El equipaje del rey José (9 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: El equipaje del rey José
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—Genara —dijo con voz conmovida—, mete tus deditos por esta rendija. Me muero de dolor; soy el más desgraciado de los hombres.

—¿Por qué? —dijo Genara poniendo su alma en las yemas de los dedos y echándola a la calle—. Yo estoy contenta… ¿Pero Salvador, qué es esto que toco? Un botón de metal, y otro, y otro. ¿Tienes uniforme?

—Me compré un chaquetón en Valladolid, cuando venía para acá —repuso turbado el militar—. Así se usan hoy.

—Salvador, ahora que te has movido, ha sonado contra el suelo una cosa de hierro. Parece un sable.

—¿Pues no te dije que lo tenía? Sí, me lo dieron unos guerrilleros en Nájera.

—¿Has estado con los guerrilleros? —preguntó la joven con entusiasmo—. ¡Y no me lo habías dicho! ¡Oh, con los guerrilleros! ¡Bendígalos Dios!… Salvador, entra tu mano por este agujero grande que hay más arriba… ¿Con que has estado con los guerrilleros?

La mano de Monsalud pasó de la calle al jardín, y el joven sintió sobre ella los labios de la joven, quemándole como ascuas, que se le metían por las venas adentro hasta el mismo corazón.

—Salvadorcillo —dijo la joven, acariciando la mano de su amigo—, ¿esta mano ha matado muchos franceses?

A Monsalud, después del anterior fuego, se le heló la sangre en las venas, al oír esto.

—Siempre que oigo contar hazañas de guerrilleros —prosiguió Genara— me acuerdo de ti. A todos me los figuro como tú, y me parece que nadie puede ganarte en valentía. Sueño con las sangrientas batallas en que perecen muchos franceses. ¡Ay! si yo fuera hombre, no quedaría con vida ni uno solo de esos perros. Cuando voy a la iglesia y oigo al cura contarnos en el púlpito las ventajas de los guerrilleros; cuando vienen a casa los amigos de mi abuelo y hablan de las batallas ganadas por Longa y Mina, no puedo apartar de ti mi pensamiento. Me moriría de felicidad si oyera tu nombre entre tantas maravillas de valor. Los buenos soldados de España se me representan como San Miguel, ángeles armados y hermosos que destrozan al dragón. ¿Eres tú de esos, Salvador; eres tú un San Miguel? —añadía con exaltación admirable—. Dime que sí, y te querré más todavía. Dime que has matado muchos enemigos, que has defendido a España contra esos borrachos del infierno, dime que te has bañado en su sangre maldita y machacado sus horribles cabezas, y te querré más que a mi vida, te querré como a Dios… Nosotros somos Dios, Salvador; nosotros los españoles somos Dios y ellos el demonio, nosotros el Cielo y ellos el Infierno. Así lo dicen el cura y mi abuelo, y tienen mucha razón.

—¡Mucha razón! —repitió Monsalud por decir algo—. Genara, tu exaltación me conmueve. Ahora veo que hay otra religión además de la que está en el catecismo, la religión de la patria. Los hombres la practican y las mujeres la sienten. Si la fe en Dios mueve las montañas, la fe de esa otra religión también las mueve. Con ella el heroísmo y el martirio son cosas fáciles… Genara, yo te juro ante Dios que nos está mirando desde lo más alto del Cielo, que haré todo lo posible para elevarme como tú hasta el último grado en la fe de la madre España. Mis proezas no han sido hasta ahora muy grandes; pero aún hay franceses en la tierra. Soy joven, fuerte, robusto: soy soldado de la patria. Morir por ella y morir por tu amor me parece lo mismo. Genara de mi alma, quiereme mucho.

—Salvador mío, ese es el lenguaje que me gusta oírte —dijo la muchacha—. Estamos en guerra. Todo hombre que no sea guerrero hoy no merece más que desprecio. ¿Te gusta a ti la guerra, Salvador? Di por Dios que sí, dímelo.

—Extraordinariamente, Genara. El corazón que no palpita por estas tres cosas, Dios, la mujer amada y la victoria, no es corazón de español ni de hombre.

Sintiose el suave estallido de algunas tablas. Genara sacudía la empalizada.

—¿Qué haces? —le preguntó Monsalud—. Esto se mueve.

—Salvador, amigo querido de toda mi vida —dijo con pasión la muchacha— ¡Malditas sean estas tablas que nos separan! Empuja un poco de ese lado.

—Se romperán, Genara. Esto no es tan fuerte como parece —indicó el joven con terror.

—Quiero verte —añadió Genara con voz que se ahogaba entre sollozos y suspiros—. Hace tanto tiempo que no te veo… y si ahora te vuelves con los guerrilleros, y tu arrojo te causa la muerte en una acción… no te veré más… ¡Ay! estas condenadas tablas no ceden.

—No —repuso el mancebo tranquilizándose.

—Oye —dijo la doncella con exaltación—, si es tan grande tu empeño por entrar y verme, no es menor el mío. Nada más triste que hablar y no poderse ver las caras. ¿Estás pálido, Salvador, estás tostado del sol?… Oye lo que me ocurre. Mi abuelo tiene la llave de esta puerta sobre la mesa de su cuarto. Ahora duerme… puedo entrar de puntillas y cogerla. No sentirá nada… Aquí está el candado, hijito… Se abrirá fácilmente… ¿Conque voy por la llave?

- X -

—Detente —dijo Monsalud, a quien causaba rubor y angustia la idea de que al abrirse la puerta, descubriera Genara por su traje el engaño de su patriotismo y la verdad de su afrancesamiento—. Detente, Generosa, y reflexiona un momento sobre lo que vas a hacer… Te quiero más que a mi vida; te quiero no por egoísmo, sino con verdadero amor que pone por encima de todo el bien de la persona amada. No necesito llave para abrir esta puerta del cielo, Genara: basta un esfuerzo para echarla a tierra; pero no la romperé, no, porque mi propia estimación y sobre todo la tuya me lo prohíbe.

—Dices bien, yo estoy loca —murmuró la muchacha—. Acércate; que sienta yo tu respiración pasando por estas rendijas, Salvador mío. ¿No te marcharás todavía?

Monsalud, fatigado de la farsa que estaba representando y que repugnaba a la dignidad y lealtad de su alma generosa, mas sin deseos de ponerle fin alejándose de la dulce criatura amada, quiso variar de conversación, entablándola sobre un asunto que no tuviera relación con la guerra, ni con los franceses, ni con los guerrilleros.

—Niña mía —dijo—, se me había olvidado un asunto del cual pensé hablarte.

—¿Cuál?

—Durante este tiempo en que no nos hemos visto, he tenido celos, muchos celos. En Madrid me dijeron que querías al hijo de D. Fernando Garrote. Recordarás, que cuando éramos novios, él te hacía la corte, que Garrote y yo nos mirábamos con muy malos ojos, que por haber reñido primero de palabra y después de obra, tuve que salir de la Puebla jurándole enemistad eterna. Si después de esto, has tenido la debilidad, no digo de quererle, porque esto me parece imposible, sino de admitir sus galanteos, buscaré a ese fatuo y donde quiera que le encuentre, le mataré.

Contra lo que Monsalud esperaba, Genara no se escandalizó de lo que acababa de oír ni menos contestó a los agravios del mancebo con mimos y lloros, según costumbre tan antigua como el mundo. Oyó él tras los maderos una risita que no le hizo feliz, y después estas palabras.

—¡Qué tonto eres! No hagas caso de eso. Cierto es que Carlos Garrote me hace la corte y quiere casarse conmigo. Me envía regalitos, ramos de flores, va a misa a la misma hora que yo, y algunas veces viene con sus amigos a desgañitarse bajo las rejas de esta casa, acompañado de guitarras y bandurrias.

—Genara, Genara, me estás destrozando el corazón —exclamó el mancebo con fuego—. ¿Por qué te ríes?

—Me río de él. Y no es mal muchacho, Salvador —continuó Genara—. Tiene buen porte, muy bueno, sí, y también excelentes cualidades, sólo que no es amable ni delicado como tú, sino brusco, serio, y…

—Y fatuo y vanidoso y soplado —interrumpió Monsalud—. Veo que no te disgusta mi enemigo.

—Ni me gusta, ni me disgusta —dijo la doncella, aplicando su boquita a las hendiduras para que se oyese mejor lo que decía—. Si no le quiero, tampoco desconozco sus buenas cualidades, especialmente el valor grande y temerario que ha mostrado en esta guerra. ¿Qué crees tú? Carlos Navarro, el hijo de D. Fernando Garrote, es la admiración de esta villa y el honor de todo el país de Álava. Ha corrido por esos mundos con Longa y Pastor, y todos dicen que no han visto mozo de más arrojo y bravura. ¿Pues y su tino para la guerra? ¿Y su ciencia militar que nadie le ha enseñado? Todo lo sabe, y es al modo de los grandes capitanes, que en un abrir y cerrar de ojos aprenden por completo el arte de pelear. Mi abuelo asegura, que de Carlos Navarro a Alejandro el Grande va menos que el canto de un duro. Hace meses, cuando entró en la Puebla después de haber derrotado a los franceses, todos los habitantes de esta villa salimos, como en procesión, a vitorearle. ¡Qué día, Salvador! Yo me acordaba de ti y hubiera querido que estuvieses aquí para ver tanto entusiasmo. Yo no cabía en mí de puro confusa y exaltada y alegre. No sé lo que pasaba en mi alma cuando vi a Carlos Navarro en su caballo blanco entrar triunfalmente cubierto de guirnaldas de flores, con la espada en la mano y el orgullo de la victoria en los ojos; ¡ay, Salvador! me eché a llorar.

—¡Te echaste a llorar! —dijo Monsalud con un volcán de celos dentro del pecho—. No lo digas delante de mí. Eso es un insulto, Genara… me estás matando.

Sin añadir más palabras, golpeó con tanta violencia las tablas, que la débil empalizada vaciló. Ocupado por el dolor y los celos, que entre confusiones mil agitaban su alma. Monsalud no advirtió que en el extremo de la calleja donde tan descuidadamente departía con su tormento, había aparecido un hombre; que aquel hombre se había acercado con cautela y puéstose inmóvil y vigilante como a dos varas de la amorosa conferencia. Cuando la empalizada crujió al recibir los golpes de fuera, dio algunos pasos más hacia adelante el que parecía fantasma, y entonces le vio nuestro celoso joven.

Ambos se miraron sin hablar nada, hasta que el desconocido rompió el silencio, diciendo con voz grave:

—¿Qué hace Vd. aquí?

—Lo que quiero —repuso Monsalud reconociendo al instante la voz de Carlos Navarro, hijo único del célebre y hasta ahora no conocido D. Fernando Garrote—. Siga Vd. su camino, que no me creo obligado a informarle de mi conducta, señor entrometido.

—Ahora veremos quién desfila —dijo el otro sin perder la calma—. Me parece que tengo enfrente a Salvadorcillo Monsalud, el cual marchó a Madrid a servir a los franceses.

—El mismo soy —exclamó el militar con brío— ¿qué quieres de mí, Carlos Navarro?… Supongo que traerás una espada.

—No.

—¿Navaja?

—Tampoco. Vengo sin armas. Si las trajera, no las deshonraría midiéndolas con las de un miserable traidor, con las de un vendido a los franceses.

—¡Navarro! Llevo un uniforme que no es el tuyo —exclamó Salvador con violento coraje—. No lo desprecies. El corazón que va dentro de él no ha cometido ninguna acción villana. Lo mismo puedo matarte con una espada española que con un sable francés.

—¡Vendido!… deja libre la calle. No reñiré contigo. Cuando me encuentro con un traidor, escupo y paso.

—¡Miserable, cobarde, salteador de caminos! —gritó Monsalud sintiendo culebrear el rayo dentro de sus venas—. Defiéndete, si no quieres que aquí mismo te atraviese y envíe al infierno tu alma perversa.

Monsalud desenvainó el sable. Navarro no hizo movimiento alguno hostil, pero echando atrás el embozo de su capa negra, alargó la mano sin otra arma que una linterna. El espacio que separaba a los dos enemigos se inundó de luz.

En el mismo instante la empalizada, que poco antes se estremecía sacudida con violencia por un hombre, cedió por completo a los esfuerzos de una mujer, y abierta al fin, dio paso a Genara, que pálida como la muerte, fue derecha a ponerse entre los dos jóvenes. Alargando sus brazos podía tocar el pecho del uno y del otro. Lo primero en que se fijaron sus ojos fue en la gallarda persona del renegado, cuyo brillante uniforme reflejaba la luz de la linterna en los relucientes botones de cobre, en el águila, carrilleras, gola y cartera. Genara dio un grito agudísimo, miró a uno y otro galán alternativamente toda acongojada y confusa, como quien no cree lo que ven sus ojos y tocan las propias manos. Monsalud que resuelta y ciegamente iba ya contra su enemigo, detúvose al ver interpuesta a la hermosa joven.

—Este es Monsalud —exclamó ella con perplejidad indescriptible—. Navarro, ¿es este Monsalud?

—Por el uniforme francés se le conoce —respondió el guerrillero.

—¡Francés, francés! —gritó la doncella—. ¡Tú francés… embustero además de traidor!

—Sí, francés, francés —rugió Salvador—; francés, traidor y embustero y todo lo que quieras; pero vete de aquí y déjame solo con ese hombre.

—¡Virgen María! ¡Señor mío Jesucristo! Asísteme en este trance —murmuró la joven.

Después entró corriendo en el jardín, y desde la empalizada y con voz clara, argentina, sonora, penetrante y exaltada, con voz que no puede definirse, como no puede definirse la pasión extraña que la inspiraba, gritó:

—¡Navarro, mátale, mátale sin piedad!

- XI -

—Mátale —repitió alejándose la voz, al mismo tiempo dulce y guerrera— mátale por traidor y embustero.

Monsalud al oírla, sintió en su corazón frío de muerte; sintiose cobarde, zumbó en su cerebro la sangre inflamada; su brazo era un estropajo inerte que apenas podía mover el sable, aquel hierro, trocado en caña inútil por la súbita congoja del alma… El universo entero se le había caído encima.

—No tengo armas —dijo Navarro sin dar un paso hacia adelante ni hacia atrás y soltando la linterna—. Puesto que no puedo ni quiero batirme contigo en lid de caballeros, asesíname, francés; ese es tu oficio. Asesina al guerrillero de Andía y la Borunda.

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