Había tres kilómetros hasta el muelle. Nuestros caminos laterales son poco más que surcos. A ambos lados del sendero de mi campamento hay zarzas y una febril profusión de malezas que han crecido en viejas trincheras de batalla, en este caso zanjas cavadas para los cimientos de casuchas cuyas paredes nunca fueron levantadas. El miasma de la insuficiencia de fondos satura el aire. Tábanos color verde botella, grandes como abejorros, atormentan a todo el mundo en verano, y otros insectos aborrecibles, viscosos como babosas, se prenden al cabello de los que hacen footing. Si la nieve se funde, el suelo tiene hasta marzo el aspecto de un mendigo del Bowery durmiendo la mona. Un deshielo fuerte produce un fango semejante al de la Primera Guerra Mundial. Más de una vez me fue imposible, sin la ayuda de remolques y cables, recorrer con mi jeep la distancia que separa la carretera del muelle, pero esa noche el barro todavía estaba duro, y el hielo mezclado con la grava formaba una buena base, de modo que pude avanzar sin problemas por el camino desierto en medio de un paisaje de desolación. En un claro vi el armazón de un remolque para botes herrumbrado y partido en dos. Aun en la oscuridad sabía distinguir esos objetos, pues los conocía muy bien. Me alegré al llegar al último delta de senderos y surcos que se dirigen a los diferentes campamentos que hay junto a la costa.
Una vez en nuestro muelle, metí el automóvil en la cochera, pero antes de apagar el motor pude oír el agua de la bahía agitándose en el canal. El rugido era más fuerte de lo que nunca lo había sido, o al menos eso me parecía. Era como si escuchase el continuo gruñido de un terremoto. Entonces me quité el impermeable y lo dejé en el coche. Esa noche, remar a través del canal difícilmente sería un acto rutinario.
Estoy acostumbrado a convivir con el miedo. Padezco de tensión ocupacional, lo mismo que un buen hombre de negocios que se preocupa por los fondos disponibles, sus infracciones a las reglamentaciones del gobierno, sus litigios, el estado de su salud y el lugar donde será enterrado. No, para mí es peor. Vivo con un temor primordial. Invariablemente, mi tarea profesional específica constituye mi miedo principal. Sin embargo, existe también lo que Harlot solía llamar «Reina por un día», esto es, la vieja sensación de tener el corazón en la boca que se experimenta el día de la batalla.
Ahora, la Reina por un día me dominaba. No quería remar desde la parte de atrás de Mount Desert hasta la casa en Doane, que, como ya he dicho, se encuentra a unos doscientos metros, pero ¿cuándo había estado peor el agua? Las tablas del muelle se sacudían. El agua era un torrente horripilante, y estaba tan helada que si el bote volcaba yo no sobreviviría ni un minuto. ¿Podría nadar aunque sólo fuese un par de metros antes de que los pulmones se me llenasen de agua? De modo que me puse a reflexionar sobre la conveniencia de desandar el camino, volver a la carretera estatal y continuar viaje hasta Southwest Harbour, donde encontraría un motel en el que pasar la noche. Desde luego, la idea no me entusiasmaba, pero el bote podía ser peor.
No lo pensé demasiado. Si deseaba ver a Kittredge cuanto antes, debía arriesgarme. Bendito Harlot. Si lo lograba, me sentiría mucho mejor. Y si acaso nunca llegaba a destino, bien, pues mi alma se purificaría por lo de Chloe, y hasta puede que fuese absuelto entre el tolete y el fondo del mar.
Subí al bote. Tenemos varios bastante viejos, de madera reseca, que hacen agua por todas partes, y sin embargo tan dignos del mar como un viejo marinero, pero ahora estaba en el muelle nuestro bote más nuevo, de fibra de vidrio con asientos de nogal y relucientes navíos. Aunque tenía sus vicios, entre ellos la tendencia de todos los botes de plástico a sacudirse como una pluma, reaccionaba rápidamente ante el menor movimiento de los remos. A veces necesitamos un tonto hermoso que nos guíe en medio de la tormenta.
Deslicé el bote desde el muelle hasta el agua menos agitada de la banda de sotavento, de un salto me situé de cara a la proa, puse los remos en posición y, aturdido, me dispuse a cruzar los setenta metros del canal sin carenar hasta una distancia de trescientos metros corriente abajo. Si me alejaba más, perdería de vista la isla Doane, con lo que el bote quedaría a merced de las aguas de la bahía de Blue Hill, una perspectiva nada agradable en una noche como ésa.
Permítanme decirles que fue el ejemplo más puro de cómo remar con un solo remo, el de babor, ya que el de estribor era poco más que un balancín. Corcoveaba como un vaquero sobre un potro mecánico. Un cubo de agua helada, pesado como la cola de un pez de cinco kilos, me dio una bofetada en el rostro en mitad de una bogada. Seguí remando con el brazo izquierdo. Un impulso equivocado y me encontraría avanzando corriente abajo en medio del canal. El agua llegaba hasta mí como si fuese una lluvia de espuma, y azotaba con furia la pobre cascara de plástico. Y si hablamos de estar empapado, yo lo estaba hasta los huesos. Tuve la primera premonición de que me ahogaría. La proa se hundió violentamente en el mar y un muro de agua se estrelló contra mi rostro y me inundó la garganta. Tosí, remé, y habría rezado si no hubiese oído la voz de un pescador que cantaba en griego. No era un griego que yo pudiera reconocer. Los sonidos eran más fuertes que los del gaélico. La cabeza comenzó a darme vueltas. La proa se desvió de rumbo. Por segunda vez esa noche, entré en barrena y perdí la noción de los remos, es decir, por un instante no supe qué remo usar. Mis conmutadores internos se invirtieron —¡por algún fallo fatal! — y literalmente me precipité corriente abajo, con la popa hacia delante. Enloquecido, accioné el remo de estribor, luego ambos remos, después el de babor, hasta que logré salir del remolino. Estaba a menos de diez metros de la costa de Doane, y había cruzado el canal. Me hallaba ahora entre dos grandes rocas que emergían del agua.
En ese plácido estanque descansé. Todavía tenía por delante cinco metros de agua. Estaba congelado y los pulmones me ardían, pero era necesario hacer un último esfuerzo. Allí sentado entre las rocas, inclinado sobre los remos para conservar la posición, oía el ulular del viento. Estaba regresando a Kittredge, a mi buena y abandonada Kittredge, y vi en mi mente cómo se ensombrecía su expresión. Había furia en su rostro. «Vete, Harry», decía el viento.
Cogí los remos. «Doane es el lugar donde se supone que debo estar esta noche», me dije con toda la sencillez (e inexplicable confusión) con que uno se acerca a un mostrador para retirar el billete de un viaje convenido desde hace mucho, y reinicié mi avance. Di cinco buenas paladas con el remo de babor y otras dos con el de estribor y llegué a un reborde oscuro, reboté y caí sobre la playa de piedras y guijarros. El sonido de aquellas pequeñas piedras bajo el peso del bote fue tan satisfactorio para mis oídos como debe de serlo para los de un perro el crujir de un hueso. El riesgo había valido la pena. Me sentía tan bombardeado como el Príncipe de Gales después de una noche en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, y no menos príncipe que él. Además, jadeaba, temblaba, y estaba calado hasta los huesos.
Tiré del bote y lo arrastré más allá de la última franja de algas hasta la hierba alta en el punto sur de Doane. Debido al viento, no sólo di vuelta el bote sino que metí los remos debajo y amarré la embarcación a un árbol. Luego avancé con dificultad a lo largo de Long Doane, el sendero principal de la isla, de unos cuatrocientos metros de largo, en dirección a la Custodia, ubicado en la cintura que mira hacia el oeste, frente a la bahía de Blue Hill.
Las tierras yermas al otro lado del canal están apestadas y en ellas abundan los pantanos, mientras que Doane es hermosa. Nuestro bosquecillo se ve favorecido por la profundidad aterciopelada de muchas cuevas musgosas. El verde oscuro es nuestro color dominante en primavera, verano y otoño. Nuestros senderos están cubiertos de agujas rojas. Los abetos se elevan sobre los alerces, mientras que los pinos se inclinan ante los requerimientos del viento. Imploran al mar con una rama y alzan una espada con la otra. Ondean ante el vuelo de las gaviotas y se estremecen con el paso de los gansos. Se yerguen con la niebla en la costa.
Si se considera que a punto estuve de zozobrar en la oscuridad, esta descripción de nuestra isla durante el día debe de parecer demasiado plácida, pero es debido a que en ella prevalecen los silencios. No tuve más que pisar tierra para que mis sentidos se calmaran. Podía ver la isla tal como se me aparece a la luz del día, y conocía cada verde resquicio al que me acercaba, cada arrecife junto al cual pasaba a lo largo de la costa. La isla era igual que una casa. Nos sentíamos habitando una vivienda dentro de otra. Puede parecer exagerado, lo sé, pero en invierno la Custodia, sin nadie más que Kittredge y yo en él, habría sido enorme como una caverna de no ser por el abrazo de Doane. Habitar un círculo dentro de otro es caer bajo el influjo de un hechizo.
¿Qué intento decir? En esta época de inhumanos edificios de apartamentos, Kittredge y yo aún vivíamos como un conde y condesa en bancarrota. La Custodia era una propiedad demasiado vasta para dos personas. Mi tatarabuelo, Doane Hadlock Hubbard, había adosado un granero al primer edificio, una casa de campo construida por Farr como una fortaleza. Generaciones sucesivas añadieron cañerías y tabiques. El granero se utilizaba como alojamiento temporal cuando los miembros de la familia que nos visitaban en el verano excedían la capacidad de la casa. Un año, mi madre, con su gusto extravagante y opulento, acosó a mi padre hasta que lo convenció de que contratase a un arquitecto con el fin de que diseñara una larga sala de estar en la que abundaran la madera dorada y los vidrios, y que se proyectara desde el primer piso trazando un arco sobre la bahía de Blue Hill. Desde ella, una vez terminada, alcanzábamos a divisar otras islas que se elevaban, luminosas, al amanecer, o se desvanecían en el horizonte como barcos en medio de la niebla nocturna. A veces veíamos en Maine crepúsculos dignos del trópico. Esta moderna habitación era tan parecida al salón de primera clase de un transatlántico que terminamos llamándola el Cunard.
De modo que estaba yo regresando a una casa cuyas partes llevaban los nombres de la Cripta, el Cunard, el Campamento y la Custodia (título este último que designaba la construcción original pero que, a fin de evitar malentendidos, utilizábamos para referirnos al conjunto). En invierno vivíamos en la vieja Custodia —¿de qué otra manera podíamos llamarla? — y en verano ocupábamos el resto, a excepción de la Cripta, cuando llegaban los primos de Kittredge con sus hijos, así como mis primos con sus mujeres y niños. Entonces los ritos continuaban como antes. Durante mi infancia solía pasar un par de semanas en Doane con mi padre. Más tarde, ya adolescente, una prueba de iniciación había consistido en reunir toda la locura familiar para saltar desde el balcón del Cunard a las aguas de la bahía de Blue Hill. Era una zambullida de más de diez metros, lo que daba tiempo suficiente para calcular la distancia, que parecía interminable. Se tardaba una eternidad en llegar al agua (o algo así como un segundo y medio). Sin embargo, qué felicidad cuando ascendía entre burbujas hacia la superficie fría como el hielo. ¡Cuánta virtud canturreaba en mi sangre cuando nadaba hacia la costa! Tanto mis primos como yo nos sentimos héroes ese memorable primer día en que logramos dominar el terror y lanzarnos al vacío.
Esa se había convertido en la primera proeza del verano para una nueva generación de niños. ¡Cómo se llenaba de sonidos la casa cuando subían corriendo las escaleras para intentarlo de nuevo! En invierno, aun cuando en ocasiones Kittredge y yo encendíamos el hogar del Cunard y si el día era soleado trabajábamos hasta el atardecer aprovechando la luz que entraba por las ventanas, generalmente permanecíamos en las habitaciones de la Vieja Custodia, viviendo el uno para el otro en medio de una calma y un silencio tales que cada aposento se impregnaba de su propio temperamento, y aunque hubiese estampado su firma en él no habría llegado a ser más particular. A veces sentía yo que conocía cada cuarto del modo en que un granjero conoce su ganado. Pero si no fuese porque temo que pocos lo entenderían, me animaría a insinuar que hablaba con ellos, y que me respondían. Dejémoslo así. Hago ver esto sólo para insistir en que Kittredge y yo no estábamos solos.
Sin embargo, yo aún estaba fuera, y de pronto tomé conciencia de que me encontraba al borde del congelamiento. El calor que había sentido al remar hacia la costa, al atravesar Long Doane en la oscuridad, había desaparecido. Eché a correr. Sin advertirlo, ese calor había dado paso a espasmos de frío, y llegué a la puerta principal de la Custodia con las manos tan entumecidas que a duras penas pude introducir la llave en la cerradura.
Una vez dentro miré alrededor en busca de Kittredge, pero no vi a nadie. No podía creer que estuviera en nuestra habitación durmiendo en vez de esperar mi regreso. Decepcionado como un muchacho a quien han rechazado una invitación a bailar, no subí la escalera sino que me dirigí a un pequeño cuarto junto a la despensa. Allí me quité el traje de franela gris que estaba completamente mojado y me puse una camisa vieja y unos pantalones de jardinero con un olor tenue pero inconfundible a sudor y fertilizante. La mezcla no me gustaba demasiado, pero tal vez lo que necesitaba era pagar un precio por lo mucho que había disfrutado esa noche. ¿O era quizá que no quería ver a Kittredge con la misma ropa que había usado mientras estaba con Chloe?
Me zampé un buen trago de Bushmills Irish, para lo cual debí recorrer tres pasos hasta la despensa, donde guardaba mi reserva privada, y mis temblores cesaron. Después de la segunda dosis de whisky empecé a sentirme como una copia mejorada de mí mismo. Unas palabras famosas, pronunciadas por legiones de estadounidenses, acudieron a mis labios: «Terminemos de una vez».
El valor infundido por el alcohol se aguó cuando subí la escalera. La sala empezó a parecerme tan larga como cuando era niño. La puerta de nuestro dormitorio estaba cerrada. Giré lentamente el picaporte. Había echado la llave. Atravesó mi corazón un cerrojo semejante al que siente un acusado cuando es declarado culpable. Sacudí el picaporte.
—Kittredge —llamé en voz alta.
Oí un susurro al otro lado de la puerta. ¿O simplemente lo imaginé? Mis oídos estaban confundidos por el viento que agitaba las contraventanas, produciendo un sonido similar al de aves picoteando un cadáver.