El Escriba del Faraón (21 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Escriba del Faraón
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Imagino que, llegado a esa tesitura, Ajeprura Amenhotep pensó que quizá el dios de los hebreos no le era tan opuesto si, a fin de cuentas, había escuchado una plegaria en su favor. Es posible también que pensara que una nueva contrapropuesta tendría posibilidades de salir adelante en esta ocasión. A fin de cuentas, ¿no se había mostrado humilde ante aquella divinidad y había concedido, tácitamente, a Moisés la categoría de sacerdote rogándole que intercediera por él? Con todo, me inclino por pensar que se aferraba desesperadamente a la idea de obtener una victoria en el último instante. Le gustaba practicar la lucha cuerpo a cuerpo y sabía que, en no pocas ocasiones, el que aguanta es el que gana. Sea como sea, nuestro señor se volvió atrás y comunicó al hombre, que se había convertido últimamente en su primer antagonista, que de lo dicho no había nada y que los hebreos no podrían abandonar el país. Como consecuencia de aquella nueva manifestación de endurecimiento, Moisés volvió a implorar a su dios que actuara y durante tres días enteros la tierra de
Jemet
se vio sumida en tinieblas. Vencido por las circunstancias, nuestro señor volvió a convocar al hebreo para plantearle una nueva proposición.

Según me refirió Ipu en otra misiva escrita en unos términos susceptibles de haberle costado un proceso por alta traición (y que contribuyó a fortalecer mis sospechas de que nuestro señor estaba viéndose progresivamente aislado de sus servidores más cercanos), Ajeprura Amenhotep comenzó la audiencia en un tono untuoso y pausado que incluso habría podido considerarse amable. Hizo un breve repaso de los episodios pasados (¡cuyo desencadenamiento atribuyó a una falta de fluidez en la comunicación!); anunció que, en su opinión, lo que los hebreos debían hacer inmediatamente era marcharse y servir a su dios; recalcó que podían llevar, por supuesto, a sus niños, y, cuando los cortesanos estaban a punto de lanzar un suspiro de alivio, matizó que, por supuesto, las ovejas y las vacas no deberían cruzar la frontera.

¿Estaba convencido realmente de que aquella condición tenía alguna posibilidad de ser aceptada por Moisés? ¿Trataba simplemente de arrojar su última flecha en la esperanza de salvar algo del desastre? Hasta la fecha sigo ignorándolo. Pero lo que sí conozco son los términos en que el hebreo contestó a nuestro señor en la presencia de sus servidores más cercanos. Según me refirió Ipu en la carta a la que ya he hecho referencia, en esta ocasión Moisés no se valió de Aarón, pero tampoco tartamudeó. Con una tranquilidad pasmosa, clavó sus ojos en nuestro señor (¿como lo había hecho en mí?, me pregunté) y le espetó:

—Hasta tú nos entregarás animales de sacrificio y holocausto para que se los ofrezcamos a nuestro Dios. Nuestros ganados saldrán también con nosotros. Ni una pezuña quedará en la tierra de
Jemet,
porque es de ellos de donde tenemos que sacar para servir a nuestro Dios, y lo que debemos ofrecerle no lo sabremos con exactitud hasta que lleguemos al lugar señalado.

Ipu me aclaraba que aquellas palabras venían a ser, sustancialmente, las mismas que Moisés había pronunciado. Él mismo había sentido, cuando vio que iba a contestar nuestro señor, que la respuesta podía estar preñada de relevancia y había tomado personalmente notas para recogerla oficialmente.

Al parecer, durante unos instantes, Ajeprura Amenhotep no había logrado articular palabra. Como señalaba Ipu, más preocupado que ofendido, no sólo es que aquel hebreo había rechazado su propuesta, sino que incluso había tenido el descaro de decirle que, además de sus ganados propios, nuestro señor tendría que hacerle entrega de otros suyos ¡para ofrecer como sacrificio a su dios! Indudablemente —me seguía diciendo—, el triunfo había embriagado el corazón de Moisés, pero ¿no se equivocaba acaso el señor de la tierra de
Jemet
al no ceder a sus pretensiones? Según me relataba mi subordinado, si aquella respuesta había dejado aturdido a Ajeprura Amenhotep por unos instantes, disipada la sorpresa inicial, le produjo un estallido de ira tan violento que todos temieron lo peor. Con el rostro encarnado por la cólera, se puso en pie, señaló con su índice a Moisés y le ordenó marcharse. Cuando el hebreo se había dado media vuelta y caminaba hacia la salida, nuestro señor gritó a voz en cuello que se guardara muy mucho de comparecer una vez más ante su rostro, porque el día en que eso sucediera, moriría.

«Mi señor —continuaba en su carta Ipu—, en aquellos momentos todos los presentes temimos ir al
ka.
Estábamos seguros de que Moisés nos fulminaría con fuego del cielo similar al caído durante la catástrofe de granizo. Pero no lo hizo. Sólo se volvió, miró a nuestro señor y dijo: "Has hablado con exactitud. No veré más tu rostro".»

Releí aquella misiva de Ipu docenas de veces. Era obvio que la administración de la
Per-a'a
estaba paralizada por el terror que les inspiraba aquel hebreo al que consideraban ducho en una forma de
beka
muy superior a la de sus sacerdotes y magos. Yo mismo, durante algún tiempo, había tomado a Moisés por un farsante similar a los que gobernaban nuestros templos e influían en la vida de nuestro pueblo y en las decisiones de gobierno del señor de la tierra de
Jemet.
Ahora sabía que los siervos de Ajeprura Amenhotep estaban equivocados, pero no en mayor medida de lo que lo había estado yo. Lo sabía porque en las últimas semanas había conseguido averiguar quién era realmente ese Moisés.

9

L
a clave para lograr averiguar quién era Moisés había derivado, sorprendentemente, de la circunstancia que siempre me había parecido más enigmática: desde un principio había sido consciente de que Moisés era un nombre original nuestro, aunque ahora se encontrara mutilado. Naturalmente, resultaba absurdo pensar que una familia de
Jemet
hubiera entregado a un hijo suyo en manos de unos semiesclavos, y además, por otro lado, estaba establecido que los padres de Moisés eran hebreos, pero... ¿podía haberse dado el fenómeno contrario? ¿Podía haber albergado una de nuestras familias en su seno a un niño hebreo? No, no parecía muy posible... a menos... a menos que se hubiera planteado una situación de enorme emergencia que hubiera conmovido a alguien de nuestro pueblo o que hubiese mediado un fuerte soborno. Esta segunda posibilidad había que descartarla de plano. ¿Qué hubieran podido ofrecer de valor suficiente unos miserables siervos a ninguno de los súbditos de la
Per-a'a
? Ahora bien, ¿podía haberse dado la primera posibilidad, una situación de urgencia extrema, en la época en que el hebreo había nacido, que hubiera facilitado aquella extraña situación?

Calculé aproximadamente la edad de Moisés y examiné los decretos y anales de aquellos años. Aparecían, como era de esperar, las menciones habituales a las gloriosas victorias del señor de la tierra de
Jemet,
pero junto a ellas se encontraba registrado un dato que me pareció de enorme importancia: la orden de un antecesor de Ajeprura Amenhotep encaminada a exterminar a todos los niños varones que nacieran de los hebreos. Comprendí, perplejo, que la situación ahora me resultaba aún más inexplicable. Seguramente, los padres de Moisés habían desobedecido la orden —algo no tan inhabitual hasta donde yo sabía— para salvar a su hijo. Pero, de ser así, no sólo habrían tenido que enfrentarse con la repulsión habitual que en una familia de
Jemet
despertaban los hebreos, sino también con el temor de que hubiera inspirado en la misma la posibilidad de desobedecer tan severo decreto de la
Per-a'a.
Buscando aclarar uno de los problemas, encontraba que sólo conseguía multiplicarlo por dos.

Con evidente desagrado, tuve que admitir que, aunque quizá no fuera mal encaminado, lo cierto es que persistían algunos interrogantes que me impedían progresar en mis averiguaciones. Tras mucho reflexionar y atar cabos pude reducirlos a seis cuestiones primordiales. Primera, en el caso de que los padres de Moisés lo hubieran conseguido ocultar en el seno de una de nuestras familias y dado que no podían haber abonado ningún soborno, ¿cómo se había atrevido alguien, súbdito del señor de la tierra de
Jemet
por más señas, a contravenir el decreto de exterminio de los niños hebreos? Segunda, de ser cierto el primer supuesto, ¿cómo había llegado Moisés a descubrir que era hebreo y no egipcio? Tercera, ¿qué le había llevado a integrarse entre un pueblo de esclavos antes que seguir siendo un hombre libre? Cuarta, ¿dónde había estado durante las décadas que nadie había sabido de él? Quinta, ¿qué le había impulsado a enfrentarse con la
Per-a'a?
Sexta y última, ¿de dónde procedía la fuerza que irradiaba su personalidad y qué era lo que le permitía realizar los prodigios que ejecutaba?

Sentía en mi corazón que si conseguía desatar el primero de aquellos nudos, los otros se soltarían por sí solos. Pero ¿quién podría ayudarme en esta tarea? ¿Quién poseería datos acerca de los primeros años de la vida de Moisés? Encontrar testigos presenciales me pareció, desde el principio, una tarea casi irrealizable. Él mismo era un hombre de edad y sería muy improbable que viviera alguna de las personas que lo había visto nacer. Entonces fue cuando recordé que tenía una hermana. Yo mismo había recogido este dato. Era una anciana llamada... oh, dioses, ¿cuál era el nombre de aquella mujer? Revolví entre mis notas hasta que di con el dato que buscaba. ¡Miriam! Sí, ése era el nombre: Miriam. ¿Sería posible dar ahora con ella y, en caso afirmativo, estaría dispuesta a responder a mis preguntas?

Contra lo que temí inicialmente, lo cierto es que encontrar su vivienda resultó increíblemente fácil. El temor que inspiraba entre nuestra gente por el hecho de ser la hermana de Moisés y el respeto que causaba entre los hebreos le habían permitido, por lo visto, vivir en paz y sosiego aquellos días tan aciagos para la tierra de
Jemet.
Decidí acudir a verla cuando se hubiera consumado el descenso de Ra en
Meseket.
No llamaría tanto la atención y además podría causarle una sorpresa mayor —y desorientadora— a causa de lo inesperado de mi visita. En cuanto a la manera de abordarla, había pensado en hacerle creer que sabía ya todo lo referente a su hermano Moisés y que sólo deseaba contrastar algunos datos. Seguramente se trataría de una mujer inculta y deseosa de contar detalles sobre el único miembro de la familia que disfrutaba de alguna relevancia. Con una ayuda mínima de los dioses no me resultaría muy trabajoso sonsacarla.

Acudí acompañado de un soldado, pero le ordené que se mantuviera a unos pasos de la casa con la excusa de que debía custodiar nuestros caballos. Cuidándome bien de no hacer ruido, crucé la callejuela pésimamente trazada y me detuve ante su vivienda. Respiré hondo, imploré en el interior de mi corazón a la Madre y Señora para que me protegiese y, finalmente, llamé a la puerta. Fue Miriam en persona la que acudió a abrirme. Al verme, sonrió. No fue una mueca de desprecio ni tampoco un gesto de desdén, sino una sonrisa franca y limpia, llena de paz y confianza. A continuación, con una voz suave dijo:

—Pasa, Nebi. Hacía tiempo que te esperaba.

Procuré que no percibiera mi azoramiento ante aquellas palabras y mientras tomaba asiento comencé a pensar cómo podía haber sabido quién era yo. Me tranquilicé a medias con la idea de que, seguramente, encontraba natural que un funcionario egipcio quisiera interrogarla. Sí, eso debía de ser.

En el centro de la habitación, sobre una mesa baja de madera basta, brillaba la débil llama de una lámpara de aceite. Miriam se disculpó por no contar con cerveza o vino para ofrecerme, pero me dijo que tenía un agua fresca muy buena si lo deseaba. Le contesté que en esos momentos no tenía sed, pero que no dudaría en pedírsela si la sentía. Miriam tomó asiento entonces frente a mí y, antes de que yo pudiera hablar, comenzó a hacerlo ella.

—Supongo que deseas saber algo acerca de mi hermano Moisés. Nada tengo que ocultar sobre él y además, muy pronto, no estaremos ya en esta tierra.

El tono con que profirió aquellas palabras no había sido altanero. Más bien recordaba a la tranquilidad con que un campesino señala cuándo recogerá la cosecha o habrá madurado el trigo. Ambos procesos se producirán de la misma manera, sin que sus palabras puedan influir en ellos. Hubiera deseado burlarme de la última afirmación de la mujer, pero el temor —y un cierto respeto que estaba comenzando a provocarme— me contuvo. Por otro lado, no deseaba desviarme del objeto de mi visita. Intentando aparentar una seguridad y un aplomo que no tenía le contesté:

—Hace tiempo que me di cuenta de que Moisés no era un nombre hebreo. Sé incluso que ese nombre se lo dio un súbdito del señor de la tierra de
Jemet...
un súbdito desleal por más señas. Pero no temas, no pienso tomar represalias contra esa persona, si es que aún vive, ni contra sus descendientes...

—No podrías hacerlo ni aunque lo desearas —me interrumpió Miriam sin abandonar su sonrisa.

Por segunda vez volví a sentirme desconcertado. ¿Qué quería decir aquella mujer? ¿Se atrevía a desafiar mi autoridad? ¿Se estaba burlando veladamente de mí?

—A menos —prosiguió— que estuvieras dispuesto a castigar al señor de la tierra de
Jemet...

Mi confusión alcanzó en aquellos momentos un punto insoportable. Reconozco que no sabía qué hacer ni qué decir. Dudaba entre levantarme y salir de aquella casucha o permanecer sentado y esperar. Pero esperar... ¿a qué? Como si pudiera leer en el fondo de mi corazón, Miriam volvió a abrir sus labios.

—Me temo, Nebi, que sabes mucho menos de lo que pretendes dar a entender.

Avergonzado, bajé por un instante los ojos. ¿Hasta dónde iban a permitir los dioses que fuéramos humillados los servidores del señor de la tierra de
Jemet?
Yo mismo siempre había sido un hombre justo en mis tratos, incluso en alguna ocasión mi compasión por los demás me había colocado en situaciones incómodas, ¿por qué debía soportar que aquella hebrea me interrogara como un maestro a un niño al que hubiera sorprendido en falta? La tentación de huir fue mayor que nunca. Sentí incluso como si el aire no llegara hasta mi corazón y pudiera caer sofocado de un momento a otro. Sin embargo, no pasó nada. Algo que no podía comprender me retuvo en aquella habitación y me obligó responder a la mujer.

—Ciertamente tienes razón al insinuar que muy poco es lo que conozco de tu hermano. Precisamente por ello he venido a visitarte. Nada puedo ofrecerte para desatar tu lengua, pero si eres sincera conmigo, si me cuentas lo que acerca de tu hermano Moisés deseo saber, pongo a todos los dioses de la tierra de
Jemet
por testigos de que nunca alzaré mi mano contra vosotros y haré todo lo posible para evitar que alguien os dañe —guardé silencio por un instante. Mi boca estaba seca como la arena de
Deshret—.
Ahora sí aceptaría un poco de tu agua...

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