Authors: Jean-Claude Lalumière
Me resultó imposible ocultar aquel incidente en el informe de mi misión, pero como el jefe de gabinete ya no se encontraba allí, no dudé en señalarlo como único responsable. Unos días más tarde recibí la felicitación del cónsul de Francia en Yakutsk. En su carta concretaba que la delegación había apreciado especialmente el espectáculo cómico con el que había concluido la jornada. Mandé una copia de esa carta a Boutinot, así como al responsable de la oficina de los países en vías de creación, de quien dependíamos. Iniciativa afortunada. Semanas más tarde, el mismo responsable me requirió para llevar a cabo una operación en Georgia. Mi primera misión diplomática en el extranjero.
Algunos pensarán que era un poco precipitado confiarme semejante responsabilidad fuera del territorio nacional, pero se trataba de una misión de representación, por no decir de figurante. El retorno inesperado a nuestra sección de una cierta capacidad para asegurar las funciones que tenía asignadas antes de convertirse en un armario, animó a nuestro responsable a designar a alguien y me designó a mí. Sin embargo, no se puede considerar que se tratara de una misión gloriosa. Más bien era un examen de mis capacidades.
Los representantes de los mesjetis, población musulmana que había sido deportada de Georgia por el poder soviético tras la segunda guerra mundial y que jamás había sido rehabilitada después, organizaban una recepción en un gran hotel de Tiflis a la que estaban invitados los responsables diplomáticos de aquellos países con representación en la capital georgiana. El objetivo de esa recepción era presionar al gobierno georgiano para que resolviera la cuestión de la rehabilitación y que en el parlamento se tratara el proceso del regreso a Georgia de aquel pueblo dispersado por todos los países de la antigua Unión Soviética. Todos los invitados habían respondido a la convocatoria sin riesgo a que se produjera un conflicto diplomático con Georgia, ya que en las condiciones de ingreso en el Consejo de Europa en 1999 figuraba que debía encontrarse una solución al problema antes de 2011. La diáspora de los mesjetis se cifraba en unas cien mil personas y Francia quería prestar apoyo a aquellos que, en un futuro cercano, se convertirían en una fuerza política importante en Georgia, país con una posición estratégica clave por ser paso obligado hacia Europa del gas y del petróleo que se extrae en la región. Y esa es la razón por la que el ministro de Asuntos Exteriores de Francia había exigido que nuestra delegación fuera aquella noche la más visible y numerosa.
Pero antes de llegar a esa noche, tenía que preparar mi marcha.
Para empezar, anuncié la noticia a nuestro jefe de sección. Boutinot organizó sin demora una reunión en su despacho a la que convocó al equipo al completo. Estábamos Aline, Arlette, Marc, Philippe y yo mismo, apretados los unos contra los otros alrededor de la pequeña mesa del despacho de Boutinot sobre la que este había extendido un mapa de Georgia. Nos hizo una exposición sobre la conquista del Cáucaso y sobre las campañas de los jefes militares rusos Alekséi Pétrovich Yermólov, Mijáil Semiónovich Vorontsov y Aleksander V. Bariatinski. Todo aquello era muy interesante y duró casi una hora y media. El único problema es que aquella historia no nos era de ninguna ayuda ya que aquellas campañas habían tenido lugar en el siglo XIX...
—Esta misión no es un viaje de placer —concluyó él—. Créanme, esta región es un verdadero polvorín. Así que sea prudente, Boully, no quiero perder a uno de mis mejores hombres.
El cerebro de Boutinot, aun capaz de improvisar semejante conferencia, parecía ir de mal en peor. Además de que no me llamo Boully, algunos signos alarmantes confirmaban mis temores. La utilización casi exclusiva de sus capacidades cognitivas para memorizar los sucesos bélicos de la historia de la humanidad, su deseo apenas contenido de volver a entrar en guerra y la certeza que mostraba de estar a la cabeza de una unidad operativa de intervención secreta hacían de Boutinot una persona no apta para encargarse de nuestras misiones. Así pudimos constatarlo todos durante aquella reunión. Todos, salvo Philippe, quien se apresuró a archivar las notas que había tomado durante la exposición de Boutinot para después clasificarlas dentro de la carpeta etiquetada como «Georgia». Un informe beis.
Unas horas antes de que me marchara, cuando estaba a punto de cerrar mi maleta, Aline tuvo la brillante idea de llamarme para preguntarme si había cogido el esmoquin. Tuve el tiempo justo para dar con un negocio donde los alquilaban y pasar a recogerlo. Sin Aline, habría hecho el ridículo en Tifus.
Me acompañó al aeropuerto.
Cuando llegó el momento de separarnos, Aline sacó una pequeña tarjeta de su bolso y la deslizó en el bolsillo interior de mi chaqueta.
—Esto te permitirá viajar sin sentirte culpable. —¿Por qué debería sentirme culpable?
—Porque los aviones contaminan mucho.
Saqué la tarjeta. Llevaba escrito en el anverso el nombre de una gran cadena de tiendas eco-responsables. En la parte de delante se leía:
Cuando queman el carburante, los aviones emiten CO
2
y contribuyen al cambio climático. Para compensar las emisiones de carbono, participo, gracias a la compra de esta tarjeta, en la financiación de un proyecto que en algún lugar del mundo permite reducir las emisiones de CO
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la medida de mis posibilidades.
Volví a un periodo olvidado de mi infancia. Escuché la voz de mi padre decir, siguiendo los consejos «anti-derroche» prodigados por las campañas de concienciación, que «la calefacción a diecisiete grados es buena para el planeta». En lo más crudo del invierno, por más jerséis que lleváramos, teníamos frío. Naturalmente que esa sentencia siempre empezaba con un «además»: su motivación primera era siempre de orden económico.
—¿Me traerás un regalo?
Esa pequeña pregunta no era tal sino más bien una recomendación disfrazada.
Así que debía regresar con dos regalos de Georgia: uno para Mine y una camiseta para Marc, ya que ahora que compartía su secreto, me pedía que participara en su puesta en escena.
Se notaba que estaba contentísimo por irme. Georgia era uno de aquellos destinos que me habían hecho soñar de pequeño, mientras recorría el atlas que me había regalado mi tío Bertrand. El mar Negro, el Cáucaso, la ciudad de Tiflis, de la que había podido ver algunas fotos en
Geo
... Todos ellos eran lugares que habían despertado mi vocación por los asuntos exteriores. Desde siempre, imaginaba esos emplazamientos en los que el viajero desembarca con una pizca de angustia en el estómago ante la idea de descubrir territorios desconocidos y quizá peligrosos. Y si bien es cierto que formalmente nadie advertía que no se visitara Georgia, sí se recomendaba que no se viajara a algunas regiones separatistas cercanas como son las de Osetia del Sur o Abjasia, zonas en las que el poder central no había metido mano. Mientras embarcaba me imaginé en un pequeño mercado de Tiflis negociando con un mercader un chal de seda preciosa o comprando una camiseta para Marc de
I love Tiflis
y un icono de la Virgen —la inestabilidad política era propicia para que circularan obras de arte y antigüedades clandestinamente—, primera pieza de la colección que iría reuniendo gracias a los numerosos viajes que esperaba realizar a lo largo de mi carrera.
El vuelo directo duró tres horas, lo justo como para acabar harto por la presencia de un grupo de jubilados que iba a la Riviera georgiana y que bastó para desmitificar todas las ideas que hubiera podido hacerme de mi destino. Mi vecino, con una gorra azul, blanca y roja que el tour operador había regalado a cada uno de los miembros del grupo, me dijo que él iba a Georgia todos los años desde que se había independizado.
—Los hoteles son más baratos que en Turquía —me dijo.
Me contó que habían cogido el hábito, él y su mujer, de ir cada año a un país víctima de una catástrofe.
—Eso nos permite beneficiarnos de precios muy bajos —me precisó—. Visitamos Nueva York en 2001, Bali en 2002 y Madrid tras los atentados de Atocha. Sin olvidar Tailandia en 2006, justo después del tsunami.
No me atreví a abrir la boca. Imaginaba el álbum de fotos de vacaciones de mi interlocutor. Ella y él sonrientes en medio de los escombros. El mundo en rebajas. La ley del mercado adaptada al descubrimiento del planeta. Cristóbal Colón ya había descubierto América buscando una ruta más económica para llegar a las Indias.
—Lo que es cierto y bueno —añadió mi vecino— es que con la globalización no hay por qué adaptarse. Se encuentra de todo en todas partes.
Con solo unas palabras, aquel anciano había borrado toda la singularidad de mi viaje. Los turistas invadían el planeta con la única exigencia de no padecer un cambio demasiado brusco. Y los programas de las agencias de viaje respetaban su deseo prometiendo siempre lo mismo. Cualquiera que fuera el lugar, los argumentos eran idénticos, estaban formateados. El viaje importaba poco. Su nombre era suficiente con tal de que se encontrara serigrafiado en una camiseta. Las palabras del jubilado quedaron confirmadas cuando atravesé la capital georgiana para ir a las oficinas de la embajada: estaban presentes todas las grandes cadenas comerciales occidentales. Tuve la impresión de estar lejos sin estar en otro lugar. Mi frustración era enorme.
El chófer de la embajada me condujo directamente a la reunión que había organizado el agregado cultural, el «chico para todo» del embajador. Debía encontrarme con Su Excelencia esa tarde, durante el evento organizado por la asociación de mesjetis repatriados dirigida por los herederos de Baratachvili, líder histórico de la causa mesjeti. La embajada había movilizado a todas las fuerzas francesas presentes en Tiflis. Allí estaban el responsable de la Alianza Francesa, un inversor hotelero que quería instalarse en Abjasia, un cantante de orquesta originario de Castres que hacía carrera bajo el seudónimo de Gilbert Gilbert en Rustavi 2, la cadena de radiodifusión georgiana independiente, un oficial de Naciones Unidas responsable de la UNOMIG (Misión de Naciones Unidas en Georgia) y otros más cuyas razones para hallarse en Georgia he olvidado.
Nuestra consigna era no relacionarnos solo con franceses. Movilidad y amabilidad eran las dos órdenes dadas. Que nos vieran, y nos vieran bien, era nuestro objetivo. Para ello, el agregado cultural había previsto una sorpresa que recaía en la persona de Gilbert Gilbert, verdadera estrella local por lo que logré averiguar y, por lo tanto, nuestra mejor baza. Gilbert Gilbert debía interpretar algunos clásicos franceses en georgiano:
Á bicyclette, Les Champs Élysées, Ne me quitte pas, La Vie en rose
y, como final explosivo,
Alexandrie Alexandra
, una canción que, en palabras de Gilbert Gilbert, «iba a hacer arder» a los presentes.
La velada transcurriría en uno de los salones del Sheraton Metechi Palace Hotel, un armatoste de hormigón plantado en mitad del barrio histórico de Tiflis. Mi taxi giró en una glorieta muy grande ante el hotel y se estacionó frente a la entrada principal. Un aparcacoches abrió la puerta, me invitó a bajar y, después, con tono de pocos amigos, invitó al taxista a que se marchara. Detrás, una limusina esperaba que se vaciara la plaza. Una mujer joven y fantástica bajó de ella. Me aparté para dejarla pasar. Llevaba un vestido blanco de delicada tela, finamente bordado en oro y evidentemente manufacturado por manos expertas, que dejaba adivinar su anatomía sin desvelar los detalles. Su cabellera, de un castaño oscuro, estaba sujeta con un moño alto y hacía destacar su cara de pálida piel y sus ojos hipnotizadores, como dos bolas de ónice, que provocaron en mí una inmovilidad inmediata. La mano delicada que le tendió al portero para que la ayudara a salir me recordó la fragilidad de las figuras de porcelana que decoraban el mueble del cuarto de estar de mis padres. Aquellas figuras representaban a una pareja del siglo XVIII andando por el campo. Ella vestía un traje de época que resaltaba su talle fino, asegurado con un corsé que además servía para alzar un escote prominente. Él llevaba pantalones cortos y, arriba, una larga chaqueta de brocado. Del cuello salían unas chorreras blancas. Un tricornio en la cabeza y un par de zapatos con una hebilla completaban su atuendo. La espada que llevaba al cinto no fue de ninguna ayuda cuando en una reproducción de la Revolución francesa, lancé a Big Jim y a Action Man al asalto de la pareja con gorgueras. Todavía hoy se pueden percibir los restos del pegamento en su brazo. La delicada sombrilla con la que la joven protegía a su pareja de los efectos del sol acabó en uno de los cajones del mueble, envuelta en papel de burbujas, ya que ningún pegamento logró jamás volver a ponerla en su sitio.
—Es Ilkinur, la hija pequeña de Baratachvili —me susurró el agregado cultural de la embajada, que acababa de llegar.
El evento había reunido a la flor y nata de la sociedad, la gente más cosmopolita y políglota de Tifus. Allí se congregaba un centenar de nacionalidades diferentes, desde los vecinos turcos cercanos al poder de Moscú, pasando por estadounidenses y miembros de la mayoría de países de Europa, alguna nación del Oriente Próximo o del Medio y de Asia, de manera que, en resumen, estaban todos cuantos debían estar. La fiesta fue tan concurrida que sería difícil decir cuál fue el país mejor representado. Oía hablar en francés un poco por todas partes, lo que podía ser fruto de nuestra táctica de dispersión, o porque tradicionalmente el francés ha sido la lengua común en las charlas del mundo diplomático.
Dejamos a nuestros compañeros para unirnos al embajador. El agregado cultural me informó de que este siempre se situaba a la derecha del bufé, cerca de la pila de platos, por ser una posición estratégica que le permitía saludar a todo el mundo. En el trayecto hicimos un alto varias veces para saludar a algunos invitados. El agregado cultural me presentó al embajador de Japón, que iba vestido con un impecable esmoquin, pero que, siguiendo las tradiciones de su país, se paseaba en calcetines. Al darse cuenta de su error, volvió deprisa al guardarropa. Saludamos después a una mujer de avanzada edad, embajadora de un país cuyo nombre he olvidado, que hablaba con un acento eslavo o báltico. Perdonadme por mi imprecisión, pero toda mi atención se centró en la enorme verruga que coronaba su barbilla y que un voluminoso moño intentaba disimular jugando al contraste al crear una enorme desproporción entre la parte delantera y la trasera de su cabeza. Y todo en vano, porque el apéndice peludo llamaba tanto la atención como una bailarina en el escenario de un cabaré. Un poco más adelante, el agregado cultural se detuvo para saludar a una criatura de ensueño a la que no me presentó. Llevaba un vestido de cachemira. Mientras el agregado cultural hablaba, ella inspiró profundamente y yo pude admirar por un instante la fineza de su chaqueta y la ligereza de su vestido. Por fin llegamos hasta el embajador que, como estaba previsto, se encontraba a la derecha del bufé.