—Pues vamos a él —dijo D. Fernando dirigiendo su caballo por un sembrado y hacia el punto donde el formidable morrión aparecía—. Esta guerra en detalle es la que a mí me enamora, y la verdad es que hecha con inteligencia, no hay ejército invasor que a ella resista.
—¡El fusil, ese fusilito, por amor de Dios y de María Santísima!
—¡Ahí va!… ¡que Dios esté en la chispa, en la pólvora y en la bala!
Galoparon buen trecho por el sembrado, y de pronto, como liebre que levantan perros, viose salir del camino hondo un soldado francés, el cual azorado y temeroso al ver sobre sí dos tan disformes jinetes echó a correr con ligerísimos pies, mirando hacia atrás a cada instante para ver si era perseguido.
—Alto ahí, amiguito —gritó el cura— que no te salvarás aunque tengas mejores piernas que Mercurio, el de los alados talones… ¡Alto!
—Ríndete y nada te haremos por ser dos contra uno —gritó D. Fernando llevándose la mano al sombrero, que con el fuerte viento se le tambaleaba sobre el cráneo—. Date, tunantuelo, que somos generosos y caballeros.
—¡Borracho, ladrón! Ríndete o te tiendo…
Aunque muy velozmente corría el francés, al poco rato pusiéronse los caballos a medio tiro; disparó D. Aparicio su fusil, hiriendo al fugitivo con tan fatal acierto en mitad de la espalda, que después de dar algunos pasos vacilantes cayó al suelo.
—¡Qué ojo! ¡Sr. Garrote! Por Santa Lucía bendita. ¡Qué puntería! —exclamó con júbilo Respaldiza—. Yo mismo me admiro, yo mismo me alabo, yo mismo me hago mi apoteosis, porque soy en esto del tirar una de las más grandes maravillas de la Creación.
—La verdad es que como cacería esto ha sido admirable —repuso Garrote—, pero como acción de guerra no se puede poner al lado de las de Wellington. Ese pobre muchacho lo pasa mal.
Llegaron al sitio donde el francés se revolvía en su sangre profiriendo injurias y blasfemias contra sus perseguidores.
—Arriba muchacho, eso no es nada —dijo Navarro, cuya generosidad, como hemos dicho, se mostraba en todas ocasiones —. Dinos dónde está el destacamento a que perteneces y te perdonamos la vida.
—El destacamento —repitió el cura—. Sí; para huir de él.
—O para atacarle si es poca gente. Usted con su puntería y yo con mis puños…
A esta bravata siguió un rato de silencio, porque el pobre francés herido, se había desmayado. Mirábanse Garrote y D. Aparicio sin saber qué partido tomar, cuando sintiose a lo lejos ruido de caballos, y como alzaran a un mismo tiempo la vista cura y seglar, vieron que hacia ellos se dirigía por el camino hondo hasta una docena de franchutes a caballo. Púsose más pálido que la cera de su iglesia el buen Respaldiza, y D. Fernando, a pesar de su garrotesca bravura, frunció el majestuoso ceño. El primer impulso del tirador fue huir, más detúvole su amigo, bien porque creyera imposible la fuga, bien porque la impavidez de su alma atrevida gozase en la temerosa aproximación del peligro.
—¡El sable, el sable! —gritó tomando el arma de su amigo, a quien entregó la espada vieja.
La mano del cura temblaba.
—Hemos cometido una acción villana asesinando a un hombre —exclamó con solemne acento Garrote—; Dios nos castiga. Ahora… pelear como buenos españoles y morir como caballeros cristianos.
—¿Qué hacemos?
—¿Qué hemos de hacer? ¡A ellos! Dios sea con nosotros.
No hubo muchos ni variados lances en aquel suceso, porque en el espacio de pocos minutos, los enemigos se acercaron a nuestros dos héroes, diciéndoles en castellano que se rindieran.
—Son españoles.
—Afrancesados… mala gente… —murmuró D. Aparicio.
—¡Que me rinda yo! —gritó Navarro esgrimiendo el sable—. Ahora sabréis, canallas, traidores, cómo acostumbra a hacer sus rendiciones D. Fernando Garrote el de la Puebla. Si he de morir, moriré matando.
Y sin más dimes ni diretes, comenzó a descargar sablazos sobre los que más cerca tenía. En tanto Respaldiza, viendo a su amigo enredado con los franceses, quiso ponerse en salvo, pero se lo impidieron, y en un santiamén fueron ambos desarmados. Garrote había descalabrado a uno y herido levemente a otro, recibiendo en cambio dos pistoletazos, que por fortuna sólo hicieron estragos en el alto sombrero. Gritó, vociferó, injurió en nombre de Dios, del Rey y de España; pero al cabo, ambos fueron conducidos prisioneros sobre sus mismas cabalgaduras, y muy bien vigilados por los doce dragones, que se pusieron en marcha después de recoger al herido.
Así acabó la grande, la memorable expedición de D. Fernando
[4]
Garrote y el reverendo beneficiado de la Puebla. Mientras esto sucedía, Carlos Navarro y la compañía buscaban inútilmente a los dos viejos guerreros en el camino de Uralde.
Silenciosamente, y abrumados de amargura y desesperación, marchaban los dos prisioneros el uno tras el otro: los caballos que montaban no parecían menos tristes que sus amos, a juzgar por la lentitud de su paso y la inclinación de la cabeza. Los españoles y franceses que les habían cogido y les custodiaban iban, charlando en una y otra lengua mezcladamente, y uno de ellos dijo:
—A estos tunantes no les perdonará el general Gazan… han asesinado a un francés, y ya sabemos con qué moneda se pagan estas deudas.
—El uno de ellos parece cura.
—Y el otro parece sacristán.
D. Fernando Garrote se puso lívido al oír que se le llamaba sacristán, y después se le encendió hasta la raíz del cabello el pálido rostro. Si hubiera tenido armas, habría castigado en el acto tanta insolencia en menos que se dicen castañas. Respaldiza, durante el camino, sintiéndose sediento, pidió que le dejaran beber de un arroyo cercano.
—Tiempo hay de beber. En Aríñez no falta agua, padrito. Y si no, tome un buche de la del bautismo, que como cura debe de tener tan a la mano… Beberá antes que le despachen.
—¡Despacharme! —exclamó D. Aparicio con acento compungido—. ¿Qué es eso de despachar?
Garrote, colérico por la cobardía que mostraba su amigo, le miro con ojos fieros.
—¡Que nos despachen! —dijo—. ¿Qué mayor gloria para buenos españoles que morir a manos de estos tunantes?
—Cierre el pico el vejete sacristán —gritó un jurado— o no aguardamos a llegar al cuartel general.
—¡Traidor! Tu persona es para mí tan despreciable como la de un vil esclavo, y tus palabras como los ladridos de un perro —exclamó con admirable entereza Navarro—. Si quieres darme la muerte aquí mismo, dámela. Ni porque me mates he de aborrecerte más, ni porque me dejes vivo he de estimarte. Soy un hombre leal que sirve a su patria, y tú un cobarde desleal que sirve al enemigo.
En aquel mismo instante se acabara la vida y con la vida las hazañas de D. Fernando Garrote, si el sargento que mandaba la tropa no impusiera silencio a todos, mandándoles seguir adelante.
Después de tres horas largas y penosas de camino, llegaron a Aríñez, y los dos prisioneros fueron presentados a un coronel. Las tropas francesas entre las cuales se encontraban, pertenecían a la división del general Gazan. Caía la tarde y los soldados se preparaban a pasar la noche lo mejor posible: encendíanse las cocinas de campaña, y en torno a las casas de labor se veían alegres corrillos. Los caballos bebían en una gran acequia que de un punto a otro atravesaba el pueblo, y los oficiales organizaban sus meriendas al aire libre.
D. Fernando Garrote se quedó sin alma cuando se vio entre aquella gente. Deseaba morirse, o que la tierra se abriese para tragársele, o que reventase a su lado el más poderoso de los cañones franceses. Lleváronle de Herodes a Pilatos durante largo rato de la tardecita, cual si no supiesen qué hacer de él, y unos le tenían lástima, otros le miraban con desdén o con ira. Pero el que excitaba más sentimientos de enojo era D. Aparicio, por ser muy aborrecidos entre los extranjeros los curas armados; así es que después que le concedieron el apagar la rabiosa sed en la misma acequia donde hociqueaban los caballos, echáronle una cuerda al cuello, sin miramiento alguno a las órdenes sacerdotales.
No fueron tan crueles con Garrote, quizás porque mostraba mucha dignidad en su infortunio y no hacía aspaviento ni exhalaba femeniles quejas como su compañero. Lleváronles a los dos a un gran patio, contiguo a una casa grande y vieja, el cual parecía servir de taller de herrería y carretería, porque en él había varios soldados artífices trabajando, y allí podían discurrir libremente los dos prisioneros; mas no escaparse, porque un centinela guardaba la puerta.
Respaldiza, despavorido y medio muerto de terror, echose al suelo para llorar su desventura. Navarro se paseaba de largo a largo, sin hablar a su amigo ni a nadie. En las bardas de aquel corral que caían a poniente había unas rejas por donde se veía la carretera de Vitoria. No cesaban de pasar por ella carros cargados de cajas y arcones de diversos tamaños, los cuales venían del lado de la Puebla, y se detenían, acomodándose en el estrecho camino para dar descanso a las caballerías. También había multitud de galeras y sillas de posta, donde iban las familias españolas que abandonaban la corte con los franceses. El ruido y el tumulto de aquella parte del camino donde se habían reunido y amalgamaban tantos vehículos y caballos, eran espantosos. Unida esta algazara con los martillazos de los que trabajaban sobre el yunque dentro del patio, formábase una música infernal que hubiera vuelto loco a D. Fernando Garrote si el cerebro de este pudiera descomponerse por otra causa que por el espantoso hervir de las ideas.
Paseábase el esclarecido varón con la barba clavada en el pecho y las manos dentro de los bolsillos: su espíritu después de vagar un buen espacio por las dulces regiones del pensamiento religioso, se irritó de repente y la idea del suicidio se le puso delante siniestra y halagüeña a la vez, aterrándole y consolándole. Miró Navarro a los que machacaban hierro sobre el yunque y consideró que le harían merced en dejarle poner su vieja cabeza entre ambos hierros. Después fijó su atención en las diversas herramientas que pendían del techo de un tingladillo donde estaban la fragua y el fuelle; pero no creyó posible apoderarse de ellas, ni menos usarlas contra su vida sin ser inmediatamente visto y atajado. Volviendo al inquieto pasear, puso la atención en un pozo que en mitad del patio había, y al punto hizo resolución de arrojarse en él de cabeza; pero tardaba mucho en decidirse a ello, y observaba de soslayo la soga y polea. Acercose al brocal para mirar al fondo y vio allá abajo su imagen temblorosa y desfigurada dentro de un círculo luminoso. En esta contemplación se detenía, cuando un francés le arrancó de allí, señalándole la fragua.
—Camarada —le dijo en mal español con sonrisa burlona—, allí hacen falta vuestros servicios.
Un español joven, moreno y agraciado acercose en tanto al cura, que no se apartaba de su rincón y con acento de chacota le dijo:
—¿Qué bueno por aquí, Sr. Respaldiza? Parece que la expedición no ha salido bien.
—¡Ay Salvadorcillo de mi alma! —exclamó el cura con mucha congoja—. Al verte, me parece que veo un ángel del cielo… Dime ¿nos matarán?… ¿Intercederás por nosotros? Yo te ruego que olvides las palabrillas coléricas que se cruzaron entre nosotros anoche en casa de tu madre. Yo suelo gastar esas bromitas…
—Olvidadas están, señor cura; pero me parece que nada puedo hacer por Vds. ¿Quién es el compañero?
—Allí lo tienes junto al pozo, D. Fernando Garrote, el primer caballero de toda la comarca.
—Le hubiera conocido —dijo Monsalud observándole—, nada más que por la semejanza que tiene con su hijo Carlos.
Y acercándose a Navarro, que en aquel instante disputaba con el francés, tomó nuestro joven una expresioncilla bastante insolente, y habló de este modo al infeliz anciano:
—Sr. D. Fernando, aquí dicen que vaya Vd. a menear el fuelle, y yo creo que este honroso oficio nadie puede desempeñarlo donde hay un señor de la llave dorada.
Miró Garrote al atrevido soldado con tanta ira, que los ojos parecían saltársele del casco.
—Mozuelo sin honor ni vergüenza —exclamó con dignidad y altanería—, ¿piensas que un hombre como yo ha venido aquí para oír tus necedades ni menos para obedecerte? Estos miserables exterminarán a la gente honrada; pero no la deshonrarán.
—¡Al fuelle! ¡al fuelle! —gritaron varias voces, y con más fuerza que ninguna la del mozo que hasta entonces había movido sin descanso la enfadosa máquina.
—¡Soplad vosotros, canallas! —gritó Navarro, echando inmediatamente mano al lugar donde debía estar el puño de la espada.