El Extraño (7 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: El Extraño
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Al oír las pisadas de
Boon
a su espalda había sonreído para sus adentros muy a su pesar.

Boon
se detuvo a su lado, meneando la cola con entusiasmo. «Vuelve a casa», le susurró Nico sin demasiada convicción.
Boon
resollaba despreocupadamente, no tenía ninguna intención de ir donde Nico no estuviera. El chico trató de ahuyentar al perro, aunque sin poner todo su corazón en ello, y finalmente le frotó el pelaje del cuello y le dijo: «Pues entonces, vamos.»

Juntos habían continuado la larga caminata hacia la ciudad bajo un sol cada vez más radiante.

Ahora, Nico se sonreía rememorándolo. Le parecía mentira que sólo hiciera un año de aquello; tenía la sensación de que había pasado toda una vida. Empezaba a comprender que los cambios eran la verdadera medida del tiempo. Los cambios y las pérdidas.

Siguió hacia el sur, en la misma dirección que la mayor parte del tráfico que circulaba entre el bazar y el puerto. Todavía no se había decidido por qué rumbo seguir, ni siquiera se lo había planteado. A ambos lados se levantaban edificios de tres o cuatro plantas con las azoteas pobladas de una vegetación exuberante. La mirada de Nico se sintió atraída por ellas. Muy por encima de las chimeneas se divisaban suspendidos en el aire los globos de los mercaderes, amarrados con cuerdas. Y colgadas de los globos, las cestas de mimbre. En una de ellas, Nico descubrió el rostro enjuto de un muchacho que se protegía los ojos del sol deslumbrante y oteaba la costa, buscando en las lejanas plataformas señales de dirigibles mercantes aproximándose. Detrás del chico, la luz cegadora del sol blanqueaba el azul estriado del cielo salpicado de gaviotas, meros puntos negros a aquella altura.

Giró instintivamente a la derecha, se introdujo en la vía del Gato y salió en el bazar. Se sorprendió de aparecer allí y de la elección de su subconsciente. El bazar no tenía ningún atractivo para alguien hambriento y sin medios. Sin embargo, también era el lugar al que había acudido con su madre una vez al mes en su destartalado carro para vender poitín casero y sacar con ello un poco de dinero. Cuando era pequeño, para Nico aquellos viajes habían significado el momento más esperado del mes; los había vivido con entusiasmo y la seguridad tranquilizadora que le proporcionaba la presencia permanente de su madre.

Un hombre que tiraba de una calesa de dos ruedas viró y pasó junto a Nico cuando éste se zambullía en el barullo del bazar. El mercado era un crisol con una vida frenética. La gran plaza era tan extensa que los límites opuestos quedaban velados por el humo y la bruma; tenía un lado abierto al mar y a los brazos de piedra gris del puerto —donde los mástiles de los barcos se balanceaban como un espeso bosque— y otros tres lados flanqueados por los pórticos penumbrosos que alojaban casas de chee, tabernas y templos consagrados al Gran Necio. En la plaza se desplegaba un laberinto de tenderetes en los que millares de personas se abrían paso a empellones, hacían trueques o examinaban los productos en venta. Nico sintió el impulso repentino de perderse entre el tumulto y se dejó arrastrar por el gentío.

En todos los rincones del atestado bazar refulgían los colores empapados de sol. Nico se espantaba las moscas del rostro y aspiraba el hedor húmedo a sudor, a especias repugnantes, a heces de animales, a perfumes y a fruta. Se le revolvió el estómago, que a cada paso se devoraba a sí mismo y al resto de su cuerpo escuálido. Se sentía mareado, como fuera del mundo. Sólo tenía ojos para la comida que se exhibía a su alrededor, en puestos que ya habían vendido buena parte de sus productos. Le acosó la idea de agarrar una manzana o un palito de cangrejo ahumado, pero luchó contra aquellos pensamientos, pues sabía que no tenía las fuerzas necesarias para salir corriendo en el caso de que lo pillaran y se viera abocado a huir.

Se detuvo por un momento al abrigo de un tenderete con la única intención de aplacar aquellas tentaciones apremiantes y escuchó a los vendedores callejeros cantando con entusiasmo por encima de las cabezas de los concurrentes. Sus melodías eran agradables para el oído pese a que la profundidad de sus letras no iba más allá de los productos que ofrecían y sus precios. En un arrebato, Nico preguntó a varios de ellos si le darían comida a cambio de trabajo, pero le respondían meneando la cabeza: no tenían tiempo para él. Y por la expresión de sus rostros parecían decirle que ellos mismos a duras penas sobrevivían con lo que ganaban. Una mujer mayor que vendía en un tenderete vistosas sábanas de encaje junto con cestas de patatas medio podridas reaccionó a su pregunta riendo entre dientes, como si le hubiera contado un chiste, aunque interrumpió la risa bruscamente cuando reparó en la mirada crispada y el aspecto demacrado de Nico.

—Regresa dentro de unos días —le dijo—. No te prometo nada, te lo advierto, aunque quizá necesite que alguien me eche una mano. Ven a verme, ¿de acuerdo?

Nico se lo agradeció, aunque de poco le servía aquello. Quizá dentro de unos días ya estuviera muerto. Derrotado por el desánimo, pensó que quizá ya había llegado el momento de regresar a casa. Después de todo, ¿qué lo ataba a la ciudad? La Guardia Roja no lo aceptaría; ya ni se acordaba de las veces que había intentado alistarse siguiendo los pasos de su padre, pero aparentaba la edad que tenía y no pasaba por alguien mayor, y tampoco abundaban los trabajos eventuales en Bar-Khos. Con un poco de suerte en todo el último año había conseguido unas jornadas de trabajo aquí y allá, sobre todo en los muelles, en los que se había dejado la piel transportando cargas inhumanas por una miseria. Entre trabajo y trabajo sólo le había acompañado la desesperación diaria. La explicación era muy sencilla: había demasiada gente disponible para muy pocos puestos de trabajo. Esto, sumado a la creciente escasez de provisiones causada por el asedio, convertía la supervivencia en la ciudad en algo cada vez más difícil.

Sin duda, la ciertamente imprecisa confederación de islas conocida como Mercia todavía era un territorio libre, pero a efectos prácticos el bloqueo marítimo de los mannianos se equiparaba al asedio que padecía Bar-Khos a manos del IV Ejército Imperial. No había forma de entrar o salir de las islas. Todas las naciones del Midéres habían sucumbido salvo el territorio desértico del Califato, al este. La flota imperial patrullaba las aguas. Sólo permanecía abierta una ruta comercial de Mercia con el extranjero: la que conectaba con Zanzahar. Pero reunía todos los peligros imaginables para un convoy: las luchas cruentas eran diarias y los buques sufrían el acoso tenaz del enemigo.

El bloqueo estaba asfixiando lentamente a los Puertos Libres, lo que había provocado que la mayoría de sus habitantes sobreviviera únicamente a base del keesh que distribuían gratuitamente los ayuntamientos o de lo que cultivaban en las azoteas o en pequeños huertos, o bien gracias a lo que conseguían recurriendo al crimen y la prostitución o haciéndose pasar por monjes de Dao, los únicos que conservaban la licencia que les permitía mendigar en la calle. El resto se moría de hambre, exactamente igual que Nico.

Si regresaba a casa, por lo menos tendría un plato de comida y un techo. Además, conociéndola, su madre ya habría abierto los ojos y echado a Los de la granja; o, en todo caso, Los se habría largado, llevándose sin duda todos los objetos de valor de su madre. De todas formas, hubiera ocurrido lo uno o lo otro, habría un tipo nuevo ocupando el lugar de su padre.

Aun así le exasperada la idea de regresar a casa de su madre como un fracasado y teniendo que admitir que era incapaz de valerse por sí solo.

«Pero eres un fracasado. Ni siquiera pudiste cuidar de
Boon
. Lo dejaste morir.»

No estaba preparado para aceptar este reproche, así que se lo tragó y pestañeó con insistencia.

Ya casi era mediodía y el asago había empezado a hinchar los doseles de los tenderetes con su aliento tórrido. Siempre se presentaba en aquella época del año y sobre todo a esas horas. Muy pronto el calor sofocante empujaría a mucha gente hacia la atmósfera fresca de las casas de chee de los alrededores, donde podrían sentarse a echar una cabezadita con una paz y una comodidad relativas, hacer negocios o dedicarse a los juegos de ylang mientras daban sorbos a unos minúsculos cuencos de espeso chee. Nico apenas notaba el calor, pues se había apartado del gentío cada vez más escaso y continuaba sin que nada se lo impidiera hacia el vértice suroeste de la vasta plaza, donde éste se abría, como si exhalara un suspiro de alivio, a la amplísima explanada del puerto.

Allí encontró a los artistas callejeros dispuestos para su jornada de trabajo, ya fuera de pie o sentados en cualquier recoveco que hallaban entre la marea constante de estibadores que enfilaban hacia el bazar. La mayoría de los operarios del muelle se replegaba para echarse una siesta, si bien los más resistentes —y quizá también los más necesitados— optaban por continuar trabajando a pesar del calor. Nico examinó a los juglares, los adivinos que leían las lenguas y los monjes mendigos sentados detrás de sus platillos —su madre siempre había considerado a aquellos monjes unos impostores—, hasta que su mirada se posó en un grupo de actores apenas visible a causa de la multitud que había congregada a su alrededor. Se acercó abriéndose paso entre la gente para verlos mejor. La compañía estaba formada por dos hombres y una mujer a quienes nunca había visto antes. Sin pensárselo dos veces, se deslizó entre el tumulto y se plantó en la primera fila.

La trama de la obra era bien sencilla: la historia de un criador de algas marinas que se enamora de una hermosa bruja de los mares. Formaba— parte de
Los relatos del pez
, y la narración corría a cargo del actor más joven —que no debía de ser mayor que Nico— en el estilo de prosa sencillo que estaba ganando popularidad en detrimento de las interminables sagas ancestrales.

Con voz trémula y chillona, el muchacho relataba la historia, mientras que la mujer y el actor mayor representaban los personajes con mímica. Era evidente dónde radicaba su poder de convocatoria. La mujer, alta y ágil y con un lustroso bronceado, daba vida a la bruja de los mares con el vestuario apropiado, es decir, estaba completamente desnuda salvo por la lacia melena dorada y las tiras de algas que le envolvían un puñado de partes bien seleccionadas de su anatomía. Los efímeros atisbos de sus muslos y pezones atrapaban la mirada de Nico que, sin embargo, pugnaba por concentrarse en el conjunto de la representación.

A Nico le gustaba detenerse a ver los montajes teatrales siempre que se topaba con alguno, y le pareció que aquella mujer tenía talento. Su interpretación llena de sutilezas contrastaba notablemente con las aptitudes más discretas de su pareja, que no eran muchas. El actor daba vida a su personaje de un modo excesivamente histriónico y ampuloso, y pocos miembros del público —más interesado en comerse con los ojos el cuerpo desnudo de la actriz, como él mismo— parecían prestarle atención.

Nico seguía mirando embelesado cuando una salva de aplausos celebró el trágico final de la historia: el criador de algas había muerto ahogado en el mar intentando llegar a nado hasta su amada. El benjamín de la compañía paseó el gorro vacío entre la multitud congregada, recogiendo los donativos. Nico se dio cuenta de que se había quedado con la boca abierta y la cerró de golpe. Entretanto, la actriz se cubrió con una túnica vaporosa, se quitó las algas del cuerpo y las echó en una caja de madera; recorrió con la mirada al público mientras se atusaba la cabellera y se detuvo cuando sus ojos se cruzaron con los de Nico.

Un año atrás, Nico habría bajado la mirada ruborizado y clavado los ojos en sus pies. Sin embargo, durante el último año viviendo en la ciudad había ganado experiencia a la hora de afrontar aquel juego de miradas, pues no era la primera vez que se veía en una situación así. Ignoraba el motivo. No se consideraba especialmente guapo, y ni siquiera cuando comía como era debido, conseguía engordar. En cuanto a su rostro, cuando se había mirado en el espejo desazogado del tocador de su madre, le había parecido cuanto menos peculiar, con la nariz ligeramente respingona, los labios demasiado gruesos y carnosos y la tez salpicada de pecas como la de una niña; además, si se acercaba al reflejo y se miraba con detenimiento, en su entrecejo aparecían no una sino dos cicatrices de cuando había tenido la viruela.

Realmente no sabía por qué los ojos de largas pestañas de la actriz permanecían clavados en los suyos tanto rato. Por lo menos era capaz de sostenerle la mirada sosegada mientras lo examinaba durante un tiempo que podía medirse en segundos, hasta que finalmente ella la desvió y él, desanimado, se volvió hacia otro lado.

—Estás poniéndote rojo —le dijo una voz próxima.

Era Lena, mezclada con la multitud justo detrás de él y con los ojos entornados a causa de la excesiva luz. Ese gesto la favorecía, sin el habitual ceño fruncido que endurecía sus facciones pathianas.

—Hace calor —replicó Nico. Las comisuras de los finos labios de Lena se arquearon. Y añadió en un tono suspicaz—: No te había visto.

—Estaba siguiéndote —confesó Lena con total naturalidad—. Quería asegurarme de que... ya sabes... estabas bien.

Nico no la creyó. Hasta entonces Lena nunca había demostrado demasiada preocupación por el bienestar de los demás. Tenía curiosidad por averiguar qué se traía entre manos.

—Escucha —continuó la muchacha—. Siento lo de tu perro. De verdad. Pero tenemos que hacer algo, Nico. Tenemos que comer ya.

Nico se encogió de hombros.

—No repartirán más keesh hasta mañana. De todas formas he estado pensando que quizá ya ha llegado el momento de regresar a casa.

—Pero tú no quieres volver, ¿no?

—Para nada.

—Bien, porque entonces se me ha ocurrido una idea mucho mejor... en el caso de que te interese. He pensado en una manera de conseguir un poco de dinero.

«¡Ah!—pensó Nico—, Conque era eso.»

Lena se había acercado tanto que le rozaba el pecho con su busto. Eso lo alteró, físicamente, sobre todo porque sospechaba que no ocurría por accidente. Nico la examinó con los ojos hundidos bajo el ala del sombrero y se preguntó —y no era la primera vez— qué sentiría él si la besaba.

—¿Por qué presiento que no va a gustarme tu idea? —inquirió con brusquedad.

Lena se apartó un mechón moreno del rostro.

—Porque no va a gustarte —le susurró con dulzura, en un tono de complicidad íntima—. Pero nos estamos quedando sin opciones, ¿no crees?

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