El fantasma de Harlot (2 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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Yo no he visto nunca a Augustus Farr, pero puedo haber oído su voz. Una noche, no hace mucho, estando solo en la Custodia, al emerger de un sueño me encontré conversando con la pared. «No, marchaos —dije temerariamente—. No sé si podéis reparar vuestras ofensas. Tampoco confío en vos.» Cada vez que recuerdo este sueño —si es que fue un sueño— me estremezco. Se me eriza la piel de la espalda y es como si tuviese puesta una chaqueta de piel de iguana. Vuelvo a oír mi voz. No estoy hablándole a la pared que hay frente a mí sino a una habitación que puedo ver al otro lado de la pared. Allí visualizo una presencia que viste un uniforme raído, sentada en el sillón lleno de marcas de un capitán. Tengo el olor a podrido metido en la nariz. Más allá de las marismas —eso es lo que oigo a través de la ventana, pues no me atrevo a mirar— el mar bulle. ¿Cómo es eso posible cuando la marea está alta? Yo aún no he salido de mi sueño y observo un ratón que corre velozmente por el piso, y siento el fantasma de Augustus Farr al otro lado de la pared. El pelo de la nuca se me eriza cuando baja la escalera hasta el sótano. Lo oigo dirigirse a la Cripta.

Originariamente, debajo del sótano había un refugio subterráneo construido por mi padre al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando aún era el dueño de la Custodia. Se enorgullecía de haber sido el primer estadounidense en darse cuenta de las consecuencias de Hiroshima. «Todos necesitan un lugar donde ponerse a cubierto», decía mi padre, Cal Hubbard, dos años antes de vender la propiedad a su primo segundo, Rodman Knowles Gardiner, padre de Kittredge, quien a su vez se la regaló a Kittredge en ocasión de su primera boda. Sin embargo, cuando Rodman Gardiner era el dueño, decidió ir más lejos que mi padre y fue el primero en esta parte de Mame, según tengo entendido, en poseer un refugio antiaéreo completo con latas de conserva, literas, cocina, ventilación y, en la entrada, dos corredores, uno perpendicular al otro. Ignoro qué puede tener que ver con la protección contra la radiación nuclear esa disposición en noventa grados, pero en la época de los primeros refugios antiaéreos había costumbres extrañas. Todavía está allí para nuestro uso: una vergüenza de familia. En Maine no se supone que uno deba proteger tanto la vida.

Yo despreciaba aquel refugio. Dejé que se viniera abajo. La espuma de goma de los colchones de las literas se ha convertido en polvo. El suelo de piedra está cubierto de limo. Las bombillas eléctricas, quemadas hace mucho, están corroídas hasta los casquillos.

No quiero que esto dé una idea falsa de la Custodia. La Cripta —como inevitablemente terminó llamándose el refugio— está treinta metros más abajo que el sótano principal, que es un recinto de piedra, amplio y limpio. La Custodia tiene planta baja, primer piso y ático. Si estamos allí y el tiempo lo permite, son mantenidos razonablemente limpios por una mujer que viene todos los días, y una vez por semana en caso contrario. Sólo la Cripta no recibe atención ninguna. No soporto que nadie baje. Cuando abro la puerta, se eleva del suelo un desagradable olor a humedad. No es raro que los sótanos sean húmedos, pero esto es distinto.

Aquella noche, al emerger del sueño y tropezarme con Augustus Farr, me convencí de que no estaba soñando; lo oí bajar la escalera, me levanté de la cama e intenté seguirlo. No se trataba de un acto de coraje, sino de un interminable acondicionamiento en el arte especial de convertir los peores temores en fortaleza. Una vez, siendo yo adolescente, mi padre me dijo: «Si temes, no vaciles. Métete en dificultades si ése es el curso honesto a seguir».

Era una hipótesis referida al arte del coraje que me vi obligado a refinar considerablemente en las guerras burocráticas, donde la carta que había que jugar era la paciencia. Pero también sabía que cuando el miedo se volvía paralizante había que esforzarse por hacer un movimiento o dejar que el alma pagase las consecuencias. Cuando uno topaba con un fantasma, el curso honesto era claro: había que seguirlo.

Lo intenté. Mis pies estaban tan fríos como los de un cadáver en invierno. Empecé a bajar la escalera. No era un sueño. Frente a mí las puertas se golpeaban con furia. «No regresaré hasta que lo haga», me pareció que decía una voz. Para cuando bajé al primer sótano mi resolución se había debilitado. A la entrada de la Cripta me pareció que más abajo me aguardaba una presencia tan malévola como la de la criatura más oscura del mar. Ahora mi coraje no era lo suficientemente grande para hacer que mis piernas bajaran diez escalones. Sin aceptar la ira de lo que fuese que estuviera allí abajo, permanecí inmóvil, como si el hecho de no huir salvaguardara una parte de mi honor. Lo diré. Viví en el abrazo intangible de esa malevolencia. Luego Augustus —doy por sentado que era él— se hundió en las profundidades de la Cripta y quedé en libertad de retroceder. Volví a la cama. Dormí como si estuviera drogado por el tranquilizante más potente. Desde esa vez no he vuelto a la Cripta, ni Augustus ha venido a mí.

Sin embargo, su aparición alteró la Custodia. Los objetos se rompen con una frecuencia alarmante, y he visto ceniceros deslizándose por la mesa. Nunca es tan dramático como en las películas. Más bien, se trata de un despliegue de astucia. Uno no puede asegurar que rozó el objeto en cuestión con la manga de la chaqueta, o que el viejo suelo no está bien nivelado. Todo puede deberse a causas naturales, o casi. Vérselas con fenómenos de este tipo es como hablar con un mentiroso hecho y derecho. Las cosas se convierten en otras todo el tiempo. Tras las ventanas, el viento parecía más veloz que nunca al mostrar sus puntos cardinales: siniestro, o santo, suave u horroroso. Jamás reparé tanto en el viento como después de la visita de Augustus Farr. No se veía a ningún remero y aun así podía oír el ruido de los remos. Otras veces desde la isla principal me llegaba el repicar de las campanas de alguna capilla, pero es un hecho de que no hay allí ninguna torre ni ninguna campana. Oía el sonido de una puerta agitada por el viento, y el susurro del yeso cayendo detrás de los listones de madera. De los alféizares salían pequeños escarabajos cuyos caparazones eran tan duros como balas calibre doce. Cada vez que consultaba mis libros en la librería podía jurar que algunos habían sido cambiados de lugar, pero, por supuesto, podía haber sido la mujer de la limpieza, o Kittredge, o incluso yo mismo. No importa. Como un charco frío en una habitación cálida, Farr estaba allí.

Sin embargo, y a pesar de todo ello, la Custodia no fue dañada. Una presencia fantasmal no siempre es terrible. Como Kittredge y yo no teníamos hijos, había espacio suficiente para los huéspedes. Farr era una diversión, algo parecido a vivir con un borracho o un hermano loco. Si sigue siendo un fantasma que no puedo jurar haber visto, aun así puedo hablar de fantasmas como algo real. Algunos fantasmas pueden ser reales.

Un año después, en marzo de 1984, en un vuelo nocturno a Londres desde el aeropuerto Kennedy, Nueva York, con destino final al aeropuerto Sheremetyevo, Moscú, me puse a leer y releer la docena de páginas mecanografiadas que describían mi casa en la isla de Doane, Mame. No me atrevía a detenerme. Estaba en un estado de ansiedad que parecía prometer volverse inmanejable. Esas doce páginas eran el primer capítulo de lo que había dado en llamar el manuscrito Omega. Tenía otro, el manuscrito Alfa, que en un momento ocupó veintiocho centímetros de ancho de un armario cerrado con llave al lado de mi escritorio en la Custodia. Esta obra podía jactarse de poseer más de dos mil páginas mecanografiadas, pero era formidablemente indiscreta, razón por la cual la transferí a microfilme y destrocé las hojas originales en una trituradora. Ahora tenía conmigo el manuscrito Alfa en dos mil cuadros de microfilme envueltos en camisas de papel cristal, herméticamente guardados en un sobre de papel manila de veinte por treinta centímetros. Había escondido este delgado, e incluso elegante paquete, de un espesor no mayor a medio centímetro, en la cavidad de una maleta especial, tamaño mediano, que poseía desde hacía años y que ahora viajaba en la bodega del avión de la British Airways que me transportaba en la primera etapa de mi vuelo, Nueva York-Londres, y que luego me llevaría a Moscú. No volvería a verlo hasta que abriese mi maleta, ya en Rusia.

Mi otro manuscrito, el Omega —su extensión era moderada: ciento ochenta páginas—, escrito recientemente y por lo tanto no pasado a microfilme, iba en mi maletín debajo del asiento. Si había pasado los primeros cien minutos del viaje en el limbo, es decir, en medio de la clase económica, pensando con angustia en mi llegada a Londres, el cambio de aviones y, por supuesto, mi eventual llegada a Moscú, me sentía incapaz de explicarme a mí mismo por qué me había embarcado. Como un insecto inmovilizado por una ráfaga de veneno, iba sentado en mi asiento, reclinado hasta el máximo de ocho centímetros permitido en clase turista. Leí una vez más las primeras catorce páginas del manuscrito Omega. Estaba en esa especie de medio estupor en que uno siente las piernas demasiado pesadas como para poder moverlas. Mientras tanto, los nervios saltaban como botones que se iban encendiendo en un juego electrónico. Mi vecino era la náusea.

Faltaban algunas horas para llegar a Londres, de modo que me sentí obligado a leer el resto de Omega, las ciento sesenta y cinco páginas restantes, después de lo cual rompería las hojas y arrojaría por la taza del water tantas como pudiese tragar el limitado artefacto del avión de la British Airways, y reservaría el resto para las gargantas más resistentes del lavabo de hombres en la sala de tránsito de Heathrow. Observar las tiras de papel girando y a punto de ahogarse en el gorgoteo camino de la taza del water, casi me produjo vértigos.

Mi ansiedad se debía al dolor de la pérdida. Todo el último año lo había pasado trabajando en Omega. Era cuanto tenía para mostrar después de doce meses de tumulto interior. Lo había releído no menos de cien veces durante los meses en que página a página, lentamente, sus capítulos avanzaban, y ahora lo leería por última vez. Estaba diciendo adiós a un manuscrito que durante el último año me había acompañado a través de los recuerdos de algunos de los peores episodios de mi vida. Pronto, en unas pocas horas más, tendría que librarme de su contenido, sí, rompería las páginas en mitad de un párrafo, y luego, reducidas a cuartos, las arrastraría el agua por las cloacas. Si bien no me atrevía a emborracharme, pedí un scotch a la azafata y lo bebí de un trago, brindando por los últimos instantes de Omega.

Omega-2

Esa noche sin luna de marzo, de regreso a la Custodia, cogí el camino desde Bath hacia Belfast, el que pasa por Camden. En las ensenadas había una niebla que cubría la visión como una sábana, una niebla que abrazaba la larga plataforma de roca junto al mar en la que solían zozobrar los veleros. Cuando ya no pudiese ver más, detendría el coche; entonces el rechinar de las boyas sonaría tan lúgubre como el mugir del ganado en un campo anegado por la lluvia. El silencio de la bruma descendería sobre mí. En el chapalear de aquel silencio, se habría podido oír el gemido de un marinero al ahogarse. Creo que habría que estar loco para coger el camino de la costa en una noche como ésa.

Después que dejé atrás Camden se levantó viento y la niebla desapareció, pero pronto se hizo más difícil conducir. El tiempo cambió y empezó a caer una lluvia fría. En algunas curvas de la carretera se había formado hielo. Los neumáticos patinaban, produciendo un ruido parecido al de un coro en una iglesia de campo rodeada por los demonios del bosque. De vez en cuando aparecía un pueblo de puertas cerradas donde las ocasionales luces de la calle brillaban igual que balizas en el mar. Las vacías casas veraniegas, alineadas cual tumbas en un cementerio, se erguían como testigos.

Me sentía culpable. El camino se había convertido en una mentira. Algunos tramos estaban aceptablemente transitables, pero otros parecían de vidrio. Conducía con la punta de los dedos, y pensé que mentir era un arte: una buena mentira tenía que ser equivalente a una obra de arte. El mejor mentiroso de la tierra debía de ser el monarca del hielo, que dominaba desde su trono las curvas del camino.

Atrás, en Bath, estaba mi amante, y cerca de la isla de Mount Desert me esperaba mi mujer. El monarca del hielo había instalado a sus agentes en mi corazón. Les ahorraré la historia que le conté a Kittredge acerca de una pequeña transacción que me tendría ocupado en Portland hasta la noche, por lo que regresaría tarde a Mount Desert. No, mi transacción había tenido lugar en Bath, en los alegres brazos de una de las esposas de Bath, quien no tenía demasiado que ofrecer en comparación con mi cónyuge. La mujer que había dejado en Bath era agradable, mientras que mi querida esposa era una belleza. Chloe era jovial, y Kittredge era —pido disculpas por usar una expresión tan petulante— distinguida. Debo aclarar que Kittredge y yo, aunque sólo somos primos terceros, nos parecemos mucho: hasta la nariz es igual. Chloe, por su parte, es bastante vulgar. Rolliza y abundante, durante el verano trabajaba como camarera en una posada yanqui. (Digamos que en realidad se trataba de un restaurante del tipo «posada yanqui», administrado por un griego.) Una noche por semana (la que el griego se tomaba libre) Chloe se enorgullecía de servir como anfitriona interina. Yo ayudaba a que sus ingresos se incrementaran un poco. Es posible que otros hombres también lo hicieran. No lo sabía. No me importaba. Era como un menú que yo estaba preparado para consumir una o dos veces al mes. De vivir ella al otro lado de la colina, tal vez la habría visitado tres o más veces a la semana, pero Bath estaba a mucho más de ciento cincuenta kilómetros del trasero (así llamamos a la costa de atrás) de Mount Desert, de modo que la veía cuando podía.

Pienso que una relación con una amante a quien se frecuenta tan poco es algo útil para la civilización. Si en vez del mío se hubiese tratado de otro matrimonio, habría dicho que una doble vida llevada con tanta moderación debía de ser excelente, ya que haría más interesantes a las dos mitades. Uno podría seguir enamorado de su mujer, no de manera total, pero por lo menos profundamente. Después de todo, mi ocupación ofrecía cierta sabiduría en cuestiones como éstas. ¿Empezamos hablando de fantasmas? Mi padre comenzó una dinastía de espectros que yo continúo. En los servicios de Inteligencia, buscamos descubrir cómo están divididas las categorías del corazón. Una vez hicimos en la CIA un estudio psicológico en profundidad y descubrimos, consternados (horrorizados, en realidad), que un tercio de los hombres y mujeres que pasaban nuestro control de seguridad estaban tan divididos que podían convertirse en agentes de una potencia extranjera. «Los desertores en potencia son, por lo menos, tan numerosos como los alcohólicos en potencia» fue la alentadora conclusión.

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