El Escriba del Faraón

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Authors: César Vidal

BOOK: El Escriba del Faraón
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Amenhotep II accede al trono de Egipto con la ambición de superar las hazañas de los faraones que le han precedido. Descubre que la clave para mantener el control sobre su pueblo reside en dominar la información que éste reciba. Para ello recurrirá a Nebi, un escriba que ha de dejar constancia no de la verdad, sino de aquello que el faraón desea que se convierta en la memoria de su pueblo. Sin embargo, Amenhotep se verá desafiado por un pueblo de esclavos: los hebreos.

César Vidal

El Escriba del Faraón

ePUB v1.0

Sirhack
05.10.11

© 1995, César Vidal Manzanares

© 1995, Ediciones Martínez Roca, S.A.

Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid

www.mrediciones.com

ISBN: 978-84-270-3215-6

Depósito legal: M. 1.311-2007

Fotocomposición: EFCA, S.A.

Impresión: Brosmac, S. L.

PERSONAJES

AJEPRURA AMENHOTEP
, hijo de Menjeperra Tutmosis, rey de Egipto, conocido por los historiadores como Amenhotep II.

AMENMOSE
, sacerdote del templo de Isis, primer maestro de Nebi.

HEKANEFER
, sacerdote del templo de Isis.

HEKARESHU
, subordinado de Nebi.

HEPU
, compañero de Nebi en la
Per-anj.

IPU
, subordinado de Nebi.

ITUNEMA
,
heritep-a'a.

IUTY
, médico al servicio de la
Per-a'a.

KAEMUAST
, sacerdote de Sejmet y médico.

MENJEPERRA TUTMOSIS
, rey de Egipto, conocido por los historiadores como Tutmosis III.

MERESANJ
, madre de Nebi.

MERIRA
, sacerdote del templo de Isis.

MERIT
, esposa de Nebi.

MINHOTEP
, jefe del destacamento de infantería egipcia acuartelado en la ciudad de Ykati.

NEBÍ
, intérprete al servicio de la
Per-a'a,
protagonista de la presente novela.

NEFER
, hermana de Tjenur.

NEFERHOTEP
, hermano de Sobejotep.

NEHEMAWY
, padre de Nebi.

NUFER
, sacerdote del templo de Isis, maestro de Nebi, tío de Paser.

PASER
, escriba, sobrino de Nufer, amigo de Nebi.

PTAHMOSE
, gran sacerdote del templo de Isis.

RA
, sumo sacerdote de Amón.

RANER
, sacerdote del templo de Isis.

RASHA
, compañero de Nebi en la
Per-anj.

SENNU
, general de Ajeprura Amenhotep.

SOBEJOTEP
, funcionario de la
Per-a'a,
superior de Paser y Nebi.

TA
-AA, reina de Egipto, esposa de Ajeprura Amenhotep.

TJENUNA
, alcalde de la aldea dependiente del templo de Isis.

TJENUR
, sacerdote del templo de Isis.

UEBENSENU
, primogénito de Ajeprura Amenhotep.

PRIMERA PARTE

AL SERVICIO DEL TEMPLO

1

H
oy puedo escribir lo que desee. Al fin. Lo hago tras décadas y décadas de trazar con la afilada punta de la trabajada caña aquellos rasgos casi prodigiosos que otros deseaban ver reflejados por escrito. Hoy, por primera vez en mi vida, puedo dejar constancia escrita de aquello que verdaderamente siento y creo, de lo que auténticamente albergo en mi corazón. Cuando haya terminado de llenar estos papiros, mi deber para con la tierra de Jemet habrá quedado cumplido para siempre. En los milenios venideros —al menos así lo cree el señor de
Shemeu y Tamejeu—
la otra versión será la leída, la enseñada, la comentada y, pese a ser falsa, la creída y transmitida. Se convertirá en la memoria que todos deben asumir. Como antaño las aguas del
Hep-Ur
se convirtieron en sangre que nadie pudo beber, ahora la realidad se transformará en algo muy distinto de la verdad pero que todos absorberán. No deja de ser curioso que para obtener mi libertad sin sospechas haya debido participar en la consagración de un instrumento de esclavitud, que antes de poder dejar constancia escrita de aquello que creo y deseo, haya debido contribuir en la redacción de aquello que otros han querido y que hubieran ansiado fuera un fiel reflejo de lo acontecido en los últimos meses. Pero ¿podrá, mientras el hombre sea hombre, ser de otra manera?

2

A
ún puedo recordar con claridad aquella mañana de
Peret
en que Nehemawy, mi padre, decidió apartar de mí su potestad para que escribiera o, más exactamente, para que aprendiera a escribir. Sé que hay personas en nuestro pueblo que recuerdan con especial añoranza los días en que todavía eran niños. Comparado con el trato que reciben los hijos de los bárbaros, no cabe duda de que el que prodigamos a los nuestros es benévolo y cuidadoso. No permitimos que ninguna mujer se deshaga de la vida que hay en su seno y nunca abandonamos a los niños ya nacidos. También es verdad que nos ocupamos de alimentarlos, de vestirlos y mantenerlos limpios, pero, si hemos de ser honrados, ¿no es así también como tratamos a muchos de nuestros animales? Con todo, yo también conservo en el corazón una vaga memoria de felicidad ligada a las manifestaciones de afecto recibidas en el hogar de mis primeros años.

Mis padres me trataron bien. Me alimentaban, me vestían, procuraban que no anduviera descalzo como muchos otros niños. Pero también —y seguramente esto es mucho más importante— me abrazaban y besaban con un cariño especial. Recuerdo borrosamente a mi madre. Se llamaba Meresanj y era una mujer delgada, más alta de lo habitual y con una tez más oscura que la de mi padre. Aunque se trataba de una persona demasiado nerviosa y con una inclinación irresistible a perderse en las minucias de nuestro hogar, no puedo decir que le faltara tiempo para reparar en mí. En cuanto a mi padre, Nehemawy, era un hombre sencillo y trabajador. Me amaba, aunque, siendo estricto y muy partidario de la disciplina en su trato conmigo, fue rara la vez en que se permitió entregarse a ninguna efusión de cariño dirigida a mí.

Poco más emerge en mi corazón de aquellos primeros años. Sí soy consciente de que deseé en algunas ocasiones acercarme en mis juegos al río, pero no me estaba permitido y, seguramente, no fue eso lo único que me estuvo vedado en mi temprana existencia. Pese a la confianza absoluta que tenía en mis padres, no pude evitar que el temor se apoderara de mí cuando Nehemawy me anunció que iba a ser llevado a una
Per-anj
para mi instrucción. La noticia me conmovió tanto que, cuando estuve seguro de que nadie me veía, me senté bajo una palmera y rompí a llorar. ¿Por qué lo hice? No lo sé con certeza, pero imagino que lo que más llenaba de pesar mi corazón era el hecho de que, sin ninguna razón convincente para mí, fueran a arrancarme del lugar donde vivía inconsciente y plácidamente dichoso. Seguramente no me asustaba el futuro —ni siquiera sabía en qué consistiría—, pero sí me aterrorizaba desprenderme de un presente conocido, sosegado y sin perturbaciones.

No fui el único que derramó lágrimas. También mi madre lloró, y pude escuchar como ahogaba sus sollozos mientras mi padre le explicaba, primero comprensivo y luego un tanto impaciente, que aquella decisión era lo mejor para mí y que de esa manera podría llegar a ser alguien importante. Sí, seguramente era demasiado nerviosa y se distraía demasiado con las minucias de la casa, pero me amaba. Limpió mi escasa ropa, me preparó el equipaje e incluyó alguna comida que, imagino, sería de la mejor calidad. Cuando, finalmente, subí a la barca que nos llevaría hasta nuestro destino, tampoco pudo evitar que junto a los pliegues de su sonrisa forzada fueran cayendo lágrimas que no supo contener.

Durante el viaje estuve acompañado por mi padre, que no dejó de cantar las loas de lo que iba a ser mi futura condición de hombre educado. Parecía como si hubiera aprendido de memoria un discurso para la ocasión y, mientras asistíamos al paso del tiempo en la cubierta de la embarcación, se dedicó a desgranar una retahíla de afirmaciones que le servían para afear la conducta y la vida de todos aquellos que desempeñaban otros cometidos en la
Jemet.

—Mira, mira —me decía acalorado—, ese hortelano lleva un yugo que le aplasta los hombros. La dureza de la madera le ha ocasionado incluso un callo purulento en el cuello. Por la mañana riega legumbres. Por la tarde echa agua a los pepinos. Al mediodía hace lo mismo con las palmeras, y ¿sabes cuál es el pago que recibe por ese trabajo? Pues que muchas veces acaba desplomándose y muriendo bajo la carga.

La imagen de aquel pobre desgraciado —al que casi me parece estar viendo en estos momentos— me impresionó porque, efectivamente, el pedazo de madera burda y sin desbastar parecía haberse convertido en un órgano más de su cuerpo. Pero, en vez de estar destinado a proporcionarle una ayuda adicional, le inyectaba un dolor acrecentado, como si de un miembro enfermo se tratara. Aún estaba reflexionando en ello cuando mi padre apuntó, con una mezcla de desprecio y conmiseración, a unos campesinos que, desnudos, se ocupaban de laborar en uno de los campos situados a la orilla del
Hep-Ur.

—Fíjate, hijo, en esos hombres. Gritan más que los cuervos y sus dedos están llenos de callos. A veces los siervos de la
Per-a'a
se los llevan como mano de obra al norte de la tierra de
Jemet.
Tendrías que ver lo que eso significa para esa gente. En el viaje de ida ya van hechos una lástima. Pero cuando llegan a su lugar de destino, aún es peor su condición. Allí tienen que sufrir por la enfermedad, por la tarea y por la inseguridad de si volverán o no a ver a su familia. Si, al final, son tan afortunados como para regresar del pantano, cuando vuelven a sus hogares son pingajos completamente exhaustos y con la salud destrozada.

Al contarme todo aquello no creo que mi padre fingiera. Por el contrario, creo que sabía lo que se decía y, posiblemente, conocía a gente que había sufrido en algún momento una suerte como la que acababa de describirme. Apenado, realizó una pausa y, luego, sin mirarme a los ojos, con la voz apresurada, continuó. Lo hizo como si temiera que algo se le fuera a olvidar si no lo decía rápido y como si también sufriera por el distanciamiento que se iba a producir inevitablemente cuando llegáramos a la
Per-anj.

—Hijo, la vida en la tierra de
Jemet
es muy dura. Esas pobres gentes que ves ahí se esfuerzan como bestias sólo para conseguir algo de pan y algunas verduras que dar a sus familias. Sin embargo, incluso conseguir algo tan modesto no les resulta nada fácil. Se agotan en el campo, sostienen con su sudor a la
Per-a'a
y a los sacerdotes, a menudo son reclutados para combatir o realizar trabajos y sólo a costa de enormes sacrificios consiguen ahorrar algo que les permita garantizar que llegarán a
occidente
después de ir al
ka. —
Calló por un instante y me colocó las manos sobre los hombros—. Nebi, no deseo que ése sea tu futuro. Si tú logras aprender a leer y escribir... si consigues comprender las figuras que aparecen en las paredes de los templos y que se guardan en los archivos de los almacenes y los palacios, tu vida será muy distinta.

Creo que fue entonces cuando por primera vez experimenté en mi corazón un sentimiento que luego se repetiría en diversas ocasiones con el paso de los años, aunque no siempre pudiera ser sumiso al mismo. Se trataba de una compasión por la desgracia ajena mezclada con un deseo casi compulsivo de no participar en ella. La visión del hortelano y del campesino había removido algo en mi interior y no pude evitar que mis ojos se humedecieran. Pero, a la vez, y de una manera mucho más fuerte, sentí el impulso para no verme, bajo ningún concepto, reducido nunca a un estado como el suyo.

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