Authors: Jean-Claude Lalumière
Los fines de semana le pedía que me ayudara a edificar fortalezas, que reprodujera conmigo batallas, que imaginara aventuras en paisajes imposibles, montañas construidas con una pila de cojines, cañones profundos con dos pilas de libros. Pero siempre había algo que comprar, un césped que cortar, un seto que perfilar. Ni los fines de semana con mi padre ni cuando me encontraba a solas con mi madre podía contar con ellos para jugar. El sábado me decían: «Mañana». El domingo: «Más tarde». Y entre semana mi madre me decía que el fin de semana, cuando mi padre estuviera. La presencia de un hermano habría resuelto el problema. Terminé un buen día por no ver nada más que la lejanía, por hacer, de mi marcha, un verdadero fin. Pero el discurso de mi padre sobre la prevalencia del trabajo había terminado por penetrar en mí y ya no fui capaz de contemplar una partida que no estuviera a la altura. Cuando la posibilidad de viajar terminó por desaparecer de mi futuro profesional, me encontré de cara con un vacío inmenso.
Trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Esta actividad profesional, por más que en un primer momento me entusiasmara, hoy en día no logra emocionarme. Entré en el ministerio hace cinco años con el deseo de recorrer el mundo. Naturalmente eso no fue lo que dije en la fase oral de mis oposiciones, prueba cuyo objetivo es el de «poner en evidencia las motivaciones del candidato, descubrir su personalidad y verificar si es apto para cumplir las funciones para las que será destinado».
Durante esa entrevista, sin duda alguna impresionante —frente a ti hay cinco personas cuya simpatía se asemeja a la de la policía nacional encargada de desalojar a unos okupas—, hablé de mis deseos de trabajar para el servicio público, de mi voluntad de obrar por el interés general, de que Francia ocupara un puesto relevante en la escena internacional. Recité con una voz insegura este plano listado de argumentos construido con las lecturas que había hecho de los folletos oficiales que daban cuenta de las funciones del Ministerio de Asuntos Exteriores y con los testimonios de los candidatos que no habían aprobado en anteriores convocatorias, con los que me había cruzado mientras preparaba la oposición en los cursos que dispensaba la oficina «de acceso al empleo» de la universidad. Me cuidé mucho de excederme y mostré una cierta conciencia del importante papel de los funcionarios con cargo diplomático —representantes del Estado hasta en las provincias más lejanas del planeta, incluso en aquellos lugares en los que a los habitantes les importa tanto la República francesa como su taparrabos—, medí mi ambición, ya que era consciente de que las funciones que tendría asignadas si obtenía una de las ochenta plazas de agregado sacadas a concurso por oposición en el Ministerio de Asuntos Exteriores ese año, no serían más que las propias de un chupatintas en el servicio de visados de una embajada en el mejor de los casos o en un consulado si terminaba mal clasificado.
Dominé el ejercicio, tenéis que creerme, pero no des- taqué en absoluto. No brillé ni por mi originalidad ni por mis conocimientos. Recibí un once, que es la nota que se atribuye al candidato que el jurado piensa que podría convenir si no encuentran uno mejor a lo largo de las pruebas. Esa nota me colocó en la frontera del fracaso, pero del lado bueno, todo hay que decirlo: el setenta y ocho de ochenta. Tuve que esperar a que los otros candidatos, clasificados por mérito y, por tanto, por delante de mí, hubieran elegido su destino para poder recorrer la lista de puestos vacantes y descubrir el lugar en el que daría mis primeros pasos como diplomático. Resulta inútil describiros el estado de excitación en el que me encontraba en el tiempo que medió entre que recibí la primera carta que anunciaba que había superado las oposiciones y la llegada de aquella otra en la que estaba la lista de los puestos a los que podía optar. Pasé aquellos días imaginando los lugares hacia los que iba a volar. Oriente me tentaba mucho: Samarcanda, Taskent o incluso Ulan-Bator, todos esos nombres que había leído en el atlas del tío Bertrand y que desde hacía años nutrían mis sueños. Ya me veía por los mercados de esas ciudades legendarias que jalonaban las grandes rutas comerciales, de la seda o del té, negociando el precio de preciosas antigüedades orientales por lo que cuesta un kilo de patatas y que constituirían, al cabo de los años y al final de mi carrera, una magnífica colección de obras de arte reunidas a lo largo y ancho del mundo. América Latina tampoco me dejaba indiferente. Desde Río Grande hasta Tierra del Fuego había mil maravillas que descubrir: las ruinas de los templos aztecas (
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n.° 24), la cordillera de los Andes (
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n.° 38: sí, había dejado de contentarme con los cinco números que me diera el tío Bertrand y, desde el momento en el que pude permitírmelo, compré regularmente las nuevas entregas de la revista), la selva amazónica (
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n.° 42 y luego de nuevo en el n.° 98), las llanuras de la Pampa (
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n.° 54), los paisajes tormentosos del estrecho de Magallanes (
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n.° 41 y
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n.° 312: ya disponía de mis propias fuentes). Inútil resulta describiros mi decepción cuando llegó la carta del ministerio en la que solo figuraban puestos para la administración central en París, en el Quai d'Orsay, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Mis sueños de viajar se desinflaron como los salvavidas de un aerodeslizador obligado a permanecer en el puerto. La única elección que cabía era el servicio al que habría de ser destinado. El espejismo hacia el que creía avanzar se evaporaba. Intenté mantenerlo, hice desfilar por mi mente los miles de paisajes acumulados en las lecturas de mis revistas, pero la maniobra, por el contrario, precipitó la desaparición de esas imágenes engañosas que no pudieron resistir. A pesar de mis esfuerzos por preservar sus colores y contornos, se fueron difuminando una a una. Una mano malintencionada parecía ir descolgando cada uno de los pósteres que decoraban las paredes de mi infancia e ir despegando también, hasta el último trozo, los papeles pintados que poblaban mi imaginación. Todo me parecía terminado, acabado, consumado, roto, apagado, agotado, concluido incluso antes de haber podido comenzar.
Una vez se hubieron disipado los últimos vapores del despecho por no haber podido escaparme hacia esos lugares lejanos con los que soñaba desde hacía tanto tiempo, y tras confundir el Quai d'Orsay con un embarcadero, fui a París con la firme intención de utilizarlo como el trampolín que me impulsara, gracias a las influencias que lograría en los pasillos del ministerio, hacia un buen puesto en una embajada prestigiosa. Y eso no sin antes haberme beneficiado de un ascenso a un grado superior gracias al apoyo de una jerarquía que, como reconocimiento por la extrema diligencia con la que había llevado a cabo mis tareas, habría constatado que era un despilfarro para la diplomacia francesa el que alguien como yo se quedara estancado en funciones de subalterno y desearía que el funcionario ejemplar que yo era pisara el primer escalón de la escalera que conduce al panteón de los diplomáticos. Pero una etapa detrás de otra.
Opté por el departamento de legaciones pues pensé que si ya no podía visitar los países, por lo menos oiría hablar de ellos. Fui a la estación de trenes para comprar el billete de alta velocidad a fin de llegar a París una semana antes del x de septiembre, fecha oficial de mi toma de posesión. Esos días, en los que habría de alojarme en un hotel, me dedicaría a buscar un apartamento.
Con motivo de mi partida, mi madre me regaló un maletín de piel negro, rígido, adornado con una armadura metálica dorada y dotado de un cierre con combinación. Sin duda había oído hablar de la «valija diplomática» y sin duda así se la había imaginado. A mí me recordaba el maletín de los viajantes de comercio, igualito al que llevaba mi padre, un objeto perfecto para bloquear la puerta de los clientes incorregibles o para zafarse de los ataques de los perros malvados, y me preguntaba si en algún momento llegaría a utilizar razonablemente ese accesorio. Mi madre debería haberse contentado con ese incómodo regalo, pero como si no fuera suficiente demostración de la capacidad de mis padres para levantar obstáculos, tuvo a bien añadir, en el día de mi marcha, un discurso patético que comenzaba así:
—Tanto dudé que este momento pudiera llegar que lo sepulté en lo más profundo de mí. Llegué incluso a creer que jamás tendría lugar.
Intenté reconfortarla y le recordé el lazo inalterable que nos unía, pero no fue suficiente.
—¿Sabías que hay algunos hijos que nunca se van de casa de sus padres?
Mi madre intentaba despertar mi mala conciencia, pero mi marcha me generaba tal alegría que no consiguió sembrar en mí ni un gramo de culpabilidad. Recordé a mi madre que París está a solo tres horas en tren desde Burdeos y le aseguré que volvería siempre que me fuera posible, pero nada parecía calmar su pena. Sin duda la presencia de un hermano menor habría atenuado los efectos de mi marcha. Pero claro, yo era hijo único y me cargaría con la responsabilidad de ser aquel que sostiene a sus padres en la vejez. Con la esperanza de poder tranquilizarla, le dije que ella sería durante mis viajes el faro que siempre habría de indicarme el camino.
—Hasta el día en el que estés demasiado lejos como para verme —dijo ella, suspirando.
Afortunadamente, mi padre interrumpió la escena, que tomaba aires de tragedia, antes de que se convirtiera en un verdadero drama: mi tren estaba a punto de salir. Él parecía bastante satisfecho de verme por fin entrar en la madurez. Mientras que los tres circulábamos rumbo a la estación, manifestó su deseo de liberar el garaje lo antes posible de los muebles que yo había dejado allí hasta que encontrara un apartamento en París. Entre ellos, se encontraba el sofá de terciopelo marrón sobre el que había pasado horas y horas de meditación en mi infancia, una pequeña nevera, un viejo televisor portátil, un pequeño armario y una mesa de cocina de formica amarilla con dos sillas a juego que habían sido de mi abuela.
En el andén, mi madre me estrechó entre sus brazos tal como sin duda había visto que se hacía en las películas norteamericanas. «Cuídate», repetía. Me sentía como Ulises cuando se preparaba para abandonar Troya bajo los consejos de prudencia de Príamo, o como Telémaco, llevado por la luz del cíclope. Mientras que mi madre se lamentaba sobre mi hombro, yo me acordé de los dibujos animados
Ulises 31
, cuyos títulos de crédito daban paso al anuncio que nos exhortaba a lavarnos los dientes. ¿Era París el cíclope al que debía vencer si quería continuar con mi viaje? Mi padre, con una sonrisa inmutable, humillado por las demostraciones de tristeza exageradas de mi madre, le dijo que tendría que alegrarse por verme capaz de valerme por mí mismo. Obtener un trabajo era lo más importante del mundo. Que además ese trabajo se ejerciera en París, en la Administración, le confería incluso más valor.
—Bien —dijo él, intentando acortar las muestras de cariño maternales—, en cuanto encuentres un apartamento, llámanos. Alquilaré una furgoneta y te llevaré los muebles. Intenta hacerlo rápido. No me gusta que mi coche duerma fuera, lo sabes de sobra.
Esa eventualidad lo atormentaba más que la aflicción de mi madre.
Mientras el tren arrancaba, yo agitaba la mano para decirles adiós. A pesar de la aprensión que me provocaba la idea de mi nueva vida, me sentía liberado. Y la hidra de dos cabezas, una sonriente y otra llorosa, me pareció de pronto inofensiva. Ignoraba que a pesar de la distancia, no podría evitar sus injerencias. El grano de arena estaba ya en el engranaje que había ensamblado pacientemente durante años, desde el mismo instante en el que la vida soñada había tomado forma en mi imaginación infantil hasta el cierre de la maleta la noche anterior a mi partida.
El 1 de septiembre caía en viernes. Iba a comenzar mi carrera yéndome de fin de semana. Aquello me pareció extraño, antinómico. No se debería convocar nunca a un joven funcionario un viernes. Eso le da la impresión de que comienza por el final, de que lo han contratado al revés. Además había leído en una revista que el famoso
Friday wear
de los anglosajones comenzaba a tener adeptos en Francia, por lo que era habitual cruzarse en los ascensores de los grandes edificios del barrio de La Défense con jóvenes ejecutivos dinámicos y liberados que habían cambiado por un día el traje y la corbata por una vestimenta más informal. De pronto no supe si debía escoger entre mis dos trajes, uno gris y otro azul marino, con y sin corbata, o contentarme con un simple pantalón beis y un polo con los faldones por fuera, sobre el que colocaría una chaqueta de lino, más apta para el calor de la temporada. Aquel era mi primer día. Y todo el mundo sabe que la impresión que se da en un primer día permanece y a veces es definitiva. Tenía dos opciones ante mí: parecer un estirado en una vestimenta estricta o dar una imagen más informal: la de un tipo que sigue las últimas tendencias de la moda. El dilema era enorme. Esa cuestión ocupó mis pensamientos los tres días previos e incluso vino a estropear mi descanso. La mañana del día i de septiembre, de pie delante del sofá sobre el que había estirado las tres vestimentas posibles para mi toma de posesión, sopesaba con una taza de café humeante en la mano, en calzoncillos y calcetines, las ventajas y los inconvenientes de cada una de las opciones e imaginaba las actitudes que habría que adoptar cuando saludara a mis superiores jerárquicos según hubiera escogido una u otra. Todas parecían apropiadas para la ocasión. Solo quedaba por saber si quería ser ese jovencillo con pinta de serio a quien se le puede confiar la resolución de problemas complejos o ese otro tipo relajado e indolente susceptible de dominar situaciones que requirieran una mayor sangre fría. Todo aquello comenzaba a parecerse demasiado a una vuelta al cole, salvo que en la época en la que estaba escolarizado, mi madre se ocupaba de solucionar ese tipo de problemas. Cada año, a principios de septiembre, compraba los nuevos uniformes, uno para el lunes y el martes, otro para el jueves y el viernes, aparte de un nuevo par de zapatos. El resto de tiempo, «las sobras», como lo llamaba ella, debía llevar mi vieja ropa, a menudo demasiado pequeña. Yo era el hazmerreír de mis compañeros, razón por la que terminaba volcándome en juegos solitarios cuando no había clase. El conjunto se completaba con un jersey de invierno tricotado las primeras tardes de otoño, el verdugo y la bufanda a juego. Mi madre, que anticipaba mi crecimiento, preveía siempre una talla de más. Este detalle podía fácilmente ser corregido en el caso del jersey dándole la vuelta a las mangas durante el tiempo que mis brazos necesitaran para crecer lo suficiente. No sucedía lo mismo con el verdugo, que flotaba alrededor de mi cabeza y me sumía en la oscuridad cada vez que intentaba mirar hacia los lados, lo que podía ser peligrosísimo en determinados momentos, como cuando intentaba cruzar la calle. En consecuencia, y por mi salud, aprendí a mover rápidamente mi cuerpo para poder mirar de derecha a izquierda. Conservo de ese ejercicio invernal una ligera desviación en las vértebras cervicales. Todavía hoy en día mantengo esa rigidez en el cuello que me confiere a veces el aspecto de hombre que contempla el mundo desde la distancia. Es más, mi madre, en el colmo del ahorro, escogía una lana que no era tal sino fibra acrílica. Aquellos jerséis hacían que me picara el cuello y resultaban ineficaces para combatir el frío. Por si fuera poco, los motivos que elegía para ellos estaban inspirados en los catálogos que le había regalado una vecina y que databan de los años sesenta. Así que me encontraba flotando en jerséis con dibujos más o menos geométricos —mi madre no estaba muy dotada para el punto— cuando mis compañeros llevaban sudaderas con imágenes de Goldorak y Albator. Yo siempre era el último. Y también lo era aquel 1 de septiembre. No conseguía decidirme. Terminé por salir al sol con el conjunto azul marino. Lo llevaba sin corbata, lo que me parecía el arreglo perfecto.