El fantasma de la ópera (29 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

BOOK: El fantasma de la ópera
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A su vez, Raoul se arrodilló y se colgó con las dos manos de la trampilla.

—¡Suéltese del todo! —oyó, y cayó en brazos del Persa, que le ordenó inmediatamente echarse al suelo, volvió a cerrar la trampilla sobre sus cabezas, sin que Raoul pudiera saber cómo, y fue a tumbarse al lado del vizconde.

Éste quiso hacerle una pregunta, pero la mano del Persa se apoyó en su boca e inmediatamente oyó una voz a la que reconoció como la del comisario de policía que hacía un momento le había interrogado.

Ambos se encontraban entonces detrás de un tabique que los ocultaba perfectamente. Cerca de allí, una estrecha escalera subía a una pequeña habitación por la cual debía de pasearse el comisario haciendo preguntas, ya que se oía el ruido de sus pasos al tiempo que el de su voz.

La luz que rodeaba los objetos era muy débil, pero, al salir de aquella espesa oscuridad que reinaba en el corredor secreto de arriba, Raoul no tenía dificultad en distinguirlos.

No pudo contener una sorda exclamación al ver de pronto tres cadáveres.

El primero estaba tendido sobre el estrecho rellano de la escalerilla que subía hacia la puerta tras la cual se oía al comisario; los otros dos se encontraban debajo de la escalera, con los brazos en cruz. Pasando los dedos a través del tabique que los ocultaba, Raoul hubiera podido tocar la mano de alguno de aquellos desgraciados.

—¡Silencio! —susurró de nuevo el Persa.

También él había visto los cuerpos y con una sola palabra lo explicó todo:

—¡¡Él!!

Ahora se oía la voz del comisario con mayor intensidad. Pedía explicaciones acerca del sistema de iluminación, que el regidor le daba. El comisario debía estar en el «registro», o en sus dependencias. Contrariamente a lo que podría creerse, cuando se trataba de un teatro de ópera, el «registro» no estaba destinado a ejecutar música.

Por aquella época, la electricidad se empleaba sólo para ciertos efectos escénicos muy restringidos y para los timbres. El inmenso edificio y el mismo escenario aún se iluminaban con gas, y se regulaba y modificaba siempre la iluminación del decorado con gas hidrógeno; y eso se hacía mediante un aparato especial al que la multiplicidad de sus tubos hizo que fuera bautizado como «registro de órgano».

Al lado de la concha del apuntador, había reservado un nicho para el jefe de iluminación, que desde allí daba las órdenes a sus empleados, mientras vigilaba su ejecución. En este nicho era el lugar donde Mauclair se encontraba durante todas las representaciones.

Sin embargo, Mauclair no estaba en su nicho, y tampoco sus empleados ocupaban sus puestos.

—¡Mauclair, Mauclair!

La voz del regidor resonaba ahora en los bajos como en un tambor. Pero Mauclair no contestaba.

Ya hemos dicho que había una puerta que daba a una escalerilla que subía del segundo sótano. El comisario la empujó, pero la puerta resistió.

—¡Vaya, vaya! —dijo—. Vea usted, señor regidor… No puedo abrir esa puerta… ¿Siempre es tan difícil?

El regidor, empujó la puerta con un vigoroso golpe. Se dio cuenta de que, al mismo tiempo, empujaba a un cuerpo humano y no pudo contener una exclamación. Reconoció inmediatamente a aquel cuerpo:

—¡Mauclair!

Todas las personas que habían seguido al comisario en aquella visita al registro avanzaron inquietos.

—¡Qué desgracia, está muerto! —gimió el regidor.

Pero el comisario Mifroid, a quien nada sorprende, está ya inclinado sobre aquel enorme cuerpo.

—¡No —dijo—, lo que ocurre es que lleva una borrachera de cuidado! —dijo—. No es lo mismo.

—Sería la primera vez —declaró el regidor.

—Entonces le han dado un narcótico… ¡Es muy posible! Mifroid se incorporó, bajó algunos peldaños más y exclamó:

—¡Miren!

A la luz de un farolillo rojo, al pie de la escalera había tendidos dos cuerpos más. El encargado reconoció a los ayudantes de Mauclair, Mifroid bajó y los auscultó.

—Duermen profundamente —dijo—. ¡Extraño! No podemos dudar de la intervención de un desconocido en el servicio de iluminación…, ¡y ese desconocido trabajaba sin duda para el raptor!… ¡Pero qué curiosa idea la de raptar a una artista en escena!… ¡Son ganas de crearse dificultades, de eso estoy seguro! ¡Que busquen al médico del teatro! —y Mifroid repitió—: ¡Extraño caso, muy extraño!

Después, volvió a entrar en el pequeño cuarto, dirigiéndose a dos personas a las que, desde el lugar en que se encontraban, Raoul ni el Persa podían ver.

—¿Qué dicen ustedes de todo esto, señores? —preguntó—. Son ustedes los únicos que no han dado su opinión. Sin embargo, deben tener una ligera idea…

Entonces, por encima del rellano, Raoul y el Persa vieron avanzar a las caras anonadadas de los dos directores —no se veía más que sus siluetas sobre el rellano— y oyeron la voz conmovida de Moncharmin:

—Hoy están ocurriendo aquí una serie de cosas, señor comisario, a las que no podemos dar explicación alguna.

Y las dos siluetas desaparecieron.

—Gracias por la información, señores —dijo Mifroid en tono socarrón.

Pero el regidor, cuya barbilla descansaba ahora en el hueco de su mano derecha, lo que significa un acto de reflexión profunda, dijo:

—No es la primera vez que Mauclair se duerme en el teatro. Recuerdo haberle encontrado una noche roncando en su nicho, junto a su tabaquera.

—¿Hace mucho de eso? —preguntó el señor Mifroid, mientras limpiaba meticulosamente los cristales de su binóculo, ya que el comisario era miope como les suele ocurrir a los mejores ojos del mundo.

—¡Dios mío! No hace mucho… —dijo el regidor—. ¡Mire!… Era la noche…, sí, seguro…, la noche en que la Carlotta, ya lo sabe señor comisario, lanzó su famoso ¡cuac!

—¿La noche en que la Carlotta lanzó su famoso ¡cuac!?

Y el señor Mifroid, tras volver a colocarse en la nariz el binóculo de cristales transparentes, miró fijamente al encargado como si quisiera adivinar su pensamiento.

—¿Así que Mauclair toma rapé? —preguntó en tono despreocupado.

—Claro que sí, señor comisario… Mire, precisamente allí, en esa tablilla está su tabaquera… ¡Oh, toma mucho!

—¡También yo! —dijo el señor Mifroid, y metió la tabaquera en su bolsillo.

Raoul y el Persa asistieron, sin que nadie sospechara su presencia, al traslado de los tres cuerpos que los tramoyistas vinieron a llevarse. El comisario los siguió y todo el mundo volvió a subir tras él. Por algunos instantes se oyeron sus pasos que resonaban sobre el escenario.

Cuando estuvieron solos, el Persa indicó a Raoul que se levantara. Éste obedeció; pero, como no había vuelto a alzar la mano a la altura de los ojos, dispuesta a disparar, igual que el Persa; éste le recomendó volver a ponerse en aquella posición y no abandonarla pasara lo que pasase.

—Pero esto cansa inútilmente la mano —murmuró Raoul—, y si disparo no lo haré con seguridad.

—Cambie el arma de mano, entonces —concedió el Persa.

—¡No sé disparar con la mano izquierda!

A lo cual replicó el Persa con esta declaración extraña, que desde luego no era la más indicada para aclarar las cosas en el cerebro trastornado del joven:

—No se trata de disparar con la mano izquierda o con la mano derecha; se trata de tener una de las manos puesta como si fuera a apretar el gatillo de una pistola, teniendo el brazo medio doblado; en cuanto a la pistola en sí, después de todo, puede guardarla en el bolsillo.

Y añadió:

—¡Que esto quede bien claro, o no respondo de nada! ¡Es una cuestión de vida o muerte! Ahora, ¡silencio y sígame!

Se hallaban entonces en el segundo sótano. Raoul podía entre= ver tan sólo, a la luz de algunas velas inmóviles, dispersas en sus cárceles de cristal, una ínfima parte de ese abismo extravagante, sublime e infantil, divertido como un teatro de polichinelas, espantoso como un abismo, que constituye los sótanos de la Ópera.

Son formidables y son cinco. Reproducen todos los planos del escenario, sus trampas y trampillas. Los escotillones están allí reemplazados por raíles. Enormes vigas transversales soportan trampas y trampillas. Vigas, que se apoyan en bloques de fundición o de piedra, soleras o «chisteras» que forman una serie de soportes que permiten dejar paso libre a las «glorias»
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y a otras combinaciones o trucos. Se da cierta estabilidad a estos aparatos uniéndolos por medio de ganchos de hierro y según las necesidades del momento. Los tornos de mano, los tambores y los contrapesos están generosamente distribuidos en los sótanos. Sirven para maniobrar los grandes decorados, para realizar los cambios a la vista, para provocar la desaparición súbita de los personajes de los magos. Es en los sótanos, han dicho los señores X, Y, Z, que han dedicado a la obra de Garnier
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un estudio muy interesante, donde se transforma a los cacoquimios
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en hermosos caballeros, a las horribles brujas en hadas radiantes de juventud. Tan pronto sale Satán de los sótanos como se sumerge en ellos. Las luces del infierno escapan de allí y el coro de los demonios los ocupan.

… Y los fantasmas se pasean como por su casa…

Raoul seguía al Persa, obedeciendo al pie de la letra sus recomendaciones sin intentar entender los gestos que le ordenaba…, diciéndose que no le quedaba más esperanza que él.

¿Qué hubiera hecho sin su compañero en aquel espantoso dédalo?

¿Acaso no se habría visto detenido continuamente por la maraña de vigas y cuerdas? ¿No se vería atrapado en aquella gigantesca tela de araña?

Y, de haber podido pasar a través de aquella red de alambres y de contrapesos que sin cesar aparecían ante él, corría el riesgo de caer en uno de los agujeros que se abrían por momentos bajo sus pies y cuyo fondo de tinieblas no podía alcanzar su mirada.

Bajaban, seguían bajando…

Ahora se encontraban en el tercer sótano.

Seguían guiándose en la oscuridad, gracias a alguna lamparilla lejana…

Cuanto más bajaban, más precauciones parecía tomar el Persa… No cesaba de volverse hacia Raoul y de recomendarle que siguiera sus instrucciones señalándole el nodo de poner la mano, desarmada ahora, pero siempre dispuesta a disparar como si empuñara una pistola.

De repente una voz atronadora les dejó clavados. Alguien gritaba encima de ellos:

—¡Al escenario todos los «cerradores de puertas»! El comisario de policía les reclama.

… Se oyeron pasos y unas sombras se deslizaron en la sombra. El Persa había llevado a Raoul detrás de un bastidor… Vieron pasar muy cerca y por encima de sus cabezas a viejos encorvados por los años y el peso de los decorados de la ópera. Algunos casi no podían sostenerse de pie…, otros, por costumbre, con la espalda doblada y las manos tendidas hacia delante, buscaban puertas que cerrar.

Así eran los cerradores de puertas…, antiguos tramoyistas agotados, de los que unos directores caritativos se habían apiadado. Les había hecho encargados de las puertas en los sótanos y en los tejados. Iban y venían sin cesar, de arriba a abajo del escenario, para cerrar las puertas, y se les llamaba también por aquella época, ya que me parece que ahora están todos muertos, «los cazadores de corrientes de aire».

Las corrientes de aire, vengan de donde vengan, son muy malas para la voz
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El Persa y Raoul se felicitaron de aquel incidente que les libraba de testigos molestos, ya que alguno de los cerradores de puertas, al no tener nada que hacer ni incluso tampoco un domicilio, se quedaba por pereza o por necesidad en la ópera y pasaba la noche en ella. Podían tropezar con ellos, despertarlos y tener que dar explicaciones. El interrogatorio del señor Mifroid salvaba a nuestros dos compañeros de aquellos encuentros desafortunados.

Pero no pudieron disfrutar por mucho tiempo de la soledad… Otras sombras bajaban ahora por el mismo camino por el que los «cerradores de puertas» habían subido. Cada una de estas sombras llevaba una pequeña linterna… que agitaban moviéndola arriba y abajo, examinándolo todo a su alrededor y con todo el aspecto de buscar algo o a alguien.

—¡Vaya! —murmuró el Persa…

—No sé qué estarán buscando, pero podrían encontrarnos… ¡huyamos!… ¡de prisa!… ¡La mano en guardia, señor, siempre dispuesta para disparar! Pliegue más el brazo, así… la plano a la altura del ojo, como si se batiera en duelo y esperara la orden de «fuego». Meta su pistola en el bolsillo. ¡Deprisa, bajemos! (arrastraba a Raoul hacia el cuarto sótano…). A la altura del ojo, es cuestión de vida o muerte… ¡Por aquí, por esta escalera! (llegaban al quinto sótano). ¡Ah, qué duelo, señor, qué duelo!

El Persa suspiró aliviado al llegar al quinto sótano… Parecía disfrutar de algo más de seguridad de la que había mostrado antes, cuando se habían detenido ambos en el tercer sótano, sin embargo no abandonaba la posición de la mano…

Raoul tuvo tiempo de extrañarse, una vez más, por lo demás sin hacer ninguna nueva observación. Ninguna, ya que en verdad no era el momento de extrañarse de aquella extraordinaria concepción de la defensa personal que consistía en guardar la pistola en el bolsillo mientras que la mano seguía dispuesta a servirse de ella, como si la pistola estuviera aún en la mano, a la altura del ojo, posición de espera de la orden de «fuego» en los duelos de aquella época.

Con respecto a esto, Raoul creía recordar perfectamente que le había dicho: «Son pistolas de las que estoy seguro».

De lo que le parecía lógico deducir lo siguiente: «¿Qué le importaba estar seguro de unas pistolas a las que no va a utilizar?».

Pero el Persa le detuvo en sus vagos intentos reflexivos. Haciéndole señal de detenerse, volvió a subir unos peldaños de la escalera que acababan de dejar. Después volvió rápidamente al lado de Raoul.

—¡Qué tontos somos! —le susurró—. Pronto nos veremos libres de esas sombras de las linternas… Son los bomberos que hacen su ronda
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.

Los dos hombres permanecieron entonces a la defensiva durante cinco largos minutos por lo menos; después, el Persa arrastró a Raoul hacia la escalera que acababan de bajar; pero, de repente, con un gesto volvió a ordenarle inmovilidad.

Ante ellos, la oscuridad se movía.

—¡Cuerpo a tierra! —exclamó el Persa con un susurró. Los dos hombres se tiraron al suelo.

Justo a tiempo.

… Una sombra que, esta vez, no llevaba ninguna linterna…, tan sólo una sombra en la sombra pasaba.

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