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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

El eterno olvido (11 page)

BOOK: El eterno olvido
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Un rato después Samuel volvía a sentarse frente a su ordenador, consciente de que no podía permitirse ninguna otra interrupción si quería dar con la respuesta correcta. Sin embargo, la visión de la secretaria del jefe acercándose le hizo entender que la situación se le estaba escapando por completo de las manos.

—El jefe quiere verte,
mi arma
—anunció Macarena.

—Sí, sí...; enseguida voy —masculló nervioso Samuel.

—¿Estás bien, niño?

—Sí, guapetona, acabo una cosita y estoy allí ahora mismo.

Samuel se recompuso como pudo, disimulando anotar los datos que le mostraba el monitor. Pretendía aparentar normalidad, cuando en realidad se hallaba bajo los efectos de un ataque de nervios. Ni llegó a fijarse en el despampanante escote que lucía esa mañana Macarena, ni mucho menos prestó atención, cuando se dio la vuelta para regresar al despacho del jefe, al sofisticado contoneo de caderas con el que la chica estaba obsequiando a toda la parroquia. Ella sabía que todos la miraban constantemente y se regocijaba de ello. Vestido ceñido, a poco más de un palmo de la cintura, siliconas (eso decían) tomando el fresco, tacones... y provocativos cruces de piernas cada vez que se acomodaba en su asiento. Fuera cual fuera la temperatura en la oficina, ella se encargaba gentilmente de incrementar la del personal masculino. Pero, eso sí, la secretaria del jefe era coto privado del jefe, la manzana del Paraíso. Probarla conducía directamente al despido. Al menos eso se comentaba por los pasillos en relación con las dos últimas rescisiones de contratos. Lo que no quedaba particularmente claro era si los ceses se habían producido porque el jefe había descubierto esas relaciones —si es que existieron— o porque Macarena los había señalado con el dedo... Y es que todos en la empresa sabían de la influencia que la muchacha ejercía sobre el jefe, así que valía la pena caerle en gracia, o al menos no enfrentarse a ella.

Habían transcurrido treinta de los sesenta minutos y Samuel no había sido capaz siquiera de articular aún un razonamiento consistente. Y don Francisco estaba esperando en su despacho para cualquiera sabe qué chorrada. Igual era sólo un momento, una pregunta y adiós, pero... ¿y si la cosa se prolongaba más de la cuenta? No sería la primera vez que se pegaba una hora ahí dentro sin hacer nada, esperando que acabara de hablar por teléfono o que terminara de despachar con otros. Cuando se entra en el despacho del que manda nunca se sabe cuándo se va a salir. Parece que ahí no importase perder el tiempo.

«¡Qué más da; es sólo un estúpido juego que no va a llegar a ningún sitio», pensó Samuel mientras se levantaba de un súbito y violento brinco fruto de la rabia. El impulso hizo desplazar la silla giratoria un metro hacia atrás hasta colisionar con la pared, provocando la mirada de asombro de algunos de sus compañeros. Luego atravesó la sala con paso decidido en dirección a la dependencia privada de don Francisco. Asió el pomo, pero justo un momento antes de golpear la puerta con los nudillos se detuvo. «¿Por qué tengo que renunciar? ¿Acaso no decidí jugar hasta el final? ¿No tengo derecho a darme una oportunidad? Si de cualquier forma lo mismo el viejo gruñón me manda llamar para darme una bronca...». Vaciló un instante antes de acometer lo que pasaba por su cabeza y luego, con la misma decisión con la que había llegado hasta allí, giró a su izquierda y emprendió el camino a la salida, ante la estupefacta mirada de Macarena, que observaba el extraño comportamiento de Samuel sin concebir cómo se atrevía a cruzar frente a ella sin prestar un mínimo de atención a sus piernas. Y eso realmente le molestaba muchísimo: la había ignorado dos veces consecutivas esa misma mañana.

Samuel abandonó apresuradamente la nave, apagó su teléfono móvil y se encaminó a toda velocidad a un cíber que distaba pocos minutos de allí. Quiso cortar camino cruzando el mercado, pero se encontró con un inesperado atasco: una multitud taponaba el tránsito por el angosto pasaje que debía atravesar.

La gente se arremolinaba en torno a un tenderete de unos cuatro metros de largo por uno de ancho. El puesto se sustentaba por tres bases rectangulares colocadas transversalmente, que daban soporte a cuatro barras longitudinales de unos dos metros de largo cada una. Unas primitivas persianas enrollables, de un tono verde carruaje descolorido, hacían de tablero. Sobre cada una de las bases, una especie de sombrillas se abrían en dos largos brazos, proporcionando seis puntos de agarre, de los que se aprovechaban seis grandes pinzas, similares a las utilizadas para recargar las baterías de los automóviles, para sujetar una blanca lona que parecía no dar sombra a nadie. Sobre el tablero, una montaña de bolsos.

«¡A dos euros, niña, a dos euros! ¿No ves qué calidad? En rojo, en negro, en fucsia, en amarillo... ¡Niña, ábrelo sin miedo; míralo chiquilla!» El vendedor pregonaba a diestro y siniestro, ora cobrando, ora mostrando el género. Ríos de sudor resbalaban por sus mejillas. Su pelo rizado negro zaino acariciaba sus gafas de sol con sorprendente elegancia. Tez morena, gitana. Una liviana perilla hacía acopio a duras penas del ingente caudal salado que recibía, desviando el torrente en dos ramales, a sendos lados del cuello, que acababan muriendo en el tupido pecho semidesnudo. «¡Que se acaban, morena! ¿Cuántos te pongo? ¡Recién salidos de fábrica en oferta, niña: los que estaban ayer a dieciocho euros, hoy a dos, a dos euros, a dos...!»

El vendedor pregonaba y la cifra se le clavaba a Samuel en la cabeza. «¿Será dos la solución? El número mínimo... Deben ser pocos: dos, tres...». A base de empujones consiguió salir del atolladero donde se encontraba. El resto del estrecho corredor comercial estaba más o menos transitable. Un puesto de tagarnina a un lado, otro de caracoles enfrente. «Dos no puede ser: es absolutamente imposible que dos personas sean a la vez padre y madre entre ellos. ¡La solución debe ser tres». El mercadillo callejero, que tan pequeño le había parecido siempre, ahora se le antojaba interminable. Regateando transeúntes y esquivando encuentros con conocidos con la socorrida técnica de hacer como el que mira para otro lado, dejó atrás el mercado y encarriló la calle peatonal que le llevaba directamente al cíber de la esquina.

El lugar estaba vacío; ni siquiera había quien lo atendiera. Por un momento incluso temió que los ordenadores estuviesen apagados. Angustiado miró su reloj: no debía disponer de mucho más de quince minutos. Comenzó a gritar nervioso en el mostrador y apareció un chico joven, visiblemente molesto por las prisas. Cuando pudo conectarse con
Kamduki
la cuenta atrás marcaba poco más de doce minutos.

Quiso concentrarse, pero el intento fue en vano. Entre primos y tíos constantemente se le venían a la cabeza disparatadas excusas para presentar a don Francisco. Al instante se percataba de ello y regresaba al problema, pero el subconsciente le volvía a transportar al despacho de su jefe, y como el pretexto seguía siendo endeble, no acababa de concentrarse en el asunto que le había hecho abandonar su puesto de trabajo. Desesperado, se levantó y fue en busca del chico que atendía —por decirlo de alguna manera— el negocio, a ver si le podía dejar un bolígrafo y un papel donde anotar cada uno de los ocho parentescos: pretendía dibujar flechas vectoriales y establecer correspondencias entre todos los elementos, con idea de tener una visión más clara del problema. Pero el chico no se encontraba en el mostrador. Regresó ofuscado a su asiento. Disponía de unos cinco minutos. Sudaba copiosamente. El paso acelerado por llegar, el estrés del trabajo, la impotencia con el problema, la locura de dejar plantado a don Francisco por un juego inútil, el agobio de ver cómo el tiempo se acababa...; demasiadas tensiones.

En un último esfuerzo pudo articular un razonamiento medianamente sólido: «A ver: centrémonos. Tengo poco tiempo y no estoy en situación de pensar en los parentescos de unos y otros, así que vamos a recurrir a la reducción al absurdo. Descartemos las soluciones imposibles. Uno y dos no pueden ser, debe ser un número entre tres y ocho...; ocho no que es el máximo. Tiene que ser un número pequeño, para que el problema tenga gracia. Así que descartaría también el siete. ¿Qué nos queda? Tres, cuatro, cinco y seis. Vale, correcto..., y el enunciado nos dice que tenemos cuatro varones y cuatro mujeres. Números pares; no creo que la solución pueda ser impar. No tengo ni puñetera idea del motivo, pero es lo que pienso. Me quedo con el cuatro y el seis, y el seis me parece un número muy grande, una solución un tanto vulgar. Sólo me queda el cuatro... pero lo paradójico sería dos, o incluso tres. ¡Narices!, que dos es imposible. Esto es tres o cuatro, seguro...». De repente regresó la imagen de don Francisco justo cuando el temporizador comenzó a señalar menos de dos minutos. Y entonces, con desatado impulso tecleó el 4 y validó la respuesta, a la vez que exclamó en voz alta, ante la turbada mirada del chico que ahora sí se encontraba tras el mostrador: «Que le den por culo a esto de una puta vez».

Pero la respuesta elegida fue la correcta. La perplejidad y el recelo del chico aumentaron al contemplar cómo Samuel abandonaba el local entre demenciales carcajadas.

Fue paseando plácidamente de regreso al trabajo, disfrutando del camino. De pronto había parado de sudar, su corazón latía con normalidad, no sentía ningún tipo de presión y había dejado de temer la reprimenda de su jefe. El hecho de haber superado la tercera prueba, aunque hubiese sido a trancas y barrancas como las dos anteriores, le había hecho cambiar de humor. Se sentía bien, pletórico, como si se hubiese erigido único ganador de
Kamduki
. El exceso de euforia le hacía pensar que iba a llegar lejos con ese juego. Deseaba ver cuántos habían dado con la solución en sólo una hora. Ansiaba, con un inusitado entusiasmo, conocer cuál sería la cuarta prueba. Decididamente le confería a
Kamduki
el nivel uno en sus prioridades.

Don Francisco lo observaba con detenimiento, a la espera de que acabara su mecánica disertación.

—Si se encontraba usted mal viene y me lo dice. Fuera del horario de desayuno, de aquí no se mueve ni Dios sin que yo lo sepa —bramó don Francisco—. Lleva trabajando aquí tiempo de sobra como para saber que la disciplina es lo primero. Si no tomo medidas es por tenerle a usted cierto aprecio y porque ha sido la primera vez que incumple manifiestamente las normas de régimen interno. El éxito de una empresa depende, en gran medida, del respeto a los superiores y del cumplimiento estricto de los preceptos establecidos. Esto que parece coercitivo, en realidad dignifica su trabajo y le hace más responsable. ¿Le ha quedado a usted lo suficientemente claro, señor Velasco?

—Sí, don Francisco, tenga por seguro que no volverá a ocurrir —respondió Samuel, más pendiente de Macarena que del discurso de su jefe.

Cuando entró en el despacho, la secretaria estaba situada a la diestra del mandamás, revisando algún escrito, y allí se mantuvo mientras duró la bronca. Y Samuel no podía evitar que su mirada alternara entre la plegada frente de su jefe y la pérfida sonrisa de ella, que daba la sensación de querer devorarlo con sus grandes ojos. Sentía como si le estuviera provocando, como si se le insinuara con malicia. Y cada vez que Samuel bajaba o subía ligeramente la mirada en el rocambolesco bamboleo de su atención, no conseguía resistir la tentación de detenerse, aunque fuera una milésima de segundo, en el prodigioso canalillo de Macarena.

—Mejor que sea así, porque no volveré a darle otra oportunidad. Sabe que en esto soy inflexible —sentenció el jefe, a la vez que hacía un claro gesto con la mano para que se retirara.

Pensaba Samuel que las sorpresas habían acabado por ese día cuando, un rato después, se le acercó Macarena hasta colocarse justo detrás de él, inclinándose para decirle algo al oído.

—¿Qué te ha pasado hoy, Samuel? —susurró la chica mientras apoyaba uno de los pechos en su hombro.

—Nada, Macarena, una ligera indisposición —balbució Samuel, sorprendido de percibir la voluminosa masa pectoral de la chica restregándose por su piel—. «Si eso es silicona, ¡bendita sea por siempre!», pensó Samuel.

—No te preocupes, niño, que al jefe se le pasará el enfado; ya me encargo yo.

Samuel quedó aturdido, sin comprender que el repentino interés que Macarena sentía por su persona era sólo el resultado de la indiferencia que le había demostrado esa mañana. Notaba una ardorosa e intensa erección, castigada por la opresión que ejercía su pantalón vaquero y avivada por el vaivén que Macarena daba a sus nalgas mientras se alejaba.

—¡Eh!, esto..., Macarena: ¿cómo sigue el Betis? —le preguntó Samuel, por decir algo una vez recuperado del atolondramiento.

—No me hables del Betis,
mi arma
; ¡a ver si se pudre en segunda! —le reprendió con ademán burlón, dejándolo en evidencia por su torpeza al confundir las preferencias futbolísticas de una acérrima seguidora del Sevilla precisamente con su eterno rival.

Acababa de volver de la cocina con su segunda cerveza. No solía beber entre semana, pero... ¡se sentía tan a gusto recordando lo acontecido durante el día!

¡Con qué velocidad había comprendido la solución ahí recostado sobre su diván! Un hombre con su hijo y una mujer con su hija; la única particularidad es que el hombre y la mujer eran hermanos. Así de sencillo. Y así de devastador. 75.382 personas habían sobrevivido. El resto había sucumbido, bien porque no encontraron la respuesta, bien porque no pudieron conectarse a esa hora, incompatible con el horario laboral en España y funesta en los Estados Unidos, donde el que la hubiera resuelto se habría inexorablemente levantado en plena madrugada. Y ahora le tocaba a Europa la hora intempestiva, aunque por suerte la prueba número cuatro comenzaría la próxima madrugada del viernes al sábado, concretamente a las 4 horas y 12 minutos. Y ese día no había riesgo de que pudiera quedarse dormido: salir con Esteban era equivalente a trasnochar. De lo único que tenía que ocuparse era de no beber demasiado, para estar completamente lúcido cuando se sentara frente a su ordenador.
Kamduki
no dejaba de sorprenderle: un mes esperando la prueba número tres y ahora sólo unos días para anunciarse la número cuatro.

Apuró la cerveza y suspiró complacido. Después de todo, no había sido mal día ese martes y trece, a pesar del agobiante rato que había padecido hasta superar la prueba. De pronto vino a su mente la sugestiva imagen de Macarena e imaginó sus exuberantes pechos sobre su espalda. Uno de ellos se deslizaba suavemente hacia su cara, desnudo, ardiente, esplendoroso... hasta que sus labios alcanzaban la punta carnosa de su pezón. Luego la vio alejarse, moviendo con exquisita sensualidad sus caderas mientras se subía lentamente el vestido, para luego sentarse frente a él, descubiertos los senos, apuntando al cielo firmes y altivos, con las piernas ligeramente entreabiertas, dejando traslucir bajo su blanca lencería el negro abismo de su pasión. Le sonreía descarada mientras su mano derecha bajaba por sus pechos y su vientre, buscando la parte interna de sus muslos... Y entonces, en una incontrolable convulsión de amor a solas explotó en mil pedazos la fantasía, difuminándose entre sus propios jadeos la seductora visión de Macarena.

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