Conviene evitar que haya leyes penales en materia religiosa. Es verdad que infunden miedo; pero como la religión tiene también leyes penales que asustan, el efecto de las unas destruye el de las otras. Las almas, presas entre dos temores diferentes, se vuelven atroces.
La religión fulmina tan tremendas amenazas y promete a la vez tantas delicias, que si pensamos en ellas, por más que haga el magistrado para que la abandonemos, parécenos que no nos deja nada cuando nos la quita y que no nos quita nada cuando nos la deja.
No se consigue apartar al hombre de este gran objeto llenando con él su espíritu y acercándolo al momento en que más importancia debe darle; es más seguro minar una religión por medio de las comodidades de la vida y de la esperanza en la fortuna; es más eficaz valerse, no de lo que pone en guardia, sino de lo que predispone al olvido; no de lo que indigna, sino de lo que produce indiferencia o tibieza cuando otras pasiones mueven nuestras almas. Regla general: para cambiar de religión, son más eficaces las invitaciones que las penas.
El carácter del humano espíritu se descubre en el orden mismo de las penas empleadas. Recuérdense las persecuciones del Japón
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y se verá cómo indignaron más los suplicios crueles que las penas prolongadas, las cuales fatigan más que sublevan, siendo más difíciles de sobrellevar por lo mismo que parecen más soportables.
En una palabra, la historia nos enseña sobradamente que las leyes penales no han producido jamás otro efecto que el de destruir.
Una judía de diez y ocho años, quemada en Lisboa en el último
auto de fe
, dió ocasión a este documento, quizá el más inútil que se haya escrito jamás. Cuando se trata de probar cosas tan claras, puede uno estar seguro de no llegar a convencer.
Su autor declara que, aun siendo judío, respeta la religión cristiana y la ama lo bastante para quitar a los príncipes no cristianos un pretexto plausible para perseguirla.
Os quejáis
, les dice a los inquisidores, de que el monarca del Japón haga quemar a fuego lento a los cristianos que viven en sus Estados; pero él os contestará: os tratamos a los que no creéis lo que nosotros, como tratáis a los que no creen lo que vosotros; no podéis quejaros sino de vuestra debilidad, que os impide exterminarnos y nos permite exterminaros.
Pero es justo confesar que sois mucho más crueles que aquel monarca. Nos hacéis morir, a nosotros que creemos lo mismo que vosotros, porque no creemos todo lo que creéis. Bien sabéis que nuestra religión fue grata a Dios; pensamos que El la ama todavía y vosotros pensáis que ya no la ama; y por pensar así condenáis al hierro y al fuego a los que incurren en el error perdonable de creer que Dios ama todavía lo que amó.
Si sois crueles con nosotros, lo sois aun más con nuestros hijos, pues los mandáis a la hoguera por acatar y obedecer las inspiraciones de los que la ley natural y las leyes de todos los pueblos enseñan a respetar como dioses.
Os priváis de la ventaja que os ha dado sobre los mahometanos, la manera que tuvieron éstos de implantar su religión: Cuando ellos dicen que sus fieles son muy numerosos, les contestáis que lo deben a la fuerza, que han propagado su religión por la espada; ¿por qué, pues, la propagáis vosotros por el fuego?
Cuando queréis atraernos, os decimos que nuestro origen es el mismo del que os gloriáis descender; nos respondéis que la actual religión vuestra es nueva, pero divina, y lo probáis por haber crecido con la persecución de los paganos y la sangre de vuestros mártires; pero hoy tomáis el papel de los Diocleciano, obligándonos así a tomar el vuestro.
Nosotros os conjuramos, no en nombre del Dios todopoderoso, a quien servimos vosotros y nosotros, sino en nombre del Cristo que nos decís que tomó figura humana para daros ejemplos y que los imitarais; en nombre del Cristo, os conjuramos a que os portéis con nosotros como él mismo lo haría si estuviese aún en la tierra. Queréis que seamos cristianos y vosotros no queréis serlo.
Pero, si no queréis ser cristianos, a lo menos sed hombres: conducíos con nosotros como lo haríais no teniendo de la justicia más que las débiles luces que da la naturaleza, por carecer de religión que os guiara.
Si el cielo os ha amado lo bastante para daros a conocer la verdad, os ha favorecido con una gracia inmensa; pero ¿les toca a los hijos que han recibido la herencia de sus padres el aborrecer a sus hermanos que no la recibieron?
Si poseéis la verdad, no nos la ocultéis con la manera de proponerla. El carácter de la verdad es el triunfo en los corazones y los entendimientos, no es la impotencia que confesáis queriendo imponerla con suplicios.
No es razonable que nos condenéis a muerte por no querer engañaros. Si Cristo es hijo de Dios, él nos recompensará por habernos negado a profanar sus misterios, y creemos que el Dios a quien servimos vosotros y nosotros, no ha de castigarnos por haber muerto en defensa de una religión que nos dió hace mucho tiempo.
Vivís en un siglo en que la luz natural es más viva que nunca, la filosofía ilumina los entendimientos, la moral de vuestro Evangelio es más conocida, los derechos respectivos de los hombres se hallan mejor establecidos, como el imperio de una conciencia sobre otra. Por lo tanto, si no desecháis las antiguas preocupaciones, vuestras propias pasiones, es menester declarar que sois incorregibles, incapaces de toda luz, de toda instrucción, de toda enmienda. Y bien desgraciada es la nación que concede autoridad a hombres así.
¿Queréis que os digamos ingenuamente nuestro pensamiento? Nos consideráis como enemigos vuestros más bien que como enemigos de vuestra religión; porque si amarais vuestra religión, no permitiríais que la corrompiera una grosera ignorancia.
Hemos de advertiros otra cosa: que si en la posteridad hay quien se atreva a decir que los pueblos de Europa eran civilizados en el siglo presente, alguien le responderá citando vuestro ejemplo para probar que eran bárbaros; y la idea que se tenga de vosotros ha de ser tal, que manchará vuestro siglo y hará odiosos a vuestros contemporáneos.
He hablado ya
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del carácter atroz de las almas japonesas.
Los magistrados consideraron sumamente peligrosa la firmeza que inspira el cristianismo cuando se trata de renunciar a la fe, creyendo que esa firmeza haría aumentar la audacia. La ley del Japón castiga con severidad la menor desobediencia. Ordenóse abandonar la religión cristiana; como el no abandonarla era desobedecer, impusiéronse castigos a los desobedientes; y como continuara la desobediencia, aplicáronse nuevos castigos.
Los castigos se miran en el Japón como la venganza de un insulto al príncipe. Los cantos de alegría de los mártires cristianos se miraron como un atentado contra él. Indignó a los magistrados el título de
mártires
cuando a su juicio no había más que rebeldes, y emplearon toda clase de medios para que nadie lo obtuviera. Entonces fue cuando las almas se crecieron, entablándose una lucha terrible entre los tribunales que condenaban y los acusados que padecían, entre las leyes civiles y las leyes religiosas.
Todos los pueblos de Oriente, excepto los Mahometanos, creen que las religiones son indiferentes en sí mismas. Lo que temen no es el establecimiento de otra religión, sino el cambio que produzca en el régimen gubernamental. En el Japón, donde son muchas las sectas y donde el Estado ha tenido hace tiempo un jefe eclesiástico, no se disputa nunca sobre religión
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. Sucede lo mismo entre los Siameses
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. Los Kalmukos hacen más: es cuestión de conciencia para ellos el consentir todo género de religiones
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. En Calicut es regla de Estado que cualquiera religión es buena.
Pero de esto no se deduce que una religión llevada de un país remoto y enteramente distinto en clima, leyes y usanzas, haya de tener el éxito que de su santidad podía esperarse. Esto es aún más cierto en los imperios despóticos: se empieza por tolerar a los extranjeros, porque no se presta ninguna atención a lo que al parecer no menoscaba la autoridad del príncipe ni ofende a su persona. Todo se ignora: por lo mismo un Europeo consigue hacerse grato con los conocimientos que divulga. Al principio todo va bien; pero cuando se notan los efectos, alguno sobresale y se suscita alguna dicusión, y como el Estado por su naturaleza lo primero que busca es la tranquilidad, que puede ser destruída por cualquier turbulencia, proscribe inmediatamente la nueva religión y sus propagandistas. Luego estallan las disputas entre los que la predican, y surge el desagrado respecto a una religión en la que no están acordes los mismos que la propagan y la recomiendan
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LIBRO XXVI
De las leyes, en la relación que deben tener con el orden de las cosas sobre que estatuyen.
CAPÍTULO ILos hombres están gobernados por diversas especies de leyes: por el derecho natural; por el derecho divino, que es el de la religión; por el derecho eclesiástico, llamado también canónico, el cual es el de policía de la religión; por el derecho de gentes, que puede mirarse como el derecho civil del universo, considerando a cada pueblo como un ciudadano del mundo; por el derecho político general, cuyo objeto es la ciencia humana que ha fundado todas las sociedades; por el derecho político particular, que es el concerniente a cada sociedad; por el derecho de conquista, fundado en el hecho de que un pueblo ha querido, podido o debido hacer violencia a otro; por el derecho civil de cada sociedad, en virtud del cual puede un ciudadano defender sus bienes o su vida contra cualquiera otro; en fin, por el derecho doméstico, originado por hallarse dividida la sociedad en familas que necesitan un gobierno particular cada una.
Hay, pues, diferentes órdenes de leyes, y la sublinlldad de la razón humana está en distinguir, en saber bien, a cuál de esos órdenes pertenecen las cosas acerca de las cuales se ha de estatuír, no confundiendo los principios que deben gobernar a los hombres.
Las leyes divinas no deben estatuír sobre lo que corresponde a las humanas, como éstas no deben invadir lo que corresponde a aquéllas.
Son dos especies de leyes que difieren por su origen, por su objeto y por su naturaleza.
Todo el mundo conviene en que las leyes humanas son de otra naturaleza que las religiosas, y este es un gran principio; pero este mismo principio depende de otros que es necesario buscar.
1° La naturaleza de las leyes humanas está sometida a todos los accidentes y a variar a medida que cambia la voluntad de los hombres; la naturaleza de las leyes religiosas es inmutable. Estatuyen las leyes humanas sobre lo bueno; las leyes religiosas estatuyen sobre lo mejor. Lo bueno puede tener varios objetos, pero lo mejor es único. Es posible modificar las leyes, porque basta que sean buenas; pero las instituciones religiosas no pueden cambiarse, porque, siendo mejores, cualquier mudanza las desmejoraría.
2° Estados hay donde las leyes no son nada, o no son más que la voluntad caprichosa y pasajera del soberano. En esos Estados, si las leyes religiosas fueran de igual naturaleza que las leyes humanas, tampoco serían nada; y como es necesario que en la sociedad haya algo permanente, ese algo es la religión, lo más fijo que existe en la sociedad.
3° La fuerza principal de la religión es que se cree en ella; la fuerza de las leyes humanas está en que se las teme. La antigüedad es conveniente para la religión, pues creemos en las cosas tanto más cuanto más lejano esté su origen, por no tener ideas accesorias de la misma época remota que las contradigan. Las leyes humanas, al contrario, sacan fuerza de la novedad, que demuestra la atención actual del legislador para hacerlas respetar.
Si un esclavo se defiende y mata a un hombre libre, debe ser tratado como parricida
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. Aquí tenemos una ley civil que castiga la defensa propia, defensa de derecho natural.
La ley de Enrique VIII, que condenaba a un hombre sin previo careo con los testigos, también era contraria a la natural defensa; para poder condenar a una persona es preciso que los testigos la vean, la reconozcan, sepan contra quien declaran y que el acusado pueda responderles: no soy la persona de que habláis.
La ley del mismo reinado que se dictó para castigar a la soltera cuando, después de haber tenido trato ilícito con algún hombre, se casaba con el rey sin declarárselo antes, era contraria a la defensa del natural pudor; tan insensato es pedirle tal declaración a una mujer soltera, como pedirle a un hombre que no defienda su vida.
La ley de Enrique II que condena a muerte a la soltera cuyo hijo ha perecido, si no declaró su preñez al magistrado, no es menos opuesta a la defensa natural. Bastaba con obligarla a dar cuenta de su estado a una de sus parientas, la cual velase por la conservación del hijo.
¿Qué otra confesión había de hacer en el suplicio de su pudor natural? La educación ha aumentado en ella el sentimiento de la conservación de su pudor, y en tales momentos, apenas le queda idea de la pérdida de la vida. Se ha hablado mucho de una ley inglesa
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que permitía a una niña de siete años tener marido. Esta ley era repugnante por dos conceptos: no atendía a la naturaleza en cuanto a la madurez del alma, y no esperaba tampoco a la del cuerpo.
Entre los Romanos, el padre podía obligar a su hija a repudiar al marido, aunque el matrimonio se hubiera efectuado con su consentimiento
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. Pero poner el divorcio en manos de tercera persona, es también contrario a la naturaleza.
Para que el divorcio no sea contrario a la naturaleza, es menester que lo consientan ambas partes, o a lo menos que lo quiera una; si no lo consiente ninguna de las dos, el divorcio es una monstruosidad. La facultad de divorciarse no puede concederse más que a los que sufren las incomodidades del matrimonio y conocen el momento en que ya no pueden resistirlas.