El fantasma de la ópera (30 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

BOOK: El fantasma de la ópera
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Pasó tan cerca de ellos que podía tocarlos.

Sintieron sobre sus rostros el soplo cálido de su capa…

Ya que pudieron distinguirle lo suficiente como para ver que la sombra llevaba una capa que la envolvía de la cabeza a los pies. En la cabeza, un sombrero blando de fieltro.

… Se alejó, rozando las paredes con el pie y dando a veces, en las esquinas, patadas a las paredes.

—¡Uff!… —exclamó el Persa—, de buena nos hemos librado… Esa sombra me conoce y ya me ha llevado dos veces al despacho del director.

—¿Será alguien de la policía del teatro? —preguntó Raoul.

—¡Alguien mucho peor! —contestó sin dar más explicaciones el Persa
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.

—¿No será él?

—¿Él?… Si no llega por detrás, veremos antes sus ojos de oro… Esa es nuestra pequeña fuerza en la oscuridad. Pero puede llegar por detrás, con pasos de lobo… y somos hombres muertos si no llevamos siempre las manos como si fueran a disparar, a la altura del ojo, hacia adelante.

El Persa no había terminado aún de formular sus consejos, cuando una figura fantástica apareció ante los dos hombres.

… Un cuerpo entero… una cara; no solamente dos ojos de oro.

… Sino un rostro luminoso… una figura en llamas…

Sí, una figura en llamas que avanzaba a la altura de un hombre. ¡Pero sin cuerpo!

Aquella figura desprendía fuego.

En la oscuridad parecía una llama con forma de cuerpo humano.

—¡Vaya! —exclamó el Persa entre dientes—, ¡es la primera vez que la veo!… El teniente de bomberos no estaba loco, él también la había visto… ¿Qué serán esas llamas? No es él, pero bien puede ser él quien nos la envía… ¡Cuidado!… ¡Cuidado!… Ponga la mano a la altura del ojo, ¡por lo que más quiera!… a la altura del ojo.

La figura de fuego, que tenía un aspecto infernal de demonio en llamas, seguía avanzando a la altura de un hombre, sin cuerpo, delante de los dos hombres aterrorizados…

—Quizá él nos envíe a esta cosa por delante para mejor sorprendernos por detrás…, o por los lados… ¡Nunca se sabe con él!… Conozco muchos de sus trucos…, ¡pero éste…, éste no lo conocía aún!… ¡Huyamos!…, por prudencia… sólo… ¡por prudencia!… la mano a la altura del ojo.

Y huyeron los dos juntos a lo largo del corredor subterráneo que se habría ante ellos.

Tras unos segundos de carrera, que parecieron larguísimos minutos, se detuvieron.

—Es curioso —dijo el Persa—, rara vez viene él por aquí. ¡Este lado no le interesa!… ¡No conduce ni al Lago ni a la mansión del Lago!… Pero quizá sepa que estamos sobre sus pasos,… a pesar de que yo le haya prometido dejarlo tranquilo y no volver a meterme en sus asuntos.

Al decir esto, volvió la cabeza, y Raoul también.

Vieron de pronto la cabeza de fuego detrás de las suyas. Los había seguido… Debía haber corrido también, y quizás aún más aprisa que ellos, porque les pareció que se había acercado.

Empezaron a distinguir a la vez un ruido cuyo origen les resultaba imposible adivinar. Sólo cayeron en la cuenta de que este ruido parecía desplazarse y acercarse junto con la llama-figura-de-hombre. Eran chirridos o más bien crujidos, como si miles de uñas rascaran una pizarra, produciendo un ruido absolutamente insoportable similar al que a veces se produce por culpa de una piedrecita engastada en una barra de tiza que chirría en la pizarra.

Siguieron retrocediendo, pero la figura-llama avanzaba, seguía avanzando ganándoles terreno. Ahora ya se distinguían muy bien sus rasgos. Los ojos eran completamente redondos y fijos, la nariz un poco torcida y la boca grande, con un labio inferior que colgaba en forma de semicírculo; recordaban los ojos, la nariz y el labio de la luna cuando la luna está totalmente roja, color sangre.

¿Cómo podía deslizarse aquella luna roja en las tinieblas, a la altura de un hombre, sin ningún apoyo, sin cuerpo para sostenerla, al menos aparentemente? ¿Cómo caminaba tan de prisa, en línea recta, con los ojos fijos, tan fijos? ¿De dónde venía todo ese crujir, chirriar, golpear que arrastraba tras de sí?

Por fin, el Persa y Raoul no pudieron retroceder más y se aplastaron contra la pared, sin saber qué iba a pasarles, quedando a merced de aquella figura incomprensible de fuego y, sobre todo ahora, del ruido más intenso, más vivo, muy «numeroso», ya que sin duda aquel ruido era producido por cientos de pequeños ruidos que se agitaban en las tinieblas, bajo la cabeza-llama.

La cabeza-llama, sigue avanzando… ¡Ya está aquí!… Con su ruido… ¡Ya está junto a ellos!…

Los dos compañeros, pegados a la pared, sienten que los cabellos se les erizan de horror, porque ahora ya saben de dónde proceden los miles de ruidos. Avanzan en tropel, rodando por las sombras en innumerables olas pequeñas y apretadas, más rápidas que las que trotan en la arena con la marca alta, pequeñas olas nocturnas que corretean bajo la luna, bajo la luna-cabeza-de-llama.

Las pequeñas olas se deslizan entre sus piernas, suben por ellas, irresistiblemente. Entonces, Raoul y el Persa no pueden retener sus gritos de horror, espanto y dolor.

Tampoco pueden continuar manteniendo las manos a la altura del ojo, postura de duelo en aquella época, antes de la orden de «fuego». Sus manos bajan a las piernas para alejar las pequeñas olas luminosas que arrastran cositas agudas, olas llenas de patas, uñas, garras y dientes.

Sí, sí, Raoul y el Persa están a punto de desmayarse como el teniente de bomberos Papin. Pero la cabeza-fuego se ha vuelto hacia ellos al oír sus aullidos. Y les habla:

—¡No os mováis! ¡No os mováis!… Sobre todo, ¡no me sigáis!… ¡Soy el matador de ratas!… ¡Dejadme pasar con mis ratas!…

Bruscamente desaparece la cabeza-fuego y se esfuma en las tinieblas mientras, ante ella, el corredor se ilumina a lo lejos, gracias al movimiento que el matador de ratas ha hecho con su linterna sorda. Antes, para no espantar las ratas, había vuelto la linterna hacia él, iluminando su propia cabeza; ahora, para apresurar su huida, alumbra el espacio negro ante él… Y entonces da un brinco, arrastrando consigo las olas de ratas, trepadoras, crujientes, los miles de ruidos…

El Persa y Raoul, liberados, respiran, si bien aún temblorosos.

—Debería haber recordado que Erik me habló del matador de ratas —dijo el Persa—. Pero no me había dicho que tenía este aspecto… Es extraño que no lo haya encontrado jamás
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.

»¡Creía que se trataba de una de las jugadas del monstruo!… —suspiró—. Pero no, nunca viene a estos parajes».

—¿Estamos muy lejos del lago? —preguntó Raoul—. ¿Cuándo llegaremos?… ¡Vamos al lago! ¡Vamos al lago!… Cuando lleguemos al lago llamaremos, golpearemos las paredes, gritaremos…

¡Christine nos oirá!… ¡Y también él nos oirá!… Y si usted le conoce, le hablaremos.

—¡No sea infantil! —exclamó el Persa—. Nunca entraremos en la mansión del Lago por el lago.

—¿Por qué no?

—Porque allí es donde ha acumulado toda su defensa… Ni siquiera yo he podido llegar a la otra orilla,… a la orilla de la casa… Primero hay que atravesar el lago…, ¡y le aseguro que está bien protegido!… Me temo que más de uno de estos antiguos tramoyistas, viejos cerradores de puertas que han desaparecido misteriosamente, intentaron simplemente atravesar el lago… Es terrible… Yo también estuve a punto de quedarme allí… ¡Si el monstruo no me hubiera reconocido a tiempo!… Un consejo, amigo. No se acerque jamás al lago… Y, sobre todo, tápese los oídos si oye cantar a la Voz bajo el agua, la voz de la Sirena.

—Pero entonces —replicó Raoul en un transporte de fiebre, de impaciencia y de rabia—, ¿qué hacemos aquí?… Si no puede hacer nada por Christine, déjeme al menos morir buscándola.

El Persa intentó calmar al joven.

—Sólo disponemos de un medio para salvar a Christine Daaé, créame, y es penetrando en esa mansión sin que el monstruo se dé cuenta.

—¿Y cree que podremos hacerlo?

—¡Si no tuviera esa esperanza no habría venido en su busca! —¿Por dónde entraremos en la mansión del Lago sin pasar por el lago?

—Por el tercer sótano, del que tan inoportunamente hemos sido expulsados, señor, y al cual volveremos ahora mismo… Le diré, señor —exclamó el Persa con la voz súbitamente alterada—, le diré el lugar exacto… Se encuentra entre unos bastidores y un decorado abandonado de El rey de Lahore, exactamente en el lugar en que encontró la muerte Joseph Buquet…

—¡Ah! ¿aquel jefe de los tramoyistas al que se encontró ahorcado?

—Sí, señor —añadió en tono singular el Persa—, y cuya cuerda no pudo ser hallada… ¡Vamos! ¡Ánimo!… en marcha…, y vuelva a poner la mano en guardia, señor… Pero, ¿dónde estamos?

El Persa se vio obligado a encender de nuevo la linterna. Dirigió el haz luminoso hacia dos amplios corredores que se cruzaban en ángulo recto y cuyas bóvedas se perdían en el infinito.

—Debemos estar —dijo— en la parte reservada al servicio de aguas… No veo ningún fuego proveniente de las calderas.

Precedió a Raoul, buscando el camino, deteniéndose bruscamente al paso de algún hidráulico. Después, tuvieron que ocultarse ante el resplandor de una especie de fragua subterránea que acababan de apagar y ante la cual Raoul reconoció a los demonios entrevistos por Christine en su primer viaje el día de su primer rapto.

Volvían poco a poco al prodigioso sótano que se hallaba debajo del escenario.

Debían encontrarse entonces en el fondo de la cuba, a una gran profundidad, si pensamos que habían excavado la tierra quince metros por debajo de las capas de agua que había en toda aquella parte de la capital, y que hubo que drenar toda el agua… Se sacó tanta agua que, para hacerse una idea de la cantidad expulsada por las bombas, habría que imaginar una superficie como el patio del Louvre con una altura de una vez y media la de las torres de Notre-Dame. De todos modos, tuvieron que conservar un lago.

En aquel momento el Persa tocó una pared y dijo:

—Si no me equivoco, éste podría ser uno de los muros de la mansión del Lago.

Golpeó entonces contra una pared de la cuba. Quizá no sea del todo inútil informar al lector de cómo habían construido el fondo y las paredes de la cuba.

Con el fin de evitar que las aguas que rodean la construcción quedasen en contacto inmediato con las paredes que aguantaban todo el armazón de la maquinaria teatral, cuyo conjunto de estructuras, de carpintería, cerrajería y pinturas debe quedar aislado de la humedad, el arquitecto se vio obligado a construir en todas partes una doble envoltura.

El trabajo para construir esta doble envoltura llevó un año entero. El Persa golpeaba la pared de la primera envoltura mientras hablaba a Raoul de la mansión del Lago. Para alguien que conociera la arquitectura del monumento, el gesto del Persa parecía indicar que la misteriosa casa de Erik había sido construida en la doble envoltura formada por un grueso muro hecho en estacada, una enorme capa de cemento y otro muro de varios metros de espesor.

Detrás del Persa, Raoul se había aplastado contra pared y había escuchado con avidez.

… Pero no oyó nada,… nada más que pasos lejanos que sonaban en el suelo, en la parte alta del teatro.

El Persa había vuelto a apagar su linterna.

—¡Cuidado! —dijo—. ¡Cuidado con la mano! Y ahora mucho silencio, porque intentaremos entrar en su casa. Y lo arrastró hasta la escalerilla que habían bajado antes… Volvieron a subirla, deteniéndose en cada escalón, espiando las sombras y el silencio…

Pronto se encontraron en el tercer sótano…

Entonces el Persa hizo una señal a Raoul de ponerse de rodillas y así, arrastrándose de rodillas y sobre una mano —la otra mano seguía en la posición indicada— llegaron hasta la pared del fondo. Apoyada en aquella pared había un gran lienzo abandonado del decorado de El rey de Lahore.

Y justo al lado de aquel decorado, un portante…

Entre el decorado y el portante no había más espacio que para un cuerpo.

… Un cuerpo como el que un día se había encontrado colgado… el cuerpo de Joseph Buquet.

Siempre de rodillas, el Persa se había detenido. Escuchaba. Por un momento pareció dudar y miró a Raoul; después, sus ojos se clavaron arriba, en el segundo sótano, que les enviaba el débil resplandor de una linterna filtrándose entre dos tablas. Evidentemente aquel resplandor molestaba al Persa. Por fin, agachó la cabeza y se decidió.

Se deslizó entre el portante y el decorado de El rey de Lahore. Raoul le siguió de cerca.

La mano libre del Persa tanteaba la pared. Raoul la vio un instante apoyarse con fuerza, como lo había hecho en la pared del camerino de Christine…

Y una piedra basculó…

Ahora, había un agujero en la pared…

Esta vez el Persa sacó la pistola del bolsillo e indicó a Raoul que hiciera lo mismo. Montó la pistola.

Con decisión, y siempre de rodillas, se introdujo en el agujero que la piedra, al bascular, había dejado en la pared.

Raoul, que habría querido pasar el primero, tuvo que contentarse con seguirlo.

El agujero era muy estrecho. El Persa se detuvo casi en seguida. Raoul le oía tantear la piedra a su alrededor. Después, volvió a sacar su linterna y se inclinó hacia adelante. Examinó algo debajo suyo e inmediatamente apagó la linterna. Raoul oyó que le decía en un suspiro.

—Tendremos que dejamos caer algunos metros, sin hacer ruido; sáquese los botines.

Por su parte, el Persa procedía ya a esta operación. Pasó sus zapatos a Raoul.

—Déjelos junto a la pared —dijo—. Los recogeremos al salir
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.

El Persa avanzó un poco. Después, se volvió del todo, siempre de rodillas, y se encontró así frente a Raoul. Le dijo:

—Voy a colgarme con las manos del extremo de la piedra y a dejarme caer en su casa. Después usted hará exactamente lo mismo. No tema: lo recibiré en mis brazos.

El Persa hizo lo que había dicho, y Raoul oyó en seguida un ruido sordo que evidentemente había sido producido por la caída del Persa. El joven se estremeció, temiendo que aquel ruido revelase su presencia.

Sin embargo, más que aquel ruido, era la ausencia de ruidos lo que a Raoul le llenaba de angustia. ¿Por qué, si según el Persa acababan de entrar en la mansión del Lago, no oían a Christine?… ¡Ni un solo grito!… ¡Ni una llamada!… ¡Ni un gemido!… ¡Grandes dioses! ¿Habrían llegado demasiado tarde?…

Arañando con las rodillas la pared, agarrándose a la piedra con sus dedos nerviosos, Raoul se dejó caer a su vez.

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