Kittredge tenía sangre de las tierras altas escocesas por ambas partes, y es sabido que algunos habitantes de esas regiones son celtas hasta la raíz. No todos los escoceses se conforman con los bancos, la práctica presbiteriana o imaginando controles para la ley; los hay que adquieren una casa en la zona que separa este mundo del próximo. No hacen sonar las gaitas por poca cosa.
—¿Quieres hablarme de esta mujer? —pregunté.
—Harry, hace diez años que está muerta. No sé por qué trata de comunicarse conmigo ahora.
—Bien, ¿quién es?
No contestó directamente.
—Harry —dijo—, últimamente he estado pensando en Howard Hunt.
—¿Howard? ¿E. Howard Hunt?
—Sí. ¿Sabes dónde está?
—En realidad, no. En algún lugar tranquilo, supongo, recogiendo los pedazos.
—Pobre hombre —dijo ella—. ¿Sabes que lo conocí hace mucho, en esa fiesta en que mis padres me presentaron a Allen Dulles? Allen dijo: «Kitty, éste es Howard Hunt. Un novelista de primera».
Yo no creo que el oficial del Gran Caso Blanco tuviera grandes dotes de crítico literario.
—Verás, el señor Dulles era muy afecto a los superlativos.
—¿Lo dices en serio? —La había hecho reír—. Una vez me dijo: «Cal Hubbard sería el Teddy Roosevelt de nuestro equipo si no fuera por Kermit Roosevelt». Por Dios, tu padre. Encaja bien.
Volvió a reír, pero su voz, honesta como un arroyo lleno de las movedizas luces que trazan las nubes voladoras y el lecho de guijarros, había entrado en la sombra.
—Cuéntame acerca de la mujer.
—Es Dorothy Hunt, querido —dijo Kittredge —. Ha salido del maderaje.
—No sabía que la conocieras tan bien.
—No. Pero una vez Hugh y yo invitamos a comer a los Hunt.
—Por supuesto. Me acuerdo de eso.
—Y yo me acuerdo de ella. Una mujer inteligente. Almorzamos juntas varias veces. Tanto más profunda que el pobre Howard.
—¿Qué dice?
—Harry, dice: «No les permitas descansar». Eso es todo. Como si ambas supiéramos a quiénes se refiere.
No dije nada. La delicada pero penetrante consternación de Kittredge me llegó a través de la línea. Estuve a punto de preguntarle si alguna vez le había preguntado algo a Hugh acerca de los Grandes Santones, pero me lo callé. Yo desconfiaba de los teléfonos, especialmente del mío. Si bien no habíamos dicho nada que pudiera causar problemas, era necesario hacer todo lo posible para mantener la conversación bajo control.
—Qué curioso eso que me dices de Dorothy —dije, simplemente, sin agregar nada más.
Kittredge notó el cambio en el tono de mi voz. Ella también tomó conciencia del teléfono. Claro que había que tener en cuenta su sentido perverso de la malignidad. Si alguien estaba oyendo la conversación, ella debía ofrecerles algo para confundirlos.
—No me gustó el mensaje de Gallstone —afirmó.
—¿Que decía?
Como ya habrán imaginado, Gallstone era otro de los nombres de Harlot.
—Bien, fue enviado. Gilley Butler, ese horrendo factótum, vino a verme esta tarde. Debe de haber cogido nuestro bote para cruzar. Me entregó el sobre con una sonrisita de lo más vulgar. Estaba terriblemente borracho, y actuaba como si lo más importante fuera conseguir que me metiese en una cueva con él. Me di cuenta por su actitud de que alguien le había pagado una buena suma por traer el sobre. Un aire espantoso emanaba de su persona. Tenía un aspecto superior y vil al mismo tiempo.
—¿Qué decía el mensaje? —pregunté.
—Quinientos setenta y un días en Venus. Más uno en año bisiesto. Ocho meses para hacerlo todo.
—No puede estar bien —repliqué, como si hubiera entendido cada palabra.
—Desde luego que no.
Terminamos diciéndonos cuánto nos echábamos de menos el uno al otro, como si faltaran años y no un par de horas para volver a vernos. Luego colgamos. Una vez en el coche, cogí de la guantera una edición económica y bastante raída de los poemas de T. S. Eliot. Los ocho meses que se mencionaban en el telegrama se referían al quinto poema del volumen. Habíamos acordado agregar el número del mes —marzo era el tercer mes— al número del poema. Venus era un aditamento para distraer la atención, pero quinientos setenta y uno más uno, según nuestro acuerdo privado de restar quinientos, conducía a los versos setenta y uno y setenta y dos, que era — ¿me atrevo a confesarlo?—
La tierra baldía
. Para cualquier persona inteligente que tuviera la misma edición de los poemas escogidos de Eliot no sería muy difícil descifrar el código, pero sólo Harlot, Kittredge y yo sabíamos de qué libro se trataba.
He aquí el mensaje de Harlot, los versos setenta y uno y setenta y dos:
Ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año?
Lo había vuelto a hacer. Ignoraba qué quería decir Harlot, pero no me gustaba. Yo creía que disfrutábamos de una tregua.
El año después de mi casamiento con Kittredge, cuando su ex marido Hugh Montague soportaba noches de tormento, enviaba telegramas horrendos desde su silla de ruedas. El primero llegó en nuestra noche de bodas: «Afortunados sois por el undécimo rodar de los dados. Debéis besaros quinientas veintiocho veces más dos y guardar las sábanas. Firmado Montón Amistoso». La traducción era:
...Tu sombra por la mañana caminando detrás de ti
O tu sombra por la tarde, subiendo a tu encuentro;
Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo.
Esto sirvió para dar color a nuestra noche de bodas. Ahora, después de todos esos años, volvía a enviarnos mensajes personales. Quizás era eso lo que me merecía. Aspiré la culpable criminalidad de Chloe.
Naturalmente, la crueldad puede ser una cura para la tensión cuando le es impuesta a un hombre culpable. (Eso dice nuestro sistema penal.) El mensaje de Harlot, siniestro como la niebla —«ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín»— producía un efecto equivalente en mí a las dificultades del clima. Me hallaba por fin preparado para cualquier cosa. Podía pensar mientras mis reflejos se ocupaban de conducir y, dadas las características de nuestra conversación telefónica, tenía bastante en que meditar. Trataba de decidir si Kittredge tendría alguna idea de lo que eran los Grandes Santones. Por cierto, yo no se lo había dicho, y ahora quedaba claro que Harlot tampoco. El tono de voz de mi mujer revelaba que no sabía nada acerca de Dorothy Hunt. Parecía ignorar por completo que Harlot y yo habíamos unido nuestras fuerzas.
Era obvio que, para poder pensar en todo esto, necesitaba el poder de la meditación que sólo un viaje más tranquilo puede ofrecer. Después de dejar atrás Belfast, donde la carretera i enlaza con la 3, aprecié un cambio en el tiempo. El aire era menos frío; el aguanieve se había convertido en lluvia y el camino, aunque mojado, estaba libre de hielo. Logré concentrarme por entero en mis pensamientos. En el fichero especial asignado a los Grandes Santones, Dorothy Hunt ocupaba un sobre de papel manila.
Al sur del Potomac, justo debajo de Washington, los bosques de Virginia no habían recibido un buen trato en manos de quienes se habían beneficiado con ellos durante los últimos diez años. Los pantanos habían sido drenados y cubiertos con asfalto, y ahora estaban cuarteados por superautopistas, salpicados de implantes de corporaciones (me refiero a edificios de oficinas) y cadenas de edificios de apartamentos arracimados como moléculas. Actualmente, los aparcamientos son en verano tan biliosos como el gas natural. Yo no era partidario de que se urbanizaran los húmedos ambientes donde había trabajado durante tanto tiempo. Y los veinticuatro kilómetros que separaban la puerta de Langley de la granja de Harlot eran un atasco permanente. La casa, una pequeña maravilla anterior a la Guerra Civil, que había adquirido en 1964, se elevaba solitaria junto a un viejo camino polvoriento bordeado de arces, pero desde que construyeron allí una autopista de cuatro carriles, quedó confinada en un pequeño terreno a menos de veinte metros de donde pasaban rugiendo los camiones. Una metamorfosis deprimente. Tampoco ayudaba el que después de su accidente hubieran tenido que romper el interior de la vivienda para instalar una rampa que le permitiese impulsar su silla de ruedas de la planta baja hasta el primer piso.
A pesar de todo, no muchos momentos de mi vida había sido tan trascendentes como aquel día del verano de 1982 en que Harlot me invitó a trabajar otra vez con él. «Sí —había dicho—, necesito tanto tu ayuda que olvidaré mis verdaderos sentimientos.» Sus nudillos, grandes como carbuncos, movían la silla de ruedas hacia delante y hacia atrás.
La convocatoria de Harlot fue oportuna. En Langley me sentía abatido por la inactividad. Estaba harto de recorrer los pasillos. Los de Langley recordaban las pistas iluminadas por tubos fluorescentes de un enorme aeropuerto; teníamos incluso una pared de vidrio que daba al jardín central. Había decenas de puertas en cada pasillo, todas codificadas con un color distinto —verde hoja, naranja opaco, carmesí, azul de Dresde— que el coordinador, cuyas preferencias se inclinaban por los tonos pastel, había asignado a fin de llevar alegría y lógica a nuestros cubículos. El color estaba destinado a informar sobre la clase de trabajo que se llevaba a cabo detrás de cada puerta. Por supuesto que en los viejos tiempos —digamos unos veinte años atrás— muchas de esas tareas eran secretas, de modo que los colores de las puertas resultaban engañosos. Ahora quedaban pocas de esas puertas, y eso me aburría. La de mi oficina no estaba destinada a engañar a nadie. Mi carrera (y la de mi mujer) podía decirse que había llegado a su fin. De hecho, como en seguida explicaré, Kittredge y yo ya no íbamos a Washington tan a menudo, sino que pasábamos largas temporadas en la Custodia. Desde hacía mucho tiempo me encontraba atado a una noria de rutina, sin posibilidad alguna de ascenso, bajo el mando de cinco directores de la Central de Inteligencia, nada menos que los señores Schlesinger, Colby, Bush, el almirante Turner y Casey, el cual, cuando nos cruzábamos en el vestíbulo de entrada no me conocía, o prefería no saludarme por mi nombre (¡después de más de veinticinco años en la Compañía!). Bien, ¿era posible no ver la sombra? Dos ex jefes de Delegación en sendas repúblicas del Tercer Mundo, ahora de regreso en Langley y listos para el retiro, compartían mi oficina, o lo que quedaba de ella. Servían como oficiales supervisores —en este caso, editores— de los libros que yo revisaba y/o escribía en nombre de otros. Estaban considerados casos acabados, como yo. Pero su reputación, a diferencia de la mía, era merecida. Thorpe ya estaba borracho a las diez de la mañana, y sus ojos eran como canicas llenas de energía. Si conseguían fijarse en los tuyos, rebotaban. El otro, Gamble, era tan expresivo como una piedra y últimamente se había hecho vegetariano. Nunca levantaba la voz. Parecía un hombre que hubiese pasado veinte años en una penitenciaría estatal. ¿Y yo? Yo estaba listo para pelearme con cualquiera.
Fue exactamente entonces —la insatisfacción que se acumulaba en mis poros era como bilis—, cuando Harlot me llamó a su oficina de su granja de Virginia, del mismo modo que debe de haber llamado a otros como yo, todavía lo bastante ambiciosos para sentir rabia por el punto muerto en que se encontraban sus carreras, pero lo suficientemente viejos para sufrir ante la convicción de que sus mejores años ya habían pasado. ¿Quién sabe qué habrá tramado Harlot para los demás? Puedo decir de qué habló conmigo.
En la CIA habíamos padecido considerablemente con el desenmascaramiento de las Joyas de la Familia en 1975. Quizás algunos bosquimanos de Australia podían no saber cuánto trabajamos para derrocar a Fidel Castro, pero para la época de la Comisión Especial del Senado encargada de estudiar las actividades de la Inteligencia, quedaban muy pocos que no lo supieran. El resto del mundo había oído que también estábamos preparados para matar a Patrice Lumumba, y que habíamos utilizado LSD en experimentos de lavado de cerebro con tanta euforia que un tal doctor Frank Olson (contratado por el gobierno) se había arrojado al vacío desde una ventana. Ocultamos el hecho a su viuda, que pasó veinte años convencida de que lo de su marido había sido un suicidio de lo más corriente, lo cual es una creencia muy onerosa para una familia, ya que no hay suicidios corrientes. Abríamos la correspondencia entre Rusia y los Estados Unidos, luego la cerrábamos y la volvíamos a enviar. Espiamos a altos funcionarios del gobierno, como Barry Goldwater y Bobby Kennedy. Todas estas actividades eran de público conocimiento. Como en la CIA somos gente orgullosa y reservada, no nos sentíamos diferentes a una convención de ministros metodistas demandados por un hotel de lujo por infestar las camas de ladillas. La Compañía no ha vuelto a ser la misma desde el descubrimiento de las Joyas de la Familia.
A raíz de ello muchos de nuestros principales hombres tuvieron que irse. Sin embargo, no fue posible despedir a Harlot en esos momentos terribles, pues en Langley todos sentían mucha simpatía por él a causa de sus galantes paseos en silla de ruedas por el vestíbulo. Se le permitió quedarse y ocuparse de problemas menores, cuestiones que no llamaran la atención. Por supuesto, todos sabían que Harlot estaba haciendo tiempo en espera de retirarse.
No obstante, siete años después me llamaba a la acción.
—Te pido, mi querido Harry —dijo—, que olvidemos los dardos que nos hemos arrojado mutuamente. Se está gestando un escándalo que llegará a ser peor que el de los Esqueletos. —Ése era el término que utilizaba para referirse a las Joyas de la Familia—. Yo diría que de magnitud mayor, comparable a la relación entre Pearl Harbour e Hiroshima. Los Esqueletos diezmaron nuestras filas; los Grandes Santones, si no se los elimina a tiempo, nos borrarán del mapa.
Cuando dejó de hablar, retrocedí un paso.
—Me gusta el nombre —dije—. Grandes Santones.
—Un buen nombre —convino, y comenzó a mover hacia atrás y hacia delante su silla de ruedas. Tenía casi setenta años, pero sus ojos y su voz pertenecían a un hombre capaz aún de mandar tropas—. Concedo que pocas cosas me dejaron tan perplejo como Watergate. Teníamos tantos patos en el estanque de la Casa Blanca... Como sabrás, yo mismo puse uno o dos.
Asentí.
—Aun así —prosiguió Harlot—, no estaba preparado para Watergate. Fue una operación extraordinariamente disparatada. Nada encaja en ella. He llegado a la conclusión de que no estábamos siendo entretenidos por un único plan central, no importa lo mal concebido que estuviese, sino por tres o cuatro grupos diferentes. Todos se las arreglaron para chocar entre sí. Cuando hay grandes intereses en juego, las coincidencias abundan. Shakespeare, por cierto, creía en eso. No hay otra explicación para Macbeth o Lear.