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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (50 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—La próxima vez te freiré el culo, Wolfgang.

Se alejó caminando como un caballo entre los charcos, levantó el pulgar en mi dirección, y nos fuimos.

—El muy hijo de puta estaba drogado —me dijo cuando salimos al aire fresco—. Totalmente sin sentido.

—¿Lo conoces? —le pregunté.

—Desde luego. Es mi agente.

Una parte de mí quería seguir haciendo preguntas, pero no pude continuar. Me sentía como si hubiese sufrido una mala caída.

—No puedo creer lo que he visto —dije con una voz débil.

Se echó a reír. Su risa resonaba en el pequeño cañón de la callejuela, formado por la parte posterior de unos edificios de seis pisos que la flanqueaban. Desembocamos en una calle. Su risa pareció convertirse en un maullido que se alejaba con el viento.

—Esta maldita gente con quien estoy asociado —dijo en voz alta, pero si yo pensaba que se refería a la gente del sótano, sus siguientes palabras me hicieron ver cuán equivocado estaba.

—¿Se supone que debemos vencer a los rusos con un personal integrado por personas como tú y McCann?

—Yo no soy un hombre de la calle —le dije.

—Pues es allí donde se libra la guerra.

—Sí. En ese bar.

—La mitad de nuestros agentes son homosexuales. Producto de la profesión.

—¿Tú finges ser uno de ellos? —tuve el coraje de preguntarle.

—Yo los utilizo —me respondió escuetamente. Durante un momento no hablamos. Caminamos. Cuando volvió a hablar, fue para volver al tema—. Creo que no me has entendido, Herrick —dijo — . Los agentes llevan una doble vida. Los homosexuales llevan una doble vida.
Ergo
(¿había adoptado el
ergo
de mí?), a menudo los agentes son homosexuales.

—Yo diría que los homosexuales constituyen una pequeña parte.

—¡Tú dirías! —se burló—. Tú crees lo que quieres creer.

—¿Qué me estás diciendo?

Ninguno de los muchos golpes recibidos en la Granja me había dejado tan paralizado. Necesitaba un trago, no para relajarme, sino para volver a ser yo mismo. Sentía frío en el cerebro, frío en el corazón, y un cierto disturbio allá abajo. La proximidad entre el sexo, la orina y los excrementos me parecía una monstruosidad, como si un mongólico del Diablo hubiera participado de la Creación para imponer otra anatomía. Tenía en la nariz el olor a cloaca que por las noches predominaba en las calles de Berlín.

—¿Qué me estás diciendo? —repetí.

Mi incomodidad se cambiaba de sitio, como si estuviéramos jugando al juego de las sillas y una de mis mejores concepciones acerca de mí mismo se hubiera quedado sin asiento.

Se detuvo ante una puerta y sacó una llave. Entró en un edificio de apartamentos, pequeño. Yo no tenía ganas de seguirlo, pero lo hice. Sabía dónde estábamos. Era uno de los pisos francos de C. G. Harvey.

Una vez dentro, instalados en sendos sillones con sendos vasos de bourbon, me miró y se pasó la mano por la cara. Lo hizo lenta y cuidadosamente durante varios minutos, como si quisiera serenarse.

—Nunca he hablado contigo —me dijo.

—¿No?

—No como a un amigo. Sólo te he ofrecido facetas de mí mismo.

No contesté. Bebí. Era como si volviera a empezar a beber. El alcohol soltó un carrete en mi interior, y empecé a pensar en la criatura llamada Wolfgang, a quien Butler había amenazado con freírle el culo. ¿Sería Wolfgang, el beatífico Wolfgang, el mismo individuo conocido como Franz? Tal como el señor Harvey lo había descrito, era delgado y moreno. Claro que podía haberse teñido el pelo.

—La diferencia entre tú y yo —dijo Butler— es que yo entiendo nuestra profesión. Tú tienes que darte vuelta, como un guante.

—Me doy cuenta de ello —le dije.

—Podrás darte cuenta, pero no lo puedes hacer. Te quedas trabado en la mitad. Eres demasiado meticuloso.

—Creo que ya es hora de que me marche.

—Demasiado meticuloso —repitió Butler. Se echó a reír. De todas las veces que lo había oído reír esa noche, ninguna me pareció tan propia de un ser en guerra consigo mismo—. En esta jodida Compañía están todos locos —dijo—. Nos ponen a todos contra el detector de mentiras. «¿Eres homosexual?», preguntan. Nunca conocí a un homosexual encubierto que no fuera capaz de mentirle a una máquina. Te diré lo que necesitan en la Compañía. Un rito de iniciación. Todos los reclutas jóvenes deberían bajarse los pantalones el día de la graduación y hacerse dar por el culo por un superior experimentado. ¿Qué te parece esta tesis?

—No me parece que tú te prestaras a ello —le dije.

—Yo ya tuve mi iniciación. ¿No te lo he contado? Mi hermano mayor me daba por el culo. Desde los diez hasta los catorce años. Entonces le di una paliza, y dejó de hacerlo. Ésa es la clase de gente que llaman basura blanca, Herrick. Ahora no creo que exista ningún hombre en la Compañía que pueda hacerlo sin mi consentimiento. Nadie tiene la fuerza física necesaria.

—¿Ni siquiera a punta de pistola?

—Primero moriría. —Me dirigió una sonrisa—. Aun así, dar por el culo por voluntad propia, es otra cosa. Parecido al yoga. Libera las asociaciones. Te prepara para la calle.

—Quizá yo nunca esté listo —dije.

—Eres un gilipollas presumido —afirmó—. ¿Qué ocurriría si te aplastase la cara contra la alfombra y te rompiese ese culito virgen? ¿No crees que tengo la fuerza suficiente?

Me sentía incapaz de dar una respuesta automática.

—Creo que tienes la fuerza suficiente —dije, y mi voz sonó débil—, pero no quieres hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque yo podría matarte.

—¿Con qué?

No respondí.

—¿Con qué? —preguntó de nuevo.

—Con lo que tuviese al alcance de la mano.

—¿Cuánto tendría que esperar?

—Hasta cualquier momento. Entonces lo haría.

—¿Sabes una cosa? Creo que lo harías.

Asentí. No podía hablar. Tenía demasiado miedo. Era como si ya hubiese cometido un asesinato y no supiera cómo escapar.

—Sí —dijo—. Serías capaz de matarme por la espalda. —Pensó en ello—. O incluso de frente. Debo reconocerlo. Me matarías si te quitara lo único que es tuyo. La pobre virginidad de tu culo. Ojalá tuvieras algo más a qué aferrarte. No estarías tan desesperado.

Si mi padre hubiera pronunciado esas palabras no me habría dolido más. Quería explicarle que podía ser mejor que eso. Quería decirle que creía en el honor. Cierta clase de honor no puede ser perdida sin la exigencia de que uno se consagre a partir de ese momento (no importa cuan poco preparado esté) a una vida de venganza. Sin embargo, sabía que no podía decirlo en voz alta. Las palabras no sobrevivirían al aire libre.

—Bien —dijo él—, quizás el viejo Dix no se arriesgue a entrar por la fuerza. Quizás el viejo Dix esté equivocado y deba pedir perdón. —Sopesó esto. Sopesó su vaso — . Estaba equivocado —dijo — . Pido perdón. Pido perdón por segunda vez esta noche.

Pero parecía tan resuelto y lleno de tensión ingobernable como siempre. Tomó un largo sorbo de su bourbon. Yo bebí uno corto del mío y me sentí reconfortado por su calor.

Entonces Butler se puso de pie. Se aflojó la hebilla del cinturón, se desabrochó los pantalones y se los quitó. Luego se quitó los calzoncillos. Tenía el pene hinchado, aunque sin llegar a la erección.

—Hay dos clases de comportamiento sexual entre hombres —dijo—. La compulsión y la reciprocidad. La segunda no existe a menos que se intente la primera. De modo que decidí asustarte. Pero no funcionó. Ahora te respeto. Ven —dijo, y estiró la mano para coger la mía—, quítate la ropa. Nos haremos algunas bonitas cosas el uno al otro.

Como no me moví, siguió hablando.

—No confías en mí, ¿verdad? —En respuesta a mi silencio, sonrió—. Permíteme ser el primero —dijo, e inclinándose puso las puntas de los dedos sobre el suelo, luego las rodillas, y levantó sus poderosas nalgas en mi dirección—. Ven —dijo—, ésta es tu oportunidad. Aprovecha con todas tus fuerzas. Penétrame, antes de que yo te penetre a ti. —Como yo permanecía inmóvil, prosiguió—. Maldito seas, te necesito esta noche. Necesito que lo hagas, Harry, y te amo.

—Yo también te amo, Dix —dije—, pero no puedo hacerlo.

Lo peor es que sí podía. Había surgido una erección no sé de dónde, de los charcos de orina de un sótano y de un alemán que se babeaba mientras bebía su cerveza, de los amores sepultados de mi vida, de los lazos de familia y de amistad y de todos los sueños amordazados de Kittredge, de vestuarios con todos los muchachos desnudos apiñados en las constricciones de mi memoria y el recuerdo del Arnold de St. Matthew's, sólo que aquí no había dulces nalgas regordetas sino dos masas musculosas pertenecientes a mi héroe, que quería que lo penetrara. Sí, tenía una erección. Él estaba en lo cierto. Era mi oportunidad. Podía quitarle parte de su fuerza. Y sabía que si lo hacía, viviría para siempre en ese lado del sexo. Pero él había dicho la verdad. Yo era demasiado tímido como para vivir de esa manera. El podía saltar de mujer en hombre y en mujer, arriba, abajo, o colgarse de los talones. Era pagano, un explorador de cavernas y columnas, y resultaba que yo era el pedazo de monumento humano que él quería en sus entrañas esa noche. ¿Por qué?, yo lo ignoraba. ¿Por una fibra de la columna vertebral de Nueva Inglaterra? ¿Por algo que echaba de menos? Me apiadé de él. Caminé hacia donde se encontraba, me arrodillé, lo besé una vez en la boca, me puse de pie rápidamente, me dirigí a la puerta, descorrí el cerrojo y sentí la obligación de volverme para mirarlo una vez más, como para saludarlo. Me devolvió la mirada y asintió. Estaba sentado en el suelo.

En la calle, el viento azotó mis mejillas. Caminé rápidamente. Sabía que no había salido ileso. «Te amo, Dix», eran las palabras que volverían a mí, y me retorcí al pensar en el eco escuálido que pronto adquirirían.

El instinto me condujo al Die Hintertür. Caminar cautelosamente por las calles nocturnas con una erección debe de haber actuado como vector. Pasó un taxi vacío, y aunque necesitaba caminar, lo llamé impulsivamente y gracias a eso llegué al club nocturno justo en el momento en que cerraban las contraventanas de acero. Junto al bordillo Ingrid, con un pequeño bolso entre sus manos cuadradas y un corto y raído abrigo de piel puesto sobre los hombros, temblaba de frío bajo el viento de las cuatro de la madrugada. Sin la menor vacilación, y con una sonrisa perfecta en el rostro, como si nuestro encuentro fuese la primera nota de una sinfonía romántica cuya compositora no pudiese ser otra que
Frau
Historia, subió al taxi, dio una dirección al conductor y me ofreció el sello pleno de sus labios. Mentalmente volví al instructor de la escuela preparatoria que se había apropiado de mi virilidad, pero ésa era una noche para que recuerdos como aquél se revolvieran en su base. No podía dejar de besarla y tocarla en el asiento del taxi. «Oh —decía ella en una mezcla de inglés y alemán—, quizá me ames más que un poquito», y la repetición de
ein bisschen
(que sonaba en mis oídos como «ambición») da una parte de mí mientras el resto se impregnaba de la rígida fatiga de sus piernas y hombros después de una noche de baile, absorbiendo toda su energía contenida, buena y mala, por mis dedos y manos. Nos acariciábamos y tocábamos, nos apretábamos y mordisqueábamos como dos máquinas desenfrenadas. Como mi adiestramiento con los intersticios, ganchos y broches de una faja comenzaba ahora, a los veintitrés años (Ingrid era delgada, pero alemana, por lo que usaba faja), me debatía frenéticamente entre iniciar el ataque ahí mismo, en el taxi, o cambiar la dirección que ella había dado y llevarla a mi apartamento y mi cama, para inevitablemente despertar por la mañana a la vergüenza de tropezar con mis compañeros de la CIA. Ya podía oír su cauteloso «buenos días» mientras comentaban acerca de la imprudencia de llevar una fuente exterior (femenina) y sentarla
en famille
ante la mesa de linóleo del desayuno. Seguía con estos cálculos en la fábrica de decisiones de mi alcoholizado cerebro cuando nos detuvimos en la dirección que Ingrid le había dado al taxista: era un comedor, abierto toda la noche, a unas dos manzanas del otro extremo del Kurfürstendamm.

Allí recibí rápidamente otra lección acerca de Berlín y su vida nocturna. La mitad de las personas me resultaban conocidas. Las había visto en uno u otro club nocturno la semana anterior. Ahora bebían café y comían hamburguesas estadounidenses, o tomaban ginebra, coñac o cerveza con pies de cerdo y chucrut, o salsa de manzana y crepés de patatas, o un gin tonic, Coca Cola, pastas secas, pastrami o pato asado. Un lugar inverosímil, totalmente iluminado. Volví a encontrarme con algunos de los almidonados hombres de negocios que bailaban en Remdi's y la Bañera o el Kelch, ahora con los cuellos de sus camisas ajados. También con prostitutas conocidas, además de divorciadas como Helga, y nada menos que el alemán gordo que había visto hacía menos de una hora, con los pantalones sueltos colgando de los tirantes. Ahora estaba pulcramente empolvado, como si hubiera ido a una de esas barberías abiertas toda la noche que servían de complemento a este emporio de la comida y la bebida. Un instante después vi al despojo. Él también estaba empolvado y aseado. Vestía un terno gris, llevaba gafas de montura metálica y tenía todo el aspecto de un empleado de mejillas enjutas y un enorme apetito: devoraba un plato de judías.

Entretanto, Ingrid abrazaba su abrigo de piel y a mi persona, proclamando a todo el que quisiera verla que había cazado a un estadounidense. Ingrid comía un enorme plato de jamón de Westfalia
grillé
, tomates y queso Muenster. Yo estaba sentado a su lado, con temblorosa destumescencia, observando cómo acompañaba la comida con lentos sorbos de cerveza. Así me comunicaba, en veinte minutos, cuan profundamente uno puede llegar a detestar los hábitos alimentarios de su pareja. Pobre Ingrid. Con una sonrisa apetitosa me confesó que lo que le daban de comer o beber en el Puerta Trasera no alcanzaba más que para despedir una cagarruta de cabra por la otra puerta trasera. Por lo tanto, esa noche, en la que mi propio esfínter estuvo a punto de desempeñar un papel prominente, conocí el sentido del humor alemán. Puerta Trasera. Die Hintertür. Lo entendí. Un club nocturno para tontos del culo.

Ella terminó su comida. Encontramos un taxi esperando. Subimos, e Ingrid le dio al conductor una nueva dirección. Resultó corresponder a un hotel barato en otro sector bombardeado de la ciudad, un barrio de obreros en Tempelhof. El empleado nocturno se tomó un tiempo irrazonable para estudiar nuestros pasaportes, y finalmente devolvió el de Ingrid farfullando un insulto en un alemán que no entendí. Le rogué a ella que me lo explicara, y mientras subíamos por el ascensor me lo tradujo. Significaba algo así como «jodida puta americana», pero si existe una armonización universal de consonantes y vocales, por cierto que sonaba mucho peor en alemán. Afectó su estado de ánimo. Llegamos al piso y recorrimos un cavernoso pasillo en el que sólo se oía el resonar de nuestros pasos. Ella cogió la llave, cuyo prominente mango era del tamaño de un falo, y abrió la puerta de la habitación, tan fría y húmeda como la noche exterior. La bombilla que colgaba del techo no tendría más de veinticinco vatios. Una lámpara de pie contaba con otra bombilla de igual potencia, y la cama ostentaba una colcha que era la paleta misma de la entropía. Puede ser descrita como no marrón, no gris, no verde, y era lo bastante larga para cubrir el cabezal, y tan pesada como una alfombra enrollada.

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