Gil nos echa una mirada y sonríe. Ha estado fingiendo que estudia para un examen de Economía, pero están dando
Desayuno con diamantes
y Gil es aficionado a las películas viejas, especialmente a las de Audrey Hepburn. El consejo que le dio a Charlie fue muy simple: si no quieres leer el libro, alquila la película. Nadie se enterará. Acaso tenga razón, pero para Charlie hay algo deshonesto en ello, y de todas formas hacerlo le impediría quejarse de la gran estafa que es la literatura; de manera que en vez de Daisy Buchanan estamos viendo, una vez más, a Holly Golightly.
Me inclino y reorganizo algunas de las palabras de Charlie hasta formar, en la parte superior de la nevera, la frase
suspender o no suspender: ésa es la cuestión
. Charlie levanta la cara para lanzarme una mirada de desaprobación. Sentado en el suelo, Charlie es casi tan alto como yo en el sofá. Cuando se pone a mi lado, parece un Otelo atiborrado de esteroides: un negro de noventa y cinco kilos que roza el techo con sus dos metros de estatura. Yo, en cambio, mido un metro setenta con zapatos. A Charlie le gusta llamarnos Gigante Rojo y Enano Blanco, porque una gigante roja es una estrella desproporcionadamente grande y brillante, mientras que una enana blanca es una pequeña y apagada. Tengo que recordarle que Napoleón medía menos de uno sesenta, aunque es cierto, como dice Paul, que al convertir los pies franceses al sistema inglés resulta que el Emperador era un poco más alto.
Paul es el único de nosotros que no está presente en la habitación. Desapareció esta mañana y nadie lo ha visto desde entonces. Durante el último mes, nuestra relación se ha enfriado un poco y con la presión académica que ha recibido últimamente ha preferido irse a estudiar al Ivy, el club restaurante del cual son miembros Gil y él. Ahora mismo Paul está enfrascado en su tesina de fin de carrera, que todos los alumnos de Princeton deben escribir para poder graduarse. Charlie, Gil y yo estaríamos haciendo lo mismo si no fuera porque la fecha de entrega impuesta por nuestros departamentos ya ha pasado. Charlie identificó una nueva interacción proteínica en ciertas vías de señales neuronales; Gil investigó algo relacionado con las ramificaciones del impuesto sobre la renta. Yo entregué mi trabajo a última hora, entre solicitudes y entrevistas, y estoy seguro de que el mundo de los estudios sobre Frankenstein no ha cambiado en lo más mínimo desde entonces.
La tesina de fin de carrera es una institución que casi todo el mundo desprecia. Los ex alumnos hablan de ella con nostalgia, como si no pudieran recordar nada más placentero que escribir un trabajo de cien páginas mientras asisten a clases y deciden su futuro profesional. Pero lo cierto es que es una tarea miserable en la que te tienes que dejar la piel. Es una introducción a la vida adulta, según nos dijo una vez un profesor de Sociología, con esa forma molesta que tienen los profesores de dar lecciones una vez ha terminado la lección: un peso tan grande que no hay manera de quitárselo de encima. «Cuestión de responsabilidad —dijo—. Pruébenlo, a ver qué les parece.» Poco importaba que lo único que él estuviera probando, para ver qué le parecía, fuera una hermosa estudiante llamada Kim Silverman cuya tesina dirigía. Era cuestión de responsabilidad. Sí, me parece que estoy de acuerdo con lo que dijo Charlie en aquel momento. Si Kim Silverman es el tipo de cosas que un adulto no puede quitarse de encima, cuenten conmigo. Si no es así, correré el riesgo de seguir siendo joven.
Paul será el último de nosotros en terminar la tesina, y no hay duda de que la suya será la mejor del grupo. En realidad, la suya puede ser la mejor tesina de toda la promoción, tanto en el departamento de Historia como en los demás. Ésta es la magia de su inteligencia: nunca he conocido a nadie más paciente que Paul. Y frente a su paciencia los problemas simplemente se dan por vencidos. «Contar cien millones de estrellas —me dijo una vez—, a un ritmo de una por segundo, parece una labor que nadie podría realizar en el transcurso de una vida.» En realidad, llevaría sólo tresaños. La clave está en concentrarse, en tener voluntad para no distraerse. Ése es su don: intuye todo lo que una persona puede hacer si lo hace lentamente.
Tal vez por eso todos esperan tanto de su tesina: saben cuántas estrellas podría contar Paul en tres años, pero él ha trabajado en la tesina de final de carrera casi cuatro. Mientras que al estudiante medio se le ocurre un tema de investigación en el primer semestre del último curso y logra terminarlo en primavera, Paul ha estado dándole vueltas a su tema desde primero. Pocos meses después de comenzar el primer curso, decidió concentrarse en un raro texto renacentista titulado
Hypnerotomachia Poliphili
, un nombre laberíntico que sé pronunciar porque mi padre se dedicó a estudiarlo durante la mayor parte de su carrera como historiador del Renacimiento. Tres años y medio más tarde y a menos de veinticuatro horas de la fecha de entrega, Paul ha recogido material suficiente para poner a salivar al más exigente programa de estudios de postgrado.
El problema es que, en opinión Paul, también yo debería estar celebrando el acontecimiento. Durante unos meses, en invierno, trabajamos juntos en el libro y, como equipo, logramos buenos avances. Sólo entonces comprendí algo que decía mi madre: que los hombres de nuestra familia tenían tendencia a dejarse seducir por ciertos libros tan fácilmente como por ciertas mujeres. Puede que la
Hypnerotomachia
nunca haya tenido grandes atractivos físicos, pero contaba con todas las artimañas de las mujeres feas: el encanto, lento y adictivo, del misterio interior. Cuando me di cuenta de que había sucumbido a él igual que mi padre, logré poner pies en polvorosa y tiré la toalla antes de que ese asunto llegara a arruinar mi relación con una novia que merecía mejor suerte. Desde entonces, las cosas no han ido bien entre Paul y yo. Bill Stein, otro estudiante, lo ha ayudado con la investigación desde el día en que yo me retiré. Ahora, a medida que se acerca la fecha de entrega, Paul se ha vuelto cada vez más cauteloso. Normalmente se muestra más comunicativo acerca de su trabajo, pero en el curso de la última semana se ha alejado no sólo de mí, sino también de Charlie y de Gil, y se ha negado a decir una sola palabra sobre su investigación.
—¿Y bien, Tom? —Pregunta Gil—. ¿Por cuál te inclinas?
Charlie levanta la mirada de la nevera.
—Sí —dice—. Nos tienes en ascuas.
Gil y yo soltamos un gruñido. «Estar en ascuas» es una de las expresiones que Charlie falló en su examen parcial. La asoció con
Moby Dick
en lugar de las
Aventuras de Roderick Random
, de Tobías Smollett, con el argumento de que le sonaba más como argot marinero que como sinónimo de suspense. Y ahora no hace más que repetirla.
—Por favor, déjalo —dice Gil.
—Dime un solo médico que sepa lo que quiere decir estar en ascuas —dice Charlie.
Antes de que podamos responder, nos llega un crujido de la habitación que comparto con Paul. De repente, allí está él en persona, de pie en el umbral y vestido sólo con calzoncillos y camiseta.
—¿Sólo uno? —Dice, frotándose los ojos—. Tobias Smollett. Era cirujano.
La mirada de Charlie regresa a los imanes.
—Era de esperar.
Gil suelta una risita, pero no dice nada.
—Creíamos que habías ido al Ivy —dice Charlie cuando el silencio se vuelveincómodo.
Paul niega con la cabeza, y enseguida se dirige a su escritorio para recoger su cuaderno de notas. Tiene el pelo pajizo aplastado sobre la cabeza y marcas de almohada en la cara.
—No hay suficiente privacidad —dice—. He vuelto a trabajar en mi litera y me he quedado dormido.
Lleva dos noches, tal vez más, sin apenas pegar ojo. El director de su tesina, el profesor Vincent Taft, lo ha estado presionando para que aporte más y más documentos cada semana; y a diferencia de otros directores a los que no les importa dejar a los estudiantes a expensas de sus propias esperanzas, Taft ha estado apoyando a Paul desde el principio.
—¿Finalmente qué, Tom? —Pregunta Gil, rompiendo el silencio—. ¿Qué has decidido?
Levanto la mirada. Gil se refiere a las cartas que tengo frente a mí; las he estado mirando de reojo mientras intentaba leer el libro. La primera es de la Universidad de Chicago, que me ha admitido en un programa de doctorado en Literatura. Llevo los libros en la sangre, al igual que Charlie la Medicina, y un doctorado en Chicago me iría bastante bien. La verdad es que tuve que pelearme por la carta algo más de lo que hubiera querido, en parte porque mis calificaciones en Princeton no han sido sobresalientes, pero sobre todo porque no sé exactamente qué quiero hacer con mi vida y los buenos programas de postrado pueden oler la indecisión como los perros el miedo.
—Tú ve donde esté el dinero —dice Gil sin despegar los ojos de Audrey Hepburn.
Gil es hijo de un banquero de Manhattan. Para él, Princeton nunca ha sido un destino, tan sólo un asiento de ventanilla con buenas vistas, una escala de camino a Wall Street. En este sentido, Gil es una caricatura de sí mismo, pero se las arregla para sonreír cada vez que lo mortificamos con el tema. Sabemos que su sonrisa vale su peso en oro: ni siquiera Charlie, que de seguro hará una pequeña fortuna como médico, podrá nunca soñar con ganar el dinero que ganará Gil.
—No le hagas caso —dice Paul desde el otro extremo de la habitación—. Haz lo que el corazón te diga.
Lo miro. Me sorprende que tenga en mente algo que no sea su tesina.
—Haz lo que el dinero te diga —dice Gil mientras se pone de pie para sacar de la nevera una botella de agua.
—¿Cuánto te han ofrecido? —pregunta Charlie, ignorando por un instante su juego de imanes.
—Cuarenta y uno —especula Gil, y unas cuantas palabras isabelinas caen de la nevera al cerrarse la puerta—. Con incentivos de cinco. Más opciones.
El semestre de primavera es el momento en que se realizan las ofertas de empleo y el de 1999 resulta ser muy fructífero. Cuarenta y un mil dólares al año es casi el doble de lo que yo esperaba ganar con mi humilde diploma de Literatura pero, comparado con los contratos que he visto firmar a mis compañeros de clase, podría pensarse que apenas me servirá para sobrevivir.
Cojo la carta de Daedalus, una firma de Internet de Austin que dice haber desarrollado el software más avanzado del mundo para racionalizar los trámites administrativos de las empresas. No sé prácticamente nada de esa compañía, no digamos ya de lo que son los trámites administrativos de las empresas, pero un amigo de la residencia me sugirió que me entrevistara con ellos y, dado que habían comenzado a circular rumores acerca de los elevados salarios que esta nueva y desconocida empresa de Texas pagaba a sus empleados, eso fue lo que hice. Muy de acuerdo con las tendencias habituales, a Daedalus no le importó que yo lo ignorara todo acerca de ellos y de su sector. Si era capaz de resolver un par de acertijos en la entrevista, y demostraba ser más o menos amable y saber expresarme con cierta propiedad, el trabajo sería mío. Y así, muy a la manera del César, fui, lo hice y lo obtuve.
—Casi —digo, leyendo la carta—. Cuarenta y tres mil al año. Incentivos de tres mil. Mil quinientos en opciones.
—Y qué más —añade Paul desde el otro lado de la habitación. Él es el único que actúa como si hablar de dinero fuera de peor gusto que tocarlo—. Vanidad de vanidades.
Charlie ha comenzado de nuevo a cambiar los imanes de sitio. Con voz fulminante de barítono, imita al predicador de su iglesia, un hombre negro y diminuto de Georgia que acaba que graduarse en el Seminario de Teología de Princeton.
—Vanidad de vanidades. Todo es vanidad.
—Sé honesto contigo mismo, Tom —dice Paul con impaciencia pero sin llegar nunca a mirarme a los ojos—. Una compañía que cree que alguien como tú merece un sueldo semejante no puede durar mucho. Ni siquiera sabes a qué se dedican.
Regresa a su cuaderno y sigue garabateando. Como la mayoría de los profetas, su destino es ser ignorado.
Gil sigue concentrado en el televisor, pero Charlie levanta la mirada, atento al tono nervioso que ha adquirido la voz de Paul. Se frota una mano contra la barba incipiente y luego dice:
—Bueno, ya basta. Me parece que es hora de desahogarse.
Por primera vez, Gil despega la mirada de la película. Debe de haber oído lo mismo que yo: el vago énfasis en la palabra «desahogo».
—¿Ahora? —pregunto.
Gil mira el reloj; le gusta la idea.
—Tenemos media hora, más o menos —dice y como señal de apoyo llega inclusoa apagar el televisor, dejando que Audrey se desvanezca en el interior del tubo.
Charlie cierra su libro de Fitzgerald de un golpe; empieza a bullir de actividad. El lomo roto se abre en son de protesta, pero Charlie arroja el libro al sofá.
—Estoy trabajando —objeta Paul—. Tengo que terminar esto.
Me lanza una mirada extraña.
—¿Qué? —pregunto.
Pero Paul permanece en silencio.
—¿Qué pasa, chicas? —dice Charlie con impaciencia.
—Todavía está nevando —les recuerdo.
La primera nevada del año ha llegado aullando esta mañana, justo cuando la primavera parecía haberse acomodado en las ramas de los árboles. Ahora se habla de treinta centímetros de nieve, tal vez más. En el campus, las actividades de Semana Santa, entre las que este año hay una conferencia de Viernes Santo de Vincent Taft, han sufrido alteraciones. El viento se levanta y las temperaturas caen: no se puede decir que sea el clima propicio para lo que Charlie tiene en mente.
—Pero no te tienes que ver con Curry hasta las ocho y media, ¿no? —le pregunta Gil a Paul, tratando de convencerlo—. Para entonces ya habremos terminado. Puedes seguir trabajando esta noche.
Richard Curry, un excéntrico que en otros tiempos fue amigo de mi padre y de Taft, ha sido el mentor de Paul desde el primer año de carrera. Lo ha puesto en contacto con los más destacados historiadores del mundo, y ha financiado buena parte de su investigación sobre la
Hypnerotomachia
.
Paul sopesa en la mano el cuaderno de notas. Sólo con verlo, sus ojos vuelven a llenarse de fatiga.
Charlie intuye que está a punto de ceder.
—A las ocho menos cuarto ya habremos terminado —dice.
—¿Cuáles serán los equipos? —pregunta Gil.
Charlie se lo piensa y luego dice:
—Tom va conmigo.