Sin embargo, la escritura de Omega había marchado tan bien como podía esperarse, considerando lo lentamente que progresaba. Había días en que no me sentía perturbado ni invadido por presencias extrañas. No obstante, sabía que era una roca al borde del abismo. Tarde o temprano, caería. Y cayó. Moscú parpadeaba en mi mente como un cartel luminoso. Fui a ver al agente de viajes, hice los preparativos, intenté estudiar ruso y me despedí de los Lowenthal. Les dije que viajaba a Seattle.
En respuesta, la señora Lowenthal me preguntó:
—¿Tendrá el libro terminado para que lo lea su familia?
—Sí —respondí.
—Espero que les guste.
—Yo también.
—Quizá consiga un editor.
—Es posible.
—En ese caso, envíeme un ejemplar, por favor. Se lo pagaré. Quiero su autógrafo.
—Ah señora de Lowenthal —dije—, estaré encantado de enviarle un ejemplar sin cargo.
Exactamente la clase de conversación que ella nunca olvidaría. Si alguna vez ellos encontraban aquella guarida del Bronx, se enterarían por ella que había escrito mucho a máquina.
Me levanté de la cama de mi habitación en el Metropole, abrí la maleta y saqué todo, excepto el sobre que contenía el Alfa. No estaba en absoluto preparado para comenzar a leer. Eran las cuatro de una tarde de domingo, hora de Moscú, lo que para mí significaba las ocho de la mañana. Estaba extenuado. Había partido a las ocho de la noche desde Kennedy, perdido ocho horas de reloj y diez en el vuelo (con un transbordo en Heathrow). Aterrizamos a las dos de la tarde en Moscú, es decir, a las seis de la mañana, hora de Nueva York. Mis nervios, que desde hacía mucho no sincronizaban, estaban vueltos del revés. Como ahora en Nueva York eran las ocho de la mañana, no era de extrañar que sintiese el falso vigor con que se empieza el día después de una noche de sueño engañoso. Tenía que salir de aquella habitación, al menos por un rato.
Resolví dar un paseo. El primero en Moscú. Cuarenta años de información recibida a través de los medios de comunicación estadounidenses bastan para convencer a cualquiera de que el comunismo es un mal, pero además yo tenía mi cuota de instrucción especial. El comunismo bien podía ser un mal. Esa es una tesis pavorosa y terrible, pero se debe a que lo simple ejerce su dominio sobre lo complejo. Quizás el mal debía ser comprendido por la grandiosa tesis de que el comunismo era un mal.
Por lo tanto, mis primeros pasos por las calles de Moscú no podían ser una rutina para mí.
Me sentía como un preso al que sueltan de la cárcel después de veinte años. Un hombre así no conoce el mundo al que accede; por ejemplo, no sabe cómo entrar en una tienda para comprar unos pantalones. Durante veinte años le han entregado la ropa. Yo no sabía qué me estaba permitido. No estaba seguro de si podía salir del hotel y caminar por la calle sin que tuvieran que sellar algún papel de autorización. Me quedé en el vestíbulo para observar las idas y venidas, pero pronto me sentí inquieto. Mi presencia podía resultar sospechosa. De modo que me animé, me dirigí a la puerta, salí y topé con la mirada ceñuda del portero. Tardaría un poco en darme cuenta de que me miraba así porque aún no me reconocía como un huésped del hotel.
De todos modos, estaba en la calle. Los taxistas, cuyos vehículos estaban aparcados delante del hotel, me llamaron como si fuese un posible cliente; los transeúntes me miraban. Yo caminaba. Como no quería mostrar conocimientos de tácticas evasivas, no hice ningún movimiento para determinar si alguien me seguía, pero, según me pareció, no estaba siendo seguido por nadie. Llevaba puesta una chaqueta vieja y una gorra negra tejida encasquetada sobre las orejas como un viejo marinero de la marina mercante. Estaba bien. Sentí ganas de dar un salto de alegría.
A una manzana del hotel, lo sabía, habría una estatua de Félix Dzerzhinsky, fundador de la Cheka, «Espada de la Revolución», bisabuela del KGB. Detrás de él estaría la infame Lubyanka. Por libros, fotos e instrucción especial conocía ese lugar mejor que cualquier cárcel estadounidense; más de cien veces, en el auditorio imaginario de mis oídos, había escuchado los gritos de los torturados en los sótanos de la Lubyanka, y no sabía si quería pasar cerca de ella. Reflexionando en ello, me encaminé directamente a la plaza Dzerzhinsky. Ante mí se elevaba un edificio de oficinas de siete plantas, una perfecta morgue de finales del siglo XIX: la Lubyanka, antes de la Revolución un palacio para las compañías de seguros de los zares. Aún lucía cortinas blancas en las ventanas y relucientes herrajes de bronce en la puerta de entrada, pero la sucia pared exterior era de un color amarillo caqui. Un deprimente edificio anticuado del que aquella tarde de domingo entraban y salían unos cuantos hombres uniformados. El aire era tan frío como el de un bosque de Nueva Inglaterra en invierno. No oí gritos. Esta Lubyanka, que bien podía ser mi próximo hogar, no hizo fluir la adrenalina.
Vagabundeé por calles laterales, grises en la luz, casi negras en la sombra, «las viejas calles de los comerciantes», según explicaba mi libro de turismo. ¿Habrían presenciado señales de entusiasmo alguna vez estos enclaves de lobreguez? Resultaba casi agradable descubrir una depresión tan palpable, y por un instante comprendí los consuelos de la tristeza. ¿Sería éste mi primer pensamiento real en una semana? Pues así como la aceptación de la pobreza puede ser la primera protección contra la corrupción del alma, igualmente la tristeza es una fortaleza en la que se podría vivir encerrado y protegido contra la locura. Sí, la protectora, aunque pesada resonancia de la lobreguez no sería difícil de hallar en Moscú, y, pensando en ello, desemboqué en la Plaza Roja, lo que resultó una sorpresa tan agradable como salir de un callejón romano y entrar en la gran plaza de San Pedro, sólo que aquí no había un Vaticano sino una extensión empedrada de casi ochocientos metros de largo y algunos cientos de ancho que conducía a las paredes del Kremlin. En el horizonte gris se veían señales prematuras de un crepúsculo lavanda, pero los rusos todavía hacían cola para ver la tumba de Lenin y su cuerpo, preservado allá abajo, en su bóveda. Dos mil personas, de dos en dos, hacían fila; por minuto entraban en el mausoleo unos veinte, lo que significaba que el último de la fila tendría que esperar cien minutos en medio del frío; una mortificación razonable tratándose de un peregrinaje.
Empecé a fijarme en los rusos. Todos parecían de edad mediana. Incluso los jóvenes tenían ese aire de abandono, de renuncia, propio de la edad mediana. Aun así, y para mi sorpresa, esa tarde de domingo la Plaza Roja estaba animada. Había un asomo de resplandor en el aire, y alegría en las caras rojas de frío. Autocares cargados de turistas —rusos nativos— llegaban y partían. Otros cientos de rusos que caminaban por la plaza tenían esa sencilla felicidad de la gente trabajadora cuando es llevada a un lugar importante. Bien podían haber sido testigos de Jehová o mormones visitando la estatua de la Libertad.
Todo se parecía enormemente a una película. El centro de la Plaza Roja era más alto que las esquinas, lo que hacía que, a la distancia, la gente fuera visible de rodillas para arriba. Sus pies habían desaparecido debajo del horizonte de adoquines. Todos parecían saltar, más que caminar, igual que las cabezas de una multitud que se acerca a una lente de telefoto. Yo desconocía la historia de la Plaza Roja, es decir, no sabía qué grandes acontecimientos históricos habían producido ese milagro de entusiasmo, pero aun así me sentía exultante, libre del férreo estruendo del Bronx y de los muros de Moscú. Por un instante irracional me sentí listo para celebrar, aunque no sabía qué. Quizá fuese la alegría de llegar al fin del viaje.
Volví al Metropole, recibí una acogida algo más cálida por parte del portero, el ascensorista y la dezhurnaya (la empleada de mi piso), volví a mi habitación, me senté en la silla junto a la cama, busqué la maleta, miré la prolijamente oculta costura que disimulaba el compartimento falso donde guardaba el microfilme, volví a guardar la maleta en el armario, y me di cuenta abruptamente de lo cansado que me encontraba. Estaba fatigado por el frío, el cambio de hora, mi ánimo vapuleado, el rigor de la caminata (todo el mundo en Moscú caminaba despacio y yo, como buen estadounidense, me había adecuado a su ritmo). Ahora estaba cansado y mi ánimo había vuelto a su verdadera desolación. No sabía si alguna vez, en un día tan tranquilo, me había sentido más solo.
Bajé a comer, pero eso no me sirvió de demasiada ayuda. Me senté entre desconocidos ante una mesa para ocho con el mantel arrugado, no precisamente sucio, pero no más inmaculado que una camisa que ha sido llevada durante varias horas. El único plato ofrecido era pollo a la Kiev, un pollo de goma digno de un banquete político de rutina con una mantequilla grasosa con sabor a aceite lubricante mezclado con alguna agria tristeza que emanaba de la cocina. La kasha estaba recocinada, el pan de centeno era de mala calidad, las «verduras frescas» eran una rodaja delgada de tomate. Luego vino una pasta y una taza de té. La camarera era una mujer gruesa, de mediana edad, sin duda con muchos problemas personales, que no dejaba de suspirar. Necesitaba toda la poca atención que podía otorgar al mundo exterior para llevar a cabo su trabajo.
Al dejar la mesa me di cuenta de que había comido en lo que equivalía a la cafetería, un salón comedor, si así podía llamársele, exclusivo para los huéspedes del hotel. Al verdadero restaurante, destinado a grupos más prósperos, se entraba desde el vestíbulo del hotel por una puerta cristalera de dos hojas. Ahí aguardaban en fila estraperlistas y burócratas, acompañados por sus mujeres. Dentro, una orquesta de baile, tan llena de energía y entusiasmo como esas bandas que solían tocar en los bailes de Yale, interpretaba su trillada música, que sonaba extraña y exuberante a través del cristal de la puerta.
Volví al ascensor. Necesitaba dormir. Deseaba poder dormirme. Cuando salí del ascensor mi dezhurnaya, la del peinado de nido de avispa, me entregó la llave con una sonrisa genuina. Comprendí. Ya estaba demostrado, al pasar por el escritorio vanas veces ese día, el ser un huésped regular. Las idas y venidas de las llaves eran sus actividades más llenas de vida. El verdadero infierno. Un homenaje a Sartre.
Cerré la puerta con llave, me desvestí, me lavé la cara, me sequé las manos. El lavabo estaba agrietado, el jabón raspaba las manos, la toalla era pequeña y ordinaria. Lo mismo que el papel higiénico. Era uno de los diez mejores hoteles de Moscú. De repente me sentí furioso, aunque no sabía por qué. ¿Cómo podía presumir esta gente de ser nuestro mayor enemigo en la tierra? Ni siquiera cumplían con los requisitos indispensables para ser malignos.
Luego me metí en la cama. No podía conciliar el sueño. Todo indicaba que los Venerables Santos estaban en camino. Decidí levantarme y ponerme a leer el Alfa. ¿Les dirá algo acerca del año que pasé en aquella habitación del apartamento de los Lowenthal el hecho de que sabía las primeras páginas de memoria? La verdad es que había memorizado gran parte del material. Me había ayudado a sobrellevar muchas de las noches en que me resultaba imposible trabajar en el Omega. Sí, incluso cuando Kittredge aparecía en estas páginas, el Alfa era soportable. Después de todo, mi relación amorosa con Kittredge no había empezado en el período que cubría el Alfa. Además, había veces en que, mientras proyectaba el microfilme, susurraba las palabras en voz alta. Eso mantenía a raya ciertos pensamientos. Del mismo modo que tanto los soviéticos como nosotros habíamos dedicado años a interceptar nuestros sistemas de comunicaciones, así recitaba yo el manuscrito Alfa cada vez que Kittredge cobraba demasiada vida. Estos ritos no siempre surtían efecto, pero cuando lo hacían yo podía salir del apuro. Los fantasmas del pasado no me visitaban, y podía vivir con Kittredge. Alfa era todo lo que me quedaba de ella. Por lo tanto, empecé a recitar mis primeras oraciones en voz alta, lenta, tranquilamente, entonando las palabras; los sonidos mismos surgían como fuerzas en la guerra invisible de todos aquellos silencios que dentro de mí cabalgaban hacia la guerra cuando dormía.
El Alfa comenzó. Leí el microfilme susurrando algunas de las palabras. Era la mitad de mi pasado, expresado en el estilo que era capaz de reunir después de años de escribir para otros y en su nombre, pero era una buena mitad de mi pasado: «Hace algunos años, haciendo caso omiso del contrato discrecional que firmé en 1955 al ingresar en la CIA...». Así comienza el prólogo del Alfa. (Por supuesto, un manuscrito de dos mil páginas siempre necesita un prólogo).
De modo que estaba de vuelta en el libro, leyendo con la blanca pared de mi hotel como pantalla, moviendo el microfilme manualmente en mi linterna especial equipada con su lente y su visor, leyendo acerca de los comienzos de la carrera en la CIA de Harry Hubbard, nombre que algunas veces me parecía tan ajeno a mí como el que uno repite al estrechar la mano de un desconocido al que acaba de conocer en un salón lleno de otros desconocidos cuyos nombres también repetirá. Me sentía tan cerca y tan lejos de mis páginas originales como si estuviese mirando fotos viejas que de manera imperfecta me ligaban al pasado.
Del manuscrito Alfa, título provisional:
Hace algunos años, haciendo caso omiso del contrato discrecional que firmé en 1955 al ingresar en la CIA, me embarqué en un libro de Memorias que parecía presentar un cuadro sincero de veinticinco años de actividad en la Agencia. Esperaba que el trabajo fuera de una extensión corriente, pero mi relato proliferó hasta convertirse en el libro de recuerdos más extenso jamás escrito por un agente de la CIA. Quizá me sentí cautivado por aquello que decía Thomas Mann acerca de que «sólo lo exhaustivo es verdaderamente interesante».
Esta tentativa, entonces, de seguir los cambios producidos en mi carácter entre 1955 y 1965 (pues de hecho he logrado mantener mi relato dentro de ese período) debe ser leída como mis Memorias. Es más bien un
Bildungsroman
, una narración extensa de la educación y desarrollo de un joven. Cualquier lector experto en novelas de espionaje que se acerque a este libro esperando encontrar una obra espléndidamente maquinada se encontrará en un terreno desconocido. Es cierto que como oficial de la Agencia me enfrenté a una buena cantidad de intrigas, inicié algunas, concluí otras, y serví como mensajero de muchas, pero rara vez pude abarcarlas en su totalidad. Pasaron ante mí en pequeños fragmentos. Incluso sería razonable afirmar que éste es el modo de vida de la mayoría de los que estamos en la CIA. Se aprende a vivir con la ironía de que los que nos pasamos la vida en Inteligencia generalmente leemos novelas de espionaje con un nostálgico sentimiento: «¡Ah, si mi trabajo resultara tan apasionante!».