»Las facciones de este muchacho han producido en mí incomprensible turbación; su nombre, pronunciado por él mismo, ha caído sobre mí como un rayo celeste. Ya sé cómo suenan las trompetas del Juicio. Dios mío, estoy humillado, vencido y me arrastro por el suelo como un insecto miserable, buscando tu pie soberano para que me aplaste. Me creo indigno hasta de mirar la luz del día que criaste lo mismo para los buenos que para los malos. Señor, la muerte que me aguarda no será bastante cruel para lo que yo merezco. Un hombre que lleva mi sangre y debiera llevar mi nombre, me custodia en esta mazmorra hasta que llegue el instante de la muerte; y él mismo, si se lo mandan…».
D. Fernando no se atrevió a continuar la frase, que no era dicha sino pensada, y aun así la sofocó cortando el vuelo de su pensamiento, suspendiendo la fórmula oscura del lenguaje con que discurrimos a solas y en silencio; pero no pudo cortar, ni atajar, ni detener la idea que surcó por su cerebro como un relámpago. Espantado de ella, se afirmó con ambas manos las abrasadas sienes, sacudiéndose a un lado y otro la cabeza. Si quisiera arrancársela y arrojarla lejos de sí, como un despojo inútil, no lo hiciera de otra manera.
Oyó una voz alegre que cantaba y al mismo tiempo abrieron la puerta. Monsalud entró alumbrándose con una linterna, y traía además una botella de vino.
—Sr. D. Fernando —dijo desde la puerta—, aquí le traigo esto para que entone el cuerpo y le ayude a pasar los malos ratos de esta noche.
Salvador adelantó con paso inseguro, dirigiendo la luz de la linterna a todos los lados de la estancia.
—¿En dónde se ha metido Vd.? —dijo riendo a carcajadas como quien ha perdido el equilibrio de sus facultades—. ¡Ah! Está Vd. en el rincón… ¡qué postura! De ese modo piden los ciegos en los caminos.
D. Fernando Garrote, ante aquellas burlas, sintió que su sangre se trocaba en hielo.
—Entre esta gente —dijo con mucha aflicción— ¿es costumbre burlarse de los desgraciados que van a morir?
—Perdóneme Vd. —añadió el joven luchando con el extravío de sus sentidos—. No sé lo que digo… esos pícaros hicieron propósito de embriagarme, y si no me levanto pronto…
—Vicio muy feo es el de la embriaguez —afirmó Garrote—. Un joven valiente y noble como tú, ¿será capaz de degradarse, abusando del vino?…
—No, no señor —repuso Salvador, en quien la vergüenza pudo por un momento más que la turbación de su mente—. Nunca he sido borracho, pero de poco tiempo a esta parte me dan tales tristezas y se me acongoja el alma de tal modo a consecuencia de mis desgracias, que algunas veces…
—¡Pobre muchacho! —dijo el guerrero, acercándose a Monsalud, que, puesta en el suelo la linterna y la botella, se había sentado junto a ellas—. Me parece que como joven inexperto y sin fundamento, no te vendría mal recibir algunos consejos, y voy a dártelos.
—Pues toca la casualidad de que yo no he venido a recibir consejos, sino a acompañar a Vd. un tantico y traerle algo confortativo, porque siempre me da mucha compasión de ver a un hombre condenado a morir por cosas de guerra, y aunque este hombre sea mi enemigo, sí, mi enemigo por varias causas, siempre procuro que sus últimas horas no sean muy tristes. Conque guárdese Vd. los consejos y beba vino, si gusta.
—No beberé —repuso D. Fernando—; pero pues dices que vienes a hacerme compañía, acepto el obsequio de un poco de conversación.
—¿De qué vamos a hablar?
—De ti.
—¡De mí! —exclamó Salvador, otra vez atacado de la nerviosa hilaridad que tanto disgustara a Garrote—. ¡Bonito asunto! Tanto vale hablar del infierno.
—Al verte entre franceses, joven, apuesto, y con esa expresión de nobleza que tiene tu persona…
—¡Oh qué lisonjero está el buen hombre! —dijo Monsalud—. Amiguito, no me adule Vd., pues aunque compasivo no me vendo por alabanzas.
—Al verte así —continuó Garrote— he pensado que sólo seducido y engañado ha podido un joven de tanto mérito entrar al servicio del Rey José y de los enemigos de la patria y de la religión.
—Ni seducido, ni engañado, sino por mi propio gusto y libre voluntad —respondió el mancebo con firmeza.
—¡Y por tus venas corre sangre española! ¿No aborreces a esos herejes, asesinos y ladrones, de cuyos crímenes horrendos eres cómplice, sin duda, por inocencia?
—No les aborrezco, sino que les estimo.
D. Femando cruzó las manos y elevó los ojos al cielo.
—Les estimo —prosiguió Monsalud— porque ellos me ampararon cuando de todos era abandonado; diéronme de comer cuando me moría de hambre, y me pusieron este uniforme que han llevado los primeros soldados del mundo y los vencedores de toda Europa.
Garrote se estremeció de espanto, y un abatimiento angustioso sucedió a su anterior excitación.
—¿Pero tan pobre estabas y tan desamparado de todo el mundo, que necesitases venderte a los franceses para vivir?
—Pobre y desamparado, sí, porque mi madre había perdido la poca hacienda heredada, y no teníamos sobre qué caernos muertos. Yo fui a Madrid, y un tío que allí tengo, me metió en un regimiento de la guardia jurada.
—Pero tu deber es pelear por la patria. ¿No ves a toda la nación en masa sublevada contra esos viles? ¿No ves el desprecio y el odio que inspiran? Observa bien que entre los pocos españoles que sirven en las filas francesas, no hay uno solo que sea persona honrada.
—¡Calumnia! Los hay muy buenos y yo no me tengo por ladrón, Sr. Garrote —dijo Monsalud enojándose un poco—. Y punto en boca sobre esa materia.
—Poco a poco, joven, no he querido ofenderte —repuso Navarro con tanta humildad y timidez como un chico de escuela—. Te diré cuál ha sido mi intento. Al verte, sentí profundas simpatías hacia ti, y tanto me entristeció ver a un joven de mérito en la vil condición de afrancesado y en la torpe esclavitud de esa canalla, que me atreví a esperar que los consejos y la autoridad de este infeliz anciano, próximo a morir, tendrían alguna fuerza para desviarte de ese infame camino, ¿Me equivocaré, Salvador? —añadió con expresión muy afectuosa—. ¿Será posible que tu buen corazón y clara inteligencia no respondan a esta cariñosa súplica mía, a este deseo de que te conviertas y dejes a tus viles amos y vuelvas a la santa fe de la patria en que todos los buenos españoles vivimos y morimos?
Monsalud miró a D. Fernando por breve espacio, de hito en hito, y después rompió a reír con estrépito y descaro. El insigne Garrote no pudo contemplar por mucho tiempo aquella faz burlona, porque tuvo que esconder la suya entre las palmas de la mano, para ocultar el llanto.
—No ha sido malo el sermón, padrito —dijo el mozo—. ¿Y Vd. qué pedazo de pan se lleva a la boca con que yo sea afrancesado o deje de serlo? A fe que me divierto oyéndole. ¡Buen modo de disponerse a una buena muerte! A ver, padrito —añadió llenando un vaso de los dos que había traído—, echemos un trago a la salud del gran Napoleón I, Emperador de los franceses y señor de todo el mundo.
—No —dijo D. Fernando rechazando el vaso—, no puedo creer que digas tales disparates formalmente. Eres joven, has bebido más de lo regular, y no sabes lo que sale de tu boca… Comprendo bien la causa principal de tu falta. Te sentías con ardor guerrero, heredado, sin duda, del que te dio el ser y la vida, y como los franceses tienen buena labia para deslumbrar a los jóvenes hablándoles de las grandezas del Imperio y de sus fabulosas batallas de Italia y Alemania, caíste en la trampa. ¡Qué necedad! La más arrebatada fantasía no puede soñar triunfos tan grandes como los que hemos alcanzado nosotros en esta guerra contra los decantados ejércitos de Napoleón. Nuestras batallas de Bailén, de la Albuera, de Tamames, de Talavera, y las defensas gloriosísimas de Zaragoza, Gerona y Tarragona, no tienen igual ni aun en los fastos de la antigüedad heroica. Y si estos hechos no fuesen aún de suficiente magnitud para lo que ambiciona tu grande espíritu, ahí tienes diseminadas por toda la redondez de España, esas inimitables partidas de guerrilleros, los más bravos, los más atrevidos, los más generosos y leales hombres de la tierra, los verdaderos libertadores de la patria, los que al fin rescatarán a nuestro adorado Fernando, los que devolverán a la sagrada religión su esplendor y a Dios su reino predilecto.
Antes que concluyera, Monsalud había empezado a reír. Tomó las elocuentes amonestaciones del anciano como materia de placenteras burlas, y resuelto a contrariarle en todo por convicción, le dijo:
—No me hable Vd. de los guerrilleros, que si hay en la tierra plebe inmunda digna del presidio, ellos son. Compónense las partidas de los asesinos, ladrones y contrabandistas de cada lugar, con más los holgazanes, que son casi todos. Hacen la guerra, por robar, no por echar de aquí a los franceses, y si algún día se acabaran estas misas, el Rey Fernando tendría que colgarlos a todos para poder reinar en paz.
D. Fernando exhaló hondísimo suspiro; mas no desesperanzado todavía de tocar alguna fibra sensible en el corazón del mancebo, le habló así:
—Aunque los guerrilleros fueran como dices, que no son sino lo contrario, no podrías justificar tu conducta. A todos has hecho traición, Salvador, a lo divino y a lo humano; has hecho traición a la patria, a los españoles que son tus hermanos; has hecho traición a tu madre, que sin duda es española también y enemiga de nuestros enemigos; has hecho traición al Rey, bajo cuyo amparo nacimos y en cuya veneranda persona se representa nuestro hogar y el sol que nos alumbra, y principalmente has hecho traición a Dios, cuya fe, más pura y fuerte en la nación española que en ninguna otra, han venido a destruir los franceses, introduciendo aquí, con la herejía, mil costumbres y prácticas nuevas que no conducen sino al pecado.
—Dios… ¡Buen caso hago yo de Dios! —exclamó el mancebo con un cinismo que llevó a su último extremo los temores de D. Fernando—. ¡Qué atrasada está la gente por aquí!… No hay ninguno que haya leído a Voltaire, como lo he leído yo en todas las paradas del viaje desde que salí de Madrid.
—¡Desgraciado! —exclamó el anciano poniendo sus manos sobre los hombros del joven—. ¿Qué estás diciendo?
—¡Dios! Una palabrota y nada más. Si lo hay, que lo dudo mucho, estará allá arriba acariciándose la barba blanca y sin meterse en nuestros asuntos. Dígolo, porque muchas veces lo llamé y… ¿me oyó Vd.? Pues él tampoco.
—¡Desgraciado! —repitió el anciano—. ¡Mil veces más desgraciado que si cayeras para siempre traspasado por las bayonetas de tus viles amigos! ¿No crees en Dios omnipotente, justo y misericordioso? ¿No crees en la Santísima Trinidad? ¿No crees en la Encarnación del hijo de Dios, ni en su pasión y muerte por redimirnos del pecado?
—¡Oh cuánta monserga y cuánto embrollo! —repuso Monsalud riendo—. ¡La Trinidad! Tres que son uno y uno que viene a ser tres. Bonito lío han armado… Jesucristo no era más que un buen predicador y tan hombre como yo. Y de la llamada Virgen María ¿qué puedo decir sino que…?
—Calla, calla, blasfemo infame —gritó con encendida cólera D. Fernando, poniendo su mano en la boca del descomedido muchacho—. Tú no eres, no puedes ser lo que yo creí.
—¿Qué hombre ilustrado cree hoy semejantes paparruchas? Todo eso lo han inventado los frailes para engañar y dominar al pueblo, embobándolo con pantomimas ridículas y prácticas necias. ¡Los frailes! —añadió con cierta petulancia—. ¿Hay casta de cerdos más inmunda en todo el orbe? Yo digo que hasta que no ahorquen al último Papa con las tripas del último fraile, no habrá paz en el mundo. Ellos son los que promueven las guerras, los que hacen estúpidos a los Reyes; ellos son los que han levantado a la nación española, no por religiosidad, sino porque saben que el deseo de Napoleón es quitarles sus inmensas y mal empleadas riquezas para dárselas a los pobres.
—No, no —repetía D. Fernando con vehemencia, contemplando a Salvador con atónita atención—; no eres tú lo que yo creí, no eres tú quien yo creí, no, mil veces no, voto a… Afrancesado, traidor a la patria, desleal con el Rey, irreligioso, blasfemo, no te falta sino ser mal hijo para que eternamente estés separado de mí.
—¡Mal hijo! Si lo soy no es culpa mía —dijo el mancebo bebiendo el vino que había escanciado para el Sr. Garrote—. Mi madre es una excelente mujer; pero muy sencilla e inocente, y se ha dejado dominar por D.ª Perpetua y por los frailes de la Puebla. Empeñose en que abandonara mis banderas; negueme a ello, echome de su casa, yo salí, se desmayó… Las mujeres no atienden más que a su capricho; son vanas, frívolas, superficiales, mojigatas, y le aburren a uno con sus rezos… No hagamos caso de tales simplezas y bebamos, Sr. D. Fernando. Otro traguito.