Read El enigma de la calle Calabria Online
Authors: Jerónimo Tristante
De pronto se abrió la puerta del mismo y bajaron Víctor Ros y otro guardia.
—¡Oooooh! —exclamaron todos al unísono.
—Pero... ¿cómo puede estar allí si...? —se extrañó Alfonsín Borrás.
—¡Es cosa de brujas, es cosa de brujas! —gritaba Elia Vidal totalmente asombrada.
Víctor se acercó trotando y dijo:
—¿Han visto?
Le faltaba el aliento.
—¡Increíble, increíble! —repetían los periodistas aplaudiendo—. Pero ¿cómo diablos lo ha hecho?
Víctor hizo colocar de nuevo los carruajes en su posición inicial ante la expectación general.
—Bien, vayamos por partes —comenzó a decir tras tomar otro vaso de agua, con voz alta y clara, exactamente como el profesor que da una lección magistral a sus alumnos— Es imposible hacer desaparecer a alguien así, por ensalmo. Cuando comencé con la investigación supe que precisamente en el momento en que salía el carruaje se había producido una trifulca a la derecha, justo ahí, donde Eduardo ha hecho explotar los petardos a petición mía. El día de autos un tipo apodado el Tuerto atacó a una joven que pasaba con el absurdo pretexto de que le molestaba su sombrero. Bien, observen.
Víctor subió al carruaje y dijo:
—Miren hacia aquí.
Dio un golpe en el techo y antes de que el coche comenzara a andar y justo cuando se cruzaba con el carruaje que venía en dirección contraria, bajó del suyo, alguien abrió la puerta del otro carruaje y subió al mismo. Pararon y descendió de nuevo. Algunos comenzaban a aplaudir.
—¿Ven? Puede hacerse. En la primera ocasión ustedes miraban hacía allí, a la farola donde está Eduardo, justo donde se produjo el altercado y, de hecho, me pasé al otro carro, donde un guardia me aguardaba con la puerta abierta. Todo ello duró apenas dos segundos. Ni siquiera han tenido que parar la marcha. En esta segunda ocasión ustedes me miraban y me han visto hacerlo. Al saber lo del incidente del Tuerto y, sobre todo, que lo habían asesinado nada más salir de prisión por dicho altercado, supe que ahí había gato encerrado Los testigos me aseguraban que habían visto un coche en dirección contraria, unos que parado, otros que circulando muy lentamente. Pregunté en la casa de enfrente y me aseguraron que ellos no habían pedido ningún coche. Lo vi claro. Los dos tipos que retuvieron al Tuerto ni acudieron luego a declarar a comisaría: era una treta, una escenita.
—Pero... —dijo Alfonsín—, para eso se requería la colaboración de mi padre.
—Exacto. Pero eso es un asunto más delicado —contestó Víctor—. Vayamos adentro.
Esperaron a que todos se hallaran en el salón y volvieran a tomar asiento. El inspector Ros tomó de nuevo la palabra.
—Cuando me hice cargo del caso comprobé que en el interior del carruaje de don Gerardo había una inscripción: «Icaria», una comuna socialista que fracasó en parte porque el propio Borrás, siendo aún joven, se fugó con la mayor parte del dinero de sus compañeros socialistas, a los que estafó en Estados Unidos en la compra de unos terrenos. De acuerdo. Luego, cuando visité su oficina, comparé una copia de dicha inscripción que extraje en papel vegetal con un documento de puño y letra de don Gerardo. Eran de la misma persona, o sea, que el propio don Gerardo había escrito «Icaria». Y digo yo: ¿con qué propósito?
Todos quedaron en silencio.
—Que se sospechara de los socialistas —apuntó uno de los periodistas.
—Correcto —añadió Víctor—. Yo comprobé que ya no quedaban icarianos en Barcelona, luego, ¿qué interés tenía don Gerardo en dirigir nuestra investigación hacia esa vía muerta? Segundo punto: el secretario de don Gerardo me hizo saber que éste iba a Madrid a cerrar unos negocios con un corredor, Augusto de las Heras; pues bien, telegrafié a Madrid y en la oficina del señor De las Heras no tenían ni idea de quién era don Gerardo Borrás. —Hubo un murmullo de sorpresa entre los asistentes—. Además, don Gerardo insistió en hacer él mismo una reserva en el Hotel Londres de la capital y me consta que allí no se hizo ninguna a nombre de Borrás. Don Gerardo mintió: ni iba a Madrid ni allí lo esperaba nadie. Tercer detalle: unos días antes de su desaparición, el dinero y los valores de la caja de don Gerardo volaron y sólo Guzmán, su secretario, y él mismo sabían la combinación. ¿Casualidad? Entonces pensé en el asunto del secuestro: me parecía imposible sacar a un adulto de un carruaje y hacerlo entrar en otro que se cruzaba en tan pocos segundos y a la fuerza, ¿no? Esa maniobra, con un hombre de cierto peso, por poca resistencia que opusiera, requeriría un gran esfuerzo, dos personas como mínimo y, lo más importante: tiempo, demasiado tiempo. El «pase» al otro vehículo se había hecho en apenas dos, tres segundos. Era obvio que el propio don Gerardo nos había enviado tras una pista falsa, Icaria, ¿y por qué? Porque estaba implicado en su propia desaparición.
—Evidente —convino Lewis.
—Hasta ahí había llegado yo en mis disquisiciones cuando me planteé: ¿qué puede hacer que un varón adulto, entrado en años, rico, con amistades, se líe la manta a la cabeza y organice de esta forma su propia desaparición?
—¿Una mujer? —repuso don Alfredo.
—Eso mismo pensé yo. Por eso, cuando descubrí que se entendía con una antigua prostituta, o mejor, con un hombre que se vestía de mujer con antecedentes por otros delitos (incluido el secuestro y la prostitución infantil), supe que debía tirar de ese hilo. Don Gerardo había sido seducido por Elisabeth, cuyo verdadero nombre es Paco Martínez Andreu, una persona con un grave trastorno de personalidad, un asesino múltiple. Santiago Berga fijó el objetivo gracias a las informaciones que tenía sobre el enorme patrimonio de Borras y que le había proporcionado su amigo, Alfonsín. Poco a poco esa mujer, Elisabeth,
le fue sorbiendo el seso a don Gerardo, el cual retiró su dinero para fugarse con ella en un golpe perfectamente preparado. El Tuerto cumplió con su cometido, pero debió de pedir más o simplemente lo eliminaron para que no hablara. El plan era sencillo: el pobre Gerardo se pondría sin saberlo en manos de Elisabeth y sus compinches, el enano y los hermanos Férez, que participaron en el incidente del Tuerto. Ella iba en el carruaje que se detuvo en la acera de enfrente y abrió la portezuela para que Borras entrara. Este creía que iba con su nuevo amor hacia una nueva vida. Asunto resuelto. La idea era matarlo y quedarse con su dinero, pero don Gerardo era un hombre desconfiado y por algún motivo le dejó el dinero a la portera de un edificio donde tenía alquilado su nidito de amor. No sé, quizá no lo vio claro, quizá sospechó de Elisabeth. Cuando esta banda de facinerosos comprobó que don Gerardo no llevaba el dinero encima, el pobre ya estaba en sus manos. Lo llevaron al sótano de una casa que tenían alquilada en Sant Adrià, apenas una casamata, en mitad de la huerta y con un amplio sótano. Lo torturaron brutalmente. Su mente, desquiciada por el dolor, decidió migrar a otro mundo. Allí, en aquel sótano, entre sacos de azufre que antaño se usó para fabricar pólvora y los cuadros religiosos que almacenaba la ex mujer de Elisabeth, el pobre Borras sufrió los más espantosos dolores. No confesó dónde guardaba el dinero. Sé por la declaración de esta arpía que sólo encendían la luz cuando lo iban a torturar, de manera que justo antes de que le llegara el dolor, este pobre hombre veía a san Jerónimo, el martirio de san Esteban, escenas de la Biblia, altares, crucifixiones, santos y vírgenes. Por eso desarrolló una fobia a los símbolos sagrados.
—¡Como el gato del cura! —soltó una de las criadas, que escuchaba desde el pasillo.
—En efecto. Este hombre, don Gerardo, poseía una fuerza extraordinaria. No cantó pese a la tortura. Le quitaron dos uñas, le clavaron astillas, le quemaron sus partes y le infligieron cortes en la espalda. Nada. No habló. Es más, perdió la razón. Entonces Elisabeth y sus compinches asaltaron hasta tres veces el piso donde tenían sus encuentros amorosos y no hallaron nada. El dinero lo tenía la portera, sin saberlo, en una bolsa de viaje. Cansados, esos canallas abandonaron a don Gerardo a su suerte. Decidieron dejarlo morir de inanición, abandonado en aquel mugriento sótano. Apenas le dejaron algo de agua y estuvieron más de doce días sin pasar por allí. Doce días en los que el pobre hombre, con la mente perdida, cavó un túnel con sus propias manos hasta que al fin logró salir. Entonces, como un animal herido que busca cobijo para morir, y tras una espantosa caminata, su mente perdida lo trajo hasta esta su casa. Mandé analizar la tierra que llevaba encima y eso me ayudó a localizar el lugar donde estuvo recluido. Después, en pleno apogeo de los rumores sobre su «posesión», averigüé que tenía reuma. ¿Reuma contraído en el infierno? ¡Con el calor que debe de hacer en el averno! —Muchos de los asistentes sonrieron—. Supe que no, que había estado recluido en un lugar fresco y húmedo. El reuma no se coge en un ambiente seco y extremadamente cálido como el que debemos suponer reina en el infierno. Poco a poco conseguí acercarme a aquella mujer e incluso molesté a su socio, Santiago Berga. A punto estuvimos de capturarla gracias a aquí mi joven ayudante, Eduardo, y a sus amigos, pero escapó. En ese incidente resultaron muertos dos de los compinches de la mujer y descubrimos la identidad del otro, cuya fotografía salió en la prensa. Estrechábamos el cerco, porque Licinio Férez ya no podía moverse a su antojo por ahí, estaba quemado. Con Berga vigilado, dos compinches muertos y el otro perseguido por la justicia, aquella mujer, de la que no teníamos ni una mísera fotografía, empezó a sentirse acorralada. Como todos ustedes saben, rescatamos a la joven Teresita, pero hicimos horribles descubrimientos en aquel piso. Paco Martínez Andreu, Elisabeth, estaba detrás de las desapariciones de niñas de la ciudad; era, además de alcahueta, una vampira o eso creía ella. Era una demente. Había que cazarla al precio que fuera y condenarla al garrote.
Entonces me hizo creer que había secuestrado a mi hijo y sentí que íbamos por detrás, que habíamos perdido la iniciativa. Por un momento perdí el control, lo reconozco. Además, llegué a una conclusión que me obligó a reflexionar: ellos sabían dónde estábamos pero nosotros no sabíamos donde estaban ellos y eso suponía una clara desventaja. Habíamos perdido el norte, Era preciso desaparecer, quitarse de en medio, que no pudieran saber de dónde les venía el golpe. Pensé que la mejor manera de acercarme a Berga y al propio Alfonsín, del cual debo confesar sospechaba entonces, era convertirme en un bohemio, ganarme su confianza. Entonces creé un personaje: Máximus Aeternum, artista mental; debo pedir disculpas a algunos de los presentes por esta pantomima, pero no me quedó otro remedio. Lo conseguí y para ello me ayudó el marido de mi suegra, aquí presente, Gian Carlo, que años ha tuvo un trabajo digamos que un tanto teatral
—Puedes decido, Víctor, fui timador —terció el italiano.
Algunos no pudieron evitar la carcajada.
—Y de los buenos. El caso es que accedió a ayudarme por una buena causa. Poco a poco, pacientemente, me gané la confianza de Berga y de su entorno. Cometí muchos excesos y excentricidades para ganarme su respeto y su admiración. Saben ustedes que, hoy en día, los artistas quieren transgredir, hacer algo nuevo, sobrepasar los límites de lo que la sociedad considera correcto en la búsqueda de nuevas vías de creación. Lamento reconocerlo, pero en determinados momentos llegó a resultarme divertido. Pido disculpas por lo del Liceo, no estuvo bien profanar aquel templo de la lírica con el asunto de las coliflores podridas y, además, sepan que no me gusta Wagner.
Algunos rieron este comentario.
—Tuve que ir mucho más lejos y montar una escenita en una nave de Sants que, dicho sea de paso, me encumbró al Parnaso de los bohemios y «modernos» de la ciudad.
—Pero, todo eso... —intervino Elia Vidal—. Los festines, las fiestas, su actuación con la cena y las «sustancias» que allí se sirvieron... todo eso debió de costarle un dineral y ¿cómo...?
—... ¿y cómo un simple policía y su suegro consiguieron los fondos para ello? —continuó Víctor la frase de la pintora—. En este asunto me permitirán ustedes que guarde silencio. El origen de los fondos con los que pudimos desarrollar esta treta queda para mí porque no aporta nada para que el gran público conozca los detalles del caso y así se me pidió que hiciera.
Todos los asistentes se miraron intrigados, pero Víctor, tras pedir un café a las criadas, siguió hablando.
—Yo sospechaba que Berga debía de seguir en contacto con Elisabeth y le tendí dos cebos: primero el de mi mentor, el conde de Chiaravalle, un noble italiano excéntrico con tendencia a enamorarse y llevarse su fortuna para huir detrás de unas faldas y que se pirraba por los hombres vestidos de mujer, más o menos el mismo caso que don Gerardo. No sé cómo no lo intuyeron, era tan obvio... Y en el segundo, el mío propio, fingí una tuberculosis y alardeé delante de Berga de que haría cualquier cosa, pagaría lo que fuera con tal de curarme. Elisabeth estaba oculta, necesitaba dinero, y supuse que caería en la trampa. Es una mujer muy inteligente, precavida, pero hay algo que le pierde: la ambición. No apareció para venderme sangre como yo esperaba, no; es más, aquel asunto por poco me cuesta la vida en una celada que me tendieron en la Barceloneta; pero volvamos al otro cebo, al del conde. Al poco de contarle yo a Berga la propensión del conde a perder la cabeza por los miembros de su propio género con tendencia a caracterizarse como los del bello sexo, apareció una hermosa y misteriosa dama con la que mi amigo no conseguía concertar una cita. El se hizo el enamorado como teníamos preparado, pero no podía verla a su antojo. Aparecía sólo cuando ella quería. Era ella. Gian Carlo intentó fotografiarla en la Ciudadela pero se escapó, era muy prudente, muy lista. Entonces le tendimos la trampa suprema. El conde había retirado su dinero para fugarse con ella, pero antes necesitaba conocerla en la intimidad. Le pidió un encuentro amoroso. Mordió el anzuelo, le pudo la ambición. Aquel encuentro era lo único que necesitaba para que el conde se fuera con ella como hizo don Gerardo, pero esta vez sí, con el dinero. Entonces matarían al conde y podría salir del país con una fortuna y dejar de huir de la justicia. Casi la cazamos en una pensión, pero olió la trampa y saltó por el balcón. Entonces, y gracias a la información que me proporcionó mi billete del tranvía, a que recordé que la ex mujer de Paco Martínez Andreu tenía sus cuadros almacenados en Sant Adrià y a los análisis geológicos de mi amigo Córcoles y sus colaboradores, pude deducir dónde se hallaba. Anoche la capturamos y lo ha confesado todo.