llevaran junto a él, al abrigo de la oscuridad: había llegado el momento de la verdad. Su padre la necesitaba y se prometió acallar cualquier miedo.
En ese momento, en medio de un silencio sepulcral, Haidée y sus doncellas oyeron algo, un sonido suave, aunque infinitamente aterrador. Un sonido que se había iniciado muy cerca de ellas, a escasos metros de donde se encontraban, al amparo de las altas hierbas.
Era el sonido de unos remos hendiendo el agua.
Como si se hubieran leído el pensamiento, las jóvenes contuvieron la respiración y se concentraron en aquel chapoteo. Estaban a apenas un palmo del lugar de donde provenía.
A través de la densa y plateada bruma, vieron pasar por su lado tres grandes botes deslizándose sobre las aguas. Cada esbelto caique estaba impulsado por la silueta borrosa de unos remeros, tal vez diez o doce sombras por embarcación, más de treinta hombres en total. Sus perfiles se balanceaban al unísono.
Aterrada, Haidée adivinó el único lugar al que podían dirigirse los esquifes. Sólo había un único destino posible aguas adentro, en medio del vasto lago. Aquellos botes y sus remeros clandestinos se dirigían a la isla de Nisi, donde se alzaba el monasterio: la isla donde se refugiaba Alí Bajá.
Comprendió que debía llegar al
hamam
cuanto antes, tenía que alcanzar la orilla, donde la esperaba el jinete del bajá. Halló la explicación de los gritos aterrados y del silencio y la pequeña fogata que les siguieron: eran advertencias para los que esperaban el alba, para los que aguardaban en la isla del lago. Advertencias enviadas por quienes probablemente habían arriesgado su vida para encender la hoguera. Advertencias para su padre.
Eso quería decir que el inexpugnable Demir Kule había sido tomado sin un sólo disparo. Los valientes defensores albaneses que habían resistido durante dos largos años habían sido sorprendidos en medio de la noche, ya fuera con sigilo o a traición.
Y Haidée sabía muy bien qué significaba eso: los esquifes que pasaban junto a ellas no eran unas barcas cualesquiera.
Eran embarcaciones turcas.
Alguien había traicionado a su padre, Alí Bajá.
La oscuridad envolvía a Mehmet Efendi en lo alto del campanario del monasterio de San Pantaleón, en la isla de Nisi. El hombre sostenía el catalejo a la espera de las primeras luces del alba con una angustia y un temor desacostumbrados.
Una inquietud insólita en un Mehmet Efendi que a lo largo de muchas albas siempre había sabido qué traería la siguiente. Conocía ese tipo de cosas, el desarrollo de acontecimientos futuros, con meridiana precisión. De hecho, por lo general era capaz de predecir el momento en que ocurriría con total exactitud, y esto se debía a que Mehmet Efendi no era tan sólo el primer ministro de Alí Bajá en cuanto al desempeño de sus labores públicas se refiere, sino también el primer astrólogo del bajá. Mehmet Efendi jamás había errado la predicción del resultado de una maniobra táctica o una batalla.
Esa noche no habían salido las estrellas y tampoco había habido luna que poder consultar, pero no le hacían falta esas cosas. Las señales nunca habían sido tan claras como durante los últimos días y semanas. En esos momentos, lo único que lo hacía vacilar era su interpretación. Aunque, ¿por qué habría de ser así?, se castigaba. Al fin y al cabo, todo estaba en su lugar, ¿no era cierto? Lo que se había predicho, sucedería.
Los doce estaban allí. Todos ellos —no sólo el general, sino también los
shaijs
, los
mursides
de la orden—, incluso el gran Baba Shemimi, a quien habían arrancado del lecho de su cercana muerte y habían llevado hasta allí en litera, atravesando la cordillera del Pindó, para que pudiera llegar a tiempo para el gran acontecimiento. El acontecimiento esperado durante más de mil años, desde los días de los califas al-Mahdi y Harun al-Rashid.