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Authors: Col Buchanan

El Extraño (12 page)

BOOK: El Extraño
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Era una historia apasionante, y cuando años después Kirkus conoció por fin a Mokabi, durante las celebraciones del cumpleaños de la Santa Matriarca —madre de Kirkus—, se quedó mudo ante él, incapaz de responder a las preguntas referentes a sus estudios que afablemente le hacía el anciano comandante; la presencia en carne y hueso de aquella leyenda viva del Imperio lo había dejado sin palabras. Sin embargo, ocurrió algo más, otro suceso, algo más sutil le había hecho silenciar su lengua juvenil delante del archigeneral y le había provocado varias noches en vela en su cámara del Templo de los Susurros hasta que por fin llegó a comprenderlo. Cuando el joven Kirkus había estrechado la mano enorme del general, algo de ese contacto con su piel fría y un poco sudorosa lo había espantado. De repente, todas las historias sobre las hazañas del general se habían convertido en algo más que meras palabras en las páginas de un libro. Aquel hombre, su mano poderosa, viva, que palpitaba aferrada a la suya, había liderado matanzas que habían acabado con miles de vidas, no sólo de soldados derrotados, sino también de mujeres y niños, de ancianos y bebés. En ese preciso momento, Kirkus se había sentido repelido por su tacto, como si un simple apretón de manos pudiera infectarlo de algo atroz, algo sucio. A partir de ese momento se le metió en la cabeza que su mano olía a sangre. Daba igual que se la frotara con el cepillo una y otra vez. Cuando por las noches se acostaba con la única compañía de sus pensamientos, todavía le parecía apreciar el tenue olor a sangre, su aroma metálico.

Esa sensación sólo se mitigó después de su decimocuarto cumpleaños, cuando por fin le permitieron compartir lecho con sus amigos del templo: a veces con Brice y Asam, pero pasado un tiempo sobre todo con Lara. Con las nuevas experiencias embriagadoras que ello conllevaba, la obsesión por ese olor a sangre quedó arrinconada en su mente. Por entonces también se intensificaron sus estudios sobre los rituales de Mann y experimentó su primera purga. Su madre le permitió ser testigo cada vez con mayor asiduidad de las intrigas y las responsabilidades que acarreaba su recientemente fortalecida posición en el trono. Con el tiempo Kirkus fue perdiendo su sensibilidad interior. Aprendió a valorar la necesidad de las acciones despiadadas y a despreciar el egoísmo básico de la compasión. Y en las raras ocasiones en que se sentía superado por una sensación de corrupción, ya fuera al posar la mano en el picaporte grasiento de una puerta o en un vaso de vino compartido con los amigos, incluso al zambullirse en una piscina por la que habían pasado otros cuerpos, se aseguraba de hallarse en la intimidad de sus aposentos antes de sucumbir al impulso de frotarse la mano hasta dejársela en carne viva. Después de todo era un sacerdote iniciado de Mann, y el siguiente en la línea de sucesión al trono. No podía mostrarse débil en público.

—¿Vienes? —le preguntó su abuela, descendiendo del palanquín.

Kirkus apartó la mirada de la aguja gigante y más concretamente de las manchas de óxido que la recubrían y miró fijamente a su abuela unos segundos antes de comprender el significado de sus palabras. Hizo un gesto de negación con la cabeza y se quedó contemplando a la vieja sacerdotisa mientras deambulaba por el mercado acompañada únicamente por sus esclavos personales, probando a su antojo los dulces y los vinos locales. Rechazó la protección de una escolta y confió su vida al poder intimidatorio de su túnica blanca, que a su paso escindía en dos a la multitud.

Kirkus permaneció un rato sentado en el palanquín, saboreando las posibilidades que se le ofrecían y fantaseando con los nativos que le hacían tilín. Cuando por fin tuvo la certeza de a quién deseaba, se puso en pie.

Esta vez con más calma señaló a los individuos que le habían llamado la atención: dos bellas hermanas de melena rubia casi hasta el suelo, un carnicero gordo que aferraba el cuchillo con soltura y que podía plantar cara a cualquiera en una pelea, un muchacho que le recordaba a Asam —su amigo de la infancia— y una vieja pescadera que conservaba un talle espigado, de carnes prietas y sugestivas.

Las tropas de acólitos irrumpieron entre la multitud y capturaron a las personas indicadas antes de que pudieran huir. Los gritos de los apresados se perdían en el fragor general del mercado. Kirkus contemplaba hipnotizado la conmoción desatada, el revuelo y el alboroto que se propagaba por toda la plaza; los amigos y los familiares angustiados de los elegidos se aferraban a ellos para que no se los llevaran de su lado, pedían ayuda a voz en grito a la multitud que los rodeaba. Uno a uno fueron apresados y los alaridos de consternación crecieron en intensidad hasta superar el barullo propio del ajetreo del mercado.

Kirkus pensó entonces que, por larga que fuera su vida, con días como aquél jamás se aburriría.

Kira regresó con una cesta llena de productos deliciosos. A su espalda dejaba un mercado con los tenderetes y las cestas volcadas allí donde hubieran caído mientras los comerciantes huían de la plaza con la intención de dar la alarma a las calles adyacentes. Desde detrás del palanquín emanaba como una fuerza palpable la turbación de los nuevos esclavos que eran encadenados por turnos.

Pasadas varias calles, un hombre con un gastado uniforme de mensajero llegó cabalgando y se detuvo en la cabeza de la columna; su zel rayado se revolvía nervioso a causa de la atmósfera inquietante que rodeaba a la comitiva. El jinete intercambió dos palabras con el capitán y luego le entregó un trozo de papel doblado. A continuación dio media vuelta y se alejó espoleando su montura hasta ponerla al galope.

Kira leyó la nota con un desconcierto cada vez más notorio en los ojos.

—Al parecer nuestra llegada a la ciudad ha provocado algo más que miedo. Escucha lo que dice la nota: «Esta noche, cuando se reúnan con el sumo sacerdote Belias, estudien con detenimiento la conveniencia de su atavío. Debajo sólo encontraréis a un charlatán.»

—¿Está firmado? —inquirió Kirkus, sólo medianamente interesado.

—«Un súbdito fiel de Mann.»

Kirkus se encogió de hombros.

—Siempre ocurre lo mismo allá donde vamos —comentó con desdén—. Es evidente que el sumo sacerdote tiene sus propios enemigos y ahora esperan aprovechar tu presencia para prosperar.

—Tienes un cerebro privilegiado cuando te decides a utilizarlo. Es probable que estés en lo cierto. Sin embargo, estudia con atención al sumo sacerdote. Es una habilidad que has de adquirir; debes aprender a diferenciar a los auténticos creyentes de los farsantes, y luego saber cómo manejarlos si se demuestra su impostura.

—Si eso ocurre, nos deshacemos de ellos, ¿qué más tengo que saber? —respondió, devolviendo la atención a la calle, todavía a la búsqueda de presas.

—A veces tu falta de imaginación me asusta —repuso su abuela con voz cantarina tras la máscara—. Tenemos que trabajar ese defecto. —Chasqueó los dedos para reclamar la presencia del capitán del cuerpo de acólitos—. Creo que iremos ahora a la mansión del sumo sacerdote —ordenó—. Deseo descansar un rato antes de cenar con el hombre que gobierna nuestra ciudad.

—Como deseéis —asintió el capitán, inclinando respetuosamente la cabeza.

El cortejo reemprendió el paso con vigor.

—Me aburro como una ostra —se quejó Kirkus sin dirigirse a nadie en particular.

El joven sacerdote era un mero invitado a la cena, pero lo habían sentado a la cabecera de la mesa, donde había estado bebiendo el peleón vino seratiano a largos sorbos, como si fuera agua.

—No le hagáis caso —recomendó Kira a la familia anfitriona de la velada—. Sólo está bebido.

Belias, el sumo sacerdote de la ciudad, y, por tanto, su gobernador, expresó su comprensión con una sonrisa ligeramente nerviosa, secándose con un pañuelo el sudor que se le acumulaba en la calva. Esa noche se sentía, por extraño que pudiera parecer, fuera de lugar, pese a que la cena tenía lugar en el salón de banquetes de su propia mansión, en la que acogía a aquellos dos visitantes procedentes de la remota Q'os, sede del Sacro Imperio de Mann. Quizá se debía a la manera en la que la vieja sacerdotisa lo miraba continuamente; había algo oculto en su mirada.

Volvió a rezar por que acabaran de comer de una vez y se retiraran temprano a sus aposentos para descansar. Belias necesitaba hablar con su equipo de gobierno y averiguar si la población de la ciudad había hecho caso del toque de queda decretado apresuradamente. Llevaba dos horas con sus invitados sin moverse de la mesa, fingiendo interés en la cháchara de la vieja y asombrándose de la velocidad con la que ambos devoraban su comida y se bebían su vino. No perdía la esperanza de que una simple oración contribuyera a que acabaran de una vez. Era obvio que no tardarían en saciarse.

Sentada en silencio a su lado estaba su esposa, rellenita, ataviada con las sedas más delicadas importadas de tierras remotas y con unas ostentosas joyas que no desmerecerían en una reina, o por lo menos en una reina de segunda, provinciana. La mujer lanzó otra mirada recatada al guapo y joven sacerdote sentado como un rey a la cabecera de la mesa. Kirkus seguía ignorando sus atenciones. También Belias hacía como que no se daba cuenta. Ya no le sorprendían los flirteos de su esposa, que siempre se había sentido atraída por el poder; a fin de cuentas por eso se había casado con él.

El sumo sacerdote dirigió la mirada hacia su hija Rianna. Siempre se volvía hacia ella cuando necesitaba ayuda o buscaba apoyo. La joven estaba susurrando algo al oído de su prometido, un hombre diez años mayor que ella. Éste era un joven emprendedor perteneciente a una familia patricia, hacía rato que había terminado de comer y observaba a los tres sacerdotes sentados a la mesa con una desconfianza apenas disimulada.

No se podía negar que formaban un grupo divertido, cenando en silencio en el salón de banquetes barrido por las corrientes de aire, sin más ruidos que la lluvia aporreando las ventanas de vidrios tintados, las bocas masticando, la cubertería tintineando y algún que otro comentario cortés. Eso y los chillidos de los esclavos, postrados bajo el chaparrón en el camino de gravilla de la entrada.

Belias había sido informado por su canciller de los incidentes acaecidos en las calles de Skara-Brae durante el día. En parte ése era el motivo de su copiosa transpiración y de que fingiera interés por los restos fríos de comida en su plato. A decir de todos, los ciudadanos estaban muy alterados y exigían que se les devolviera a sus seres queridos; si no lo conseguían, querrían sangre. La demostración pública de la ira de sus conciudadanos lo inquietaba enormemente, pues conocía demasiado bien el alma de los nathaleses y lo sencillo que resultaría movilizarlos para desatar una revuelta. Después de todo él era nathalés.

—¿Os encontráis bien, sumo sacerdote? —preguntó Kira con afabilidad, aunque Belias sabía que cuando aquella mujer daba muestras de amabilidad era como cuando un gato jugueteaba con un ratón.

El sumo sacerdote intentó recuperar la compostura. No, no se encontraba bien. Esa vieja bruja era la madre de la Santa Matriarca, y ese patán apoltronado en su silla a la cabecera de su mesa era ni más ni menos que el único hijo de la matriarca, probablemente el siguiente en la línea sucesoria del trono. Eso bastaba para distraer a un sencillo sacerdote de provincias.

—Estoy bien —se oyó respondiendo a la vieja sacerdotisa—. Estaba preguntándome... Veréis... ¿Para qué necesitáis adquirir tantos esclavos hoy?

La anciana tomó con delicadeza un sorbo de la copa de vino, con la mirada por encima del borde de cristal clavada en el sacerdote y se relamió.

—El zoquete de mi nieto, que ahí veis, celebrará muy pronto su ceremonia de iniciación —explicó con una voz que recordaba al crujido de una vieja escalera de madera—. Estamos recorriendo el río recopilando los elementos necesarios para el ritual, deteniéndonos en las ciudades llevados por el capricho. Estoy segura de que como sumo sacerdote que sois ya habréis cumplido con el precepto de la peregrinación. —Sostuvo la copa de cristal en el aire y la examinó unos segundos, como buscando alguna imperfección. Belias advirtió que fijaba los ojos en él a través del vidrio.

El sumo sacerdote asintió, sonriendo como un idiota, sin ofrecer una respuesta precisa. No, nunca había realizado el gran viaje, aunque no tenía ninguna intención de compartir esa información con ella. Era un viaje largo y terriblemente caro si pretendía hacerse con cierta comodidad; además, implicaba la participación en todo tipo de orgías y rituales en los que se rompían una serie de tabúes que probablemente acabarían definitivamente con su débil corazón. En cierta manera, simplemente nunca había encontrado el momento idóneo para realizar el viaje.

—Entiendo —repuso Kira. La sonrisa se esfumó de los labios de Belias, que no sabía qué entendía la anciana, y su corazón empezó a latir un poco más rápido. Se metió con desgana una rodaja de raíz dulce en la boca: un simple acto de aparente normalidad. Aunque el intento se le echó a perder cuando quiso tragarla sin masticarla lo suficiente y se le atoró en la garganta.

Su hija, con la frente cada vez más arrugada por la preocupación, le dio una copa con agua. El sumo sacerdote la vació de un trago y sonrió agradecido a Rianna. Aquella noche su hija llevaba un vestido de algodón de color verde pálido que contrastaba con su cabellera pelirroja, con el escote lo suficientemente alto como para ocultar el sello que, obedeciendo la insistencia paterna, nunca se quitaba del cuello. Belias la había regañado aquel mismo día, unas horas antes y en privado, por no llevar el sello a la vista, pues siempre lo ocultaba cuando estaba en compañía, y le había intentado explicar que no servía de nada si lo escondía, que perdía todo su valor como objeto disuasorio si la gente no lo veía. Pero Rianna nunca había acabado de comprender los riesgos que podría acarrear ser la hija del sumo sacerdote de la ciudad. En cierta manera, Belias esperaba que nunca tuviera que hacerlo.

Ahora, viendo la sonrisa que le devolvía su hija, el sumo sacerdote se arrepentía de haberle hablado entonces con tanta dureza, pese a que sabía que ya lo había perdonado. Siempre lo perdonaba.

Al menos se alegraba de que esa noche sus invitados sacerdotes no hubieran encauzado la conversación hacia temas doctrinales y referentes a los rituales. Siempre había procurado mantener a Rianna protegida de los tenebrosos entresijos de aquella religión, de sus secretos y sus rituales íntimos. Se congratulaba de la inocencia de su hija: era el único rayo de luz que iluminaba su prosaica existencia.

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