Después de esquivar al comisario de policía y a algunos cerradores de puertas, a los bomberos, encontrar por primera vez al matador de ratas y pasar desapercibidos ante el hombre del sombrero de fieltro, el vizconde y yo conseguimos llegar sin obstáculos al tercer sótano, entre el bastidor y el decorado de El rey de Lahore. Puse en acción el resorte de la piedra y saltamos a la morada que Erik se había construido en la doble envoltura de las paredes de los cimientos de la ópera (y con la mayor sencillez del mundo, porque Erik fue uno de los primeros maestros de obras de Philippe Garnier, el arquitecto de la Opera, y continuó trabajando misteriosamente solo, cuando los trabajos habían sido suspendidos oficialmente durante la guerra, el sitio de París y la Comuna).
Conocía lo suficiente a Erik para tener la presunción de llegar a descubrir todos los trucos que habría podido pergeñar durante todo este tiempo. Tampoco estaba nada tranquilo al saltar dentro de su casa. Sabía lo que había hecho de cierto palacio de Mazenderan. Convirtió el edificio más noble del mundo en la casa del diablo, donde no podía pronunciarse una palabra sin que fuera espiada o devuelta por el eco. ¡Cuántos dramas familiares, cuántas tragedias sangrientas arrastraba tras de sí el monstruo con sus trampillas! Esto sin tener en cuenta que, en los palacios que él había «trucado», no podía saberse exactamente dónde se encontraba uno. Tenía invenciones sorprendentes. Sin duda, la más curiosa, la más horrible y la más peligrosa de todas era la cámara de los suplicios, con excepción de casos excepcionales en los que la pequeña sultana se divertía haciendo sufrir a algún plebeyo, no dejaban entrar más que a los condenados a muerte. A mi modo de ver era la invención más atroz de las horas rosas de Mazenderan. Además, cuando el visitante que había entrado en la cámara de los suplicios ya no podía aguantar más, le estaba permitido siempre acabar con un lazo del Pendjab, que dejaban a su disposición al pie del árbol de hierro.
Así, cuál no sería mi sorpresa, poco después de entrar en la morada del monstruo, al caer en la cuenta de que la habitación a la que acabábamos de saltar el vizconde de Chagny y yo era precisamente la reconstrucción exacta de la cámara de los suplicios de las horas rosas de Mazenderan.
Encontré a nuestros pies el lazo del Pendjab que había temido tanto durante toda la noche. Estaba convencido de que aquel lazo había servido ya para Joseph Buquet. El jefe de tramoyistas debía haber sorprendido a Erik, igual que, yo, en el momento en que ponía en juego la piedra del tercer sótano. Luego, por curiosidad, había intentado pasar a su vez antes de que la piedra volviera a cerrarse, y había ido a caer a la cámara de los suplicios, de la que no había vuelto a salir más que ahorcado. Me imaginaba muy bien a Erik arrastrando el cuerpo, del que quería librarse, hasta el decorado de El rey de Lahore y colgándolo allí para dar ejemplo o para aumentar el terror supersticioso que debía ayudarle a vigilar los accesos de la caverna.
Pero, tras reflexionar, Erik había vuelto a buscar el lazo del Pendjab, que está hecho curiosamente de tripas de gato y que hubiera podido excitar la curiosidad de un juez de instrucción. Así se explicaba la desaparición de la cuerda del ahorcado.
Y he aquí que descubría el lazo a nuestros pies en la cámara de los suplicios… No soy nada pusilánime, pero un sudor frío me inundó el rostro.
La linterna, cuyo pequeño disco rojo paseaba por las paredes de la famosísima cámara, temblaba en mi mano.
El señor de Chagny se dio cuenta y me dijo:
—¿Qué pasa, señor?
Le hice una violenta señal de que se callara, ya que aún abrigaba la suprema esperanza de que nos encontráramos en la cámara de los suplicios sin que el monstruo lo supiera.
Pero ni aquella esperanza era la salvación, ya que aún podía imaginar muy bien que, por el lado del sótano, la cámara de los suplicios protegía la mansión del Lago, quizás incluso automáticamente.
Sí, los suplicios iban a comenzar quizás automáticamente.
¿Quién hubiera sido capaz de decir qué gestos nuestros los desencadenarían?
Recomendé a mi compañero la inmovilidad más absoluta. Un silencio aplastante se cernía sobre nosotros.
Y mi linterna roja seguía dando la vuelta a la cámara de los suplicios… la reconocía, sí… la reconocía…
EN LA CÁMARA DE LOS SUPLICIOS
Sigue el relato del Persa
Nos encontrábamos en medio de una pequeña sala de forma perfectamente hexagonal…, cuyas seis caras estaban forradas interiormente de espejos…, de arriba a abajo… En los ángulos se distinguía muy bien las juntas de los espejos, los pequeños sectores destinados a girar sobre sus goznes…, sí, sí, los reconocí…, y reconocí el árbol de hierro en un rincón, al final de uno de estos pequeños sectores…, el árbol de hierro con su rama de hierro…, para los ahorcados.
Había cogido el brazo de mi compañero. El vizconde de Chagny temblaba, dispuesto a gritar a su prometida para decirle que había venido en su ayuda… Yo temía que no pudiera contenerse.
De repente, oímos un ruido a nuestra izquierda.
Al principio, fue como una puerta que se abriera y se cerrara en la habitación de al lado, después hubo un gemido sordo. Retuve con más fuerza aún el brazo del señor de Chagny. Luego oímos claramente estas palabras:
—¡Tómalo o déjalo! ¡La misa de bodas o la misa de difuntos!
Reconocí la voz del monstruo.
Volvió a oírse un gemido.
Después, un largo silencio.
Estaba persuadido entonces de que el monstruo ignoraba nuestra presencia en su morada, ya que de lo contrario se las habría arreglado para que no le oyéramos. Le hubiera bastado con cerrar herméticamente la ventanita invisible por la que los que gustan de los suplicios miran dentro de la cámara.
Además, estaba seguro de que, si él estuviera enterado de nuestra presencia, los suplicios ya habrían empezado.
Teníamos pues una buena ventaja sobre Erik: nos encontrábamos a su lado y él no sabía nada.
Lo importante era no hacérselo saber y lo que más temía era la impulsividad del vizconde de Chagny, que quería lanzarse a través de las paredes para alcanzar a Christine Daaé, cuyos gemidos creíamos oír por momentos.
—¡La misa de difuntos no es muy alegre! —continuó diciendo Erik—, mientras que la misa de bodas, esa sí, es magnífica. Hay que tomar una decisión y saber lo que se quiere. A mí me es imposible seguir viviendo así, en el fondo de la tierra, en un agujero, como un topo. Don Juan Triunfante está terminado, ahora quiero vivir como todo el mundo. Quiero tener una mujer como todo el mundo, ir a pasear el domingo. He inventado una máscara con la que parezco la persona más normal del mundo. No llamará la atención de nadie. Serás la más feliz de las mujeres. Y cantaremos solo para nosotros, hasta morir. ¡Lloras! ¡Tienes miedo de mí! Sin embargo, en el fondo no soy malo. ¡Ámame y lo verás! ¡Sólo me ha faltado que me amaran para ser bueno! Si tú me amaras sería manso como un cordero y harías de mí lo que quisieras.
El gemido que acompañaba a esta especie de letanía de amor fue en aumento. Jamás he oído algo más desesperado, y el señor de Chagny y yo reconocimos que Erik era el que emitía aquella espantosa lamentación. En cuanto a Christine, quizá detrás de la pared que teníamos delante nuestro, debía estar muda de horror, sin fuerzas para gritar, con el monstruo a sus pies.
Este lamento era sonoro, atronador y estentóreo como la queja del océano. Por tres veces Erik arrojó aquel lamento de la roca de su garganta.
—¡Tú no me amas! ¡Tú no me amas! ¡Tú no me amas! —Después, se calmó—: ¿Por qué lloras? Sabes muy bien que me haces daño.
Se hizo el silencio.
Cada silencio suponía para nosotros una esperanza. Nos decíamos: «Quizás detrás de la pared, él se ha ido y dejado a Christine Daaé sola».
Sólo pensábamos en indicar a Christine Daaé nuestra presencia sin que el monstruo se diera cuenta.
Ahora, la única forma de salir de la cámara de los suplicios era que Christine nos abriera la puerta; de no ser así, no podríamos socorrerla, ya que ignorábamos incluso dónde se encontraba la puerta.
De repente, el silencio de al lado fue turbado por el ruido de un timbre eléctrico.
Al otro lado de la pared se oyó un salto y la voz de trueno de Erik:
—¡Llaman! Que entre —una lúgubre carcajada sarcástica—. ¿Quién viene a molestarnos? Espérame aquí un momento…, voy a decirle a la sirena que abra.
Unos pasos se alejaron, una puerta se cerró. No tuve tiempo de pensar en el nuevo horror que se preparaba; olvidé que quizás el monstruo salía para cometer un nuevo crimen. No pensé más que en una cosa: ¡Christine se encontraba sola al otro lado de la pared! El vizconde de Chagny ya la llamaba.
—¡Christine, Christine!
Si oíamos lo que decían en la habitación de al lado, no había motivo para creer que mi compañero no fuera oído a su vez. Sin embargo, el vizconde tuvo que repetir varias veces su llamada. Por fin, una voz débil llegó hasta nosotros.
—¿Estaré soñando?
—¡Christine, Christine! ¡Soy yo, Raoul! —Silencio—. Contéstame Christine… ¡Si está sola, contésteme, por lo que usted más quiera!
Entonces, la voz de Christine murmuro el nombre de Raoul.
—¡Sí, sí, soy yo! ¡No es un sueño!… Christine, tenga confianza… Estamos aquí para salvarla… ¡Ni una imprudencia…! Cuando oiga al monstruo, avísenos.
—¡Raoul, Raoul!
Se hizo repetir varias que no soñaba y que Raoul de Chagny había podido llegar hasta ella, conducido por un fiel compañero que conocía el secreto de la mansión de Erik.
Pero en seguida, a la rápida alegría que le traía nuestra presencia, siguió un temor aún mayor. Quería que Raoul se marchara en el acto. Temblaba de miedo a que Erik descubriera su escondite, ya que en ese caso no hubiera dudado en matar al joven. Nos hizo saber en pocas palabras que Erik se había vuelto absolutamente loco de amor y que estaba decidido a matar a todo el mundo y a él mismo con el mundo, si ella no consentía en convertirse en su mujer ante el alcalde y el párroco, el párroco de la Madeleine. La había dejado hasta el día siguiente a las once para meditar. Era el último plazo. Entonces, tendría que elegir, como decía él, entre la misa de bodas o la de difuntos.
Y Erik había pronunciado esta frase que Christine no había comprendido enteramente: «¡Sí o no; si es no, todo el mundo puede darse por muerto y enterrado!».
Pero yo comprendí aquella frase perfectamente, porque respondía de forma amenazante a mi temible pensamiento.
—¿Podría decirnos dónde está Erik? —le pregunté.
Ella contestó que debía haber salido de la mansión.
—¿Podría asegurarse de ello?
—¡No!… Estoy atada…, no puedo hacer ni un solo gesto. Al saberlo, el señor de Chagny y yo no pudimos contener un grito de rabia. La salvación de los tres dependía de la libertad de movimientos de la joven.
—¡Oh! ¡Liberarla, llegar hasta ella!
—Pero, ¿dónde están? —volvió a preguntar Christine—. Hay sólo dos puertas en mi habitación, la habitación estilo Luis Felipe de la que le he hablado, Raoul…, una puerta por la que entra y sale Erik, y otra que no ha abierto jamás delante de mí y por la que me ha prohibido pasar por ser, según dice, la más peligrosa de las puertas…, ¡la puerta de los suplicios!
—¡Christine, estamos detrás de esa puerta!…
—¿Están en la cámara de los suplicios?
—Sí, pero no vemos la puerta.
—¡Ay!… Si al menos pudiera arrastrarme hasta allí… Golpearía contra la puerta y así sabrían dónde está.
—¿Es una puerta con cerradura? —pregunté.
—Sí, con cerradura.
Pensé: se abre del otro lado con una llave, como todas las puertas, pero por nuestro lado se abre con el resorte y el contrapeso, y no va a ser fácil descubrirlo.
—¡Señorita! —dije—. ¡Es absolutamente necesario que nos abra esa puerta!
—Pero, ¿cómo? —respondió la voz desolada de Christine. Oímos un cuerpo que se movía, que intentaba librarse de las ligaduras que la aprisionaban…
—Sólo nos salvaremos con astucia —dije—. ¡Necesitamos la llave de esa puerta!
—Sé dónde está —contestó Christine que parecía agotada por el esfuerzo que acababa de hacer—, pero estoy bien atada… ¡Miserable!…
Se oyó un sollozo.
—¿Dónde está la llave? —pregunté, ordenando al señor de Chagny que se callara y me dejara llevar el asunto porque no podíamos perder ni un instante.
—En la habitación, junto al órgano, con otra llavecita de bronce que igualmente me ha prohibido tocar. Están en una bolsita de cuero a la que él llama La bolsita de la vida y de la muerte… ¡Raoul! ¡Raoul!… Huya… Aquí todo es misterioso y terrible… Erik se ya volver completamente loco… ¡Y ustedes en la cámara los suplicios!… ¡Salgan por donde han venido! ¡Esa cámara debe tener motivos para llamarse así!
—¡Christine, saldremos de aquí juntos o moriremos juntos! —dijo el joven.
—Tenemos que salir de aquí sanos y salvos —susurré—, pero debemos conservar la sangre fría. ¿Por qué la ha atado, señorita? No puede huir de aquí, y él lo sabe.
—¡Quise matarme! El monstruo, esta noche, después, haberme traído aquí desvanecida, medio cloroformizada, se había ausentado. Había ido, parece ser —es él quien me lo ha dicho—, a visitar a su banquero… Cuando ha vuelto, me ha encontrado con el rostro ensangrentado… ¡yo había querido matarme! ¡Me había golpeado la frente contra las paredes!
—¡Christine! —gimió Raoul, y empezó a sollozar.
—Entonces, me ató… No tengo derecho a morir hasta mañana a las once…
Toda esta conversación a través de la pared fue mucho más «entrecortada» y mucho más cautelosa de lo que podría dar idea transcribiéndola aquí. A menudo nos deteníamos en medio de una frase, porque nos había parecido oír un crujido, un paso, un murmullo insólito… Ella nos decía:
—¡No, no es él!… Ha salido… ¡Estoy segura de que ha salido! He reconocido el ruido que hace al cerrarse la pared del lago.
—Señorita —declaré—, el monstruo mismo la ha atado… También será él quien la desate… No tiene más que simular una comedia… ¡No olvide usted que la ama!
—¡Desgraciada de mí! —oírnos—. ¿Cómo podría olvidarlo?
—Recuérdelo para sonreírle… suplíquele, dígale que esas ataduras le hacen daño.
Pero Christine Daaé nos dijo:
—¡Chisss!… Oigo algo en la pared del lago… ¡Es él!… ¡Váyanse! ¡Váyanse!… ¡Váyanse!…