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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (31 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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-Bien, Elisabeth, o quizá debería decir Paco... —Víctor tomó la palabra de nuevo—. Esta noche será larga.

—No crea, voy a contarlo todo, ¡todo! Yo no voy ajuicio, en cuanto hable... Yo no caigo sola, tiraré de la manta y arrastraré conmigo a un montón de gente importante, al infierno, ¡al infierno!

Entonces comenzó a reírse a carcajadas, como una loca. Les heló la sangre. Tenía los ojos fuera de sí, la boca abierta y sus dientes parecían afilados. Era extraño, pues aunque era un obrero, vestía como un obrero y parecía un hombre, su voz, sus ademanes, sus ojos, eran los de una mujer, una mujer loca

Dejaron a dos guardias con ella y bajaron al sótano por una endeble escalera de mano. Había varias lámparas de gas aquí y allá. Vieron más de cincuenta cuadros con motivos religiosos, las obras de la ex mujer de Paco, aquél era su almacén. Las carcajadas de Elisabeth se oían al fondo y daban miedo, allí, en la oscuridad del sótano, apenas una cueva con el suelo de tierra.

También había sacos de azufre, llenos de un polvo amarillo.

—Aquí estuvo don Gerardo —dijo Víctor.

Entonces se acercó a una argolla a la que había atada una larga cuerda y observó un orificio en la pared. La tierra había sido removida hacía poco.

—Caven ahí —ordenó a dos guardias.

Al fondo, el cuerpo de Férez había sido tapado con una manta. Los guardias se emplearon a fondo y no tardaron en dar con el cuerpo de Antoñita. Se miraron con tristeza unos a otros. Su cuerpo estaba lleno de laceraciones. Víctor se agachó y vio que el pasadizo continuaba.

—Por ahí escapó don Gerardo, supongo que cavó con sus propias uñas. Esta gentuza debía pasar días sin atenderlo, apenas le dieron nada de comer —añadió—. Debe de haber más restos de niñas por aquí enterradas.

—¿Y cómo vamos a hallarlos? Esto es grande —preguntó López Carrillo.

—Es fácil —respondió Víctor—. Envía a dos guardias, que busquen un par de perros callejeros, los más famélicos que vean. Que los bajen aquí y que no les den nada de comer en dos días, ellos hallarán los huesos si los hay.

—Bien pensado, amigo —aprobó López Carrillo.

Entonces vieron la jaula, al fondo: la dama de hierro. Colgaba del techo y debajo había una bañera.

—Ahí tomaba sus baños de sangre —dijo Víctor—. Colocarían a las jóvenes dentro de la jaula y las obligarían a moverse para que se clavaran los pinchos.

—Como la condesa esa comentó—López Carrillo

—¡Cuánta maldad! —exclamó Víctor—. Esa mujer es el diablo en persona.

Decidieron salir de allí, la noche prometía ser larga.

Ya en el piso de arriba y cuando Víctor iba a salir por la puerta, ella, Elisabeth, dijo muy resignada:

—¿Puedo hacerle una pregunta, Víctor?

El se giró y la miró. Allí, hablando así con ella, resultaba difícilmente creíble que aquel hombre fuera el monstruo que era.

—Dígame.

Elisabeth hizo una pausa y dijo:

—¿Cómo me ha encontrado?

El inspector Ros la miró con cierto aire de tristeza impreso en su rostro y, siguiendo su camino, contestó:

—Gracias a la geología, Elisabeth, gracias a la geología.

A la mañana siguiente Víctor, Gian Cario, Eduardo y López Carrillo desayunaron juntos en el hotel y se encaminaron hacia el apeadero de Sants. No tuvieron que esperar mucho, porque el tren de don Alfredo llegó enseguida.

Víctor se lanzó a abrazarlo en cuanto lo vio bajar del tren y gritó:

—¡La hemos capturado, Alfredo, la hemos capturado!

—¡Qué me dices! —exclamó Blázquez —¿Cómo? ¿No se había escapado?

—Pues no te lo vas a creer: gracias a un billete de tranvía.

—¡Eres un fenómeno!

—¿Y Clara?

—Muy bien, te manda recuerdos, está exultante al saber que todo ha terminado y que volverás pronto.

—¿Y los niños?

—Muy bien. Y doña Ana Escurza manda recuerdos para Gian Carlo. —El italiano pareció azorarse—. Dice que está muy orgullosa de usted. ¿Nos vamos?

—Yo he de esperar al comisario Buendía— dijo Víctor.

—Vaya —observó don Alfredo—. No sabía que venía el Mastín.

—Sí, sí, el asunto se las trae —contestó el inspector Ros.

Víctor se quedó en la estación esperando a su jefe y los demás acudieron a la calle Calabria, donde debían comprobar que todas las órdenes de Víctor se hubieran llevado a cabo.

A los quince minutos llegó el tren de Madrid. Del mismo descendió don Horacio Buendía, de fuertes mandíbulas, achaparrado y ancho de hombros, el Mastín; lo acompañaban un caballero bajo y poca cosa, de bigote gris, y Lewis, del Sello de Brandenburgo.

—No sabía que el Sello seguía metido en este asunto —comentó Víctor por toda presentación.

—¿Qué tal un buenos días primero? —dijo don Horacio.

—Perdónenme ustedes pero no entiendo qué hacen ellos aquí.

—Vaya, Víctor, no se lo tome usted así —se defendió Lewis.

—No me agradó la participación del Sello en el episodio que causó la muerte de don Gerardo, los tenía a ustedes por gente civilizada.

—Pues sepa usted —intervino don Horacio—, que el Sello y el Ministerio de la Gobernación acaban de rubricar un convenio de colaboración. Ahora podrá usted trabajar oficialmente con sus amigos.

—Ni en sueños —cortó Víctor secamente—. ¿Y este caballero?

—Ah, sí, perdón —se disculpó don Horacio Buendía, algo desorientado por aquella situación—. Este es don Gilberto Honrubia, subsecretario del Ministerio de la Gobernación.

—Encantado —lo saludó Víctor.

—¿Ha confesado? —preguntó don Gilberto.

—Sí, tenemos su confesión total.

—¿Y la lista? —interrumpió don Horacio.

—Ha dado una lista de nombres de gente importante, sí, pero me temo que se ha callado algunos. Insiste en que su caso nunca se verá en un juicio.

—Ya —intervino el subsecretario— El dietario fue destruido por el gobernador, ¿no?

—Por desgracia, así es —contestó el inspector Ros.

—¿Y lo ha citado usted en la casa de la calle Calabria?

—Sí, allí debe de estar con todos los demás —asintió Víctor.

—Pues entonces no perdamos tiempo —añadió don Gilberto Honrubia a la vez que comenzaba a caminar.

Capítulo 16

Víctor, Lewis, don Horacio y don Gilberto entraron en el salón de la casa de la calle Calabria, donde aguardaba una nutrida concurrencia; todos se hallaban sentados en multitud de sillas dispuestas aquí y allá, como si aquello fuera un teatro. Allí estaban López Carrillo, Blázquez, el conde, Eduardo y Alfonsín Borrás, quien, sentado en un diván, permanecía expectante cogido de la mano de la pintora Elia Vidal. Víctor tomó nota de ello visiblemente complacido. Le agradaba la joven. Era una mujer de mundo y parecía más madura que sus compañeros de correrías. Quizá era la influencia positiva que el hijo de don Gerardo necesitaba en su vida. También estaban los hermanos Torrents, los escultores, siempre juntos, don Fulgencio, el casanova, y el pintor, el sobrino del gobernador, don Higinio Mesure. Santiago Cusí, el otro joven retratista, permanecía de pie, al fondo, y también se hallaban presentes Segismundo Cifuentes, el dueño de El Bou Trencat, y el chino Takeo acompañado por sus sempiternos matones.

Esta extraña y variopinta parroquia contrastaba con las tres hermanas de doña Huberta, que estaba postrada en la cama, las cuales iban acompañadas por sus respectivos esposos y algunos de los sobrinos y sobrinas del infortunado don Gerardo. En primera fila esperaba nervioso don Trinitario, el gobernador. Tres tipos jóvenes, con lápices y cuadernos de notas, aguardaban impacientes. Las criadas de la casa habían servido té y café a todos los presentes.

Víctor aguardó a que don Horacio, don Gilberto y Lewis tomaran asiento.

—Veo que estamos todos —dijo antes de beber un vaso de agua-. Bien, amigos, les he citado aquí por dos motivos: el primero, aclarar todos los detalles referentes al caso, y el segundo y más importante, ayudar a que la memoria de don Gerardo no quede reducida a ese desgraciado incidente que la gente del vulgo ya conoce como «El Endemoniado de la calle Calabria». Como ven ustedes están aquí presentes tres periodistas —hubo un murmullo de desaprobación.

Víctor, impertérrito, continuó hablando:

—Yo les he llamado sin ningún temor y dirán ustedes: ¿por qué? La respuesta es bien sencilla. En una sociedad como ésta, tan aficionada a lo esotérico y al espiritismo (no olviden ustedes que hay quien hace de ello hasta su verdadera religión), era de esperar que los detalles más truculentos del caso fueran los que más habían de llamar la atención de la opinión pública. Ya saben ustedes, los del viaje al infierno y la supuesta posesión del fallecido don Gerardo. Bien, he llamado por ello a don Rafael Zamora, del
Diario de Barcelona,
a don Sebastián Losada, de
La Vanguardia,
y a don Obdulio González Cantos, de la
Veu
de Catalunya,
para que sean fieles testigos de lo que voy a contar aquí y acabar de una vez por todas con esa idiotez de «El Endemoniado de la calle Calabria».

Alfonsín Borras sonrió visiblemente complacido y el inspector Ros continuó, muy serio, con su alocución.

—Don Gerardo fue un hombre con sus virtudes y sus defectos, y aunque, en cierta medida, sucumbió a sus vicios, como dijo alguien antes que yo: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Y dicho esto, sé que estos tres señores periodistas evitarán caer en lo más íntimo y se ocuparán de los detalles de este crimen que de verdad interesarán al gran público. —Los tres plumillas asintieron—. Bien, prosigamos. Supongo que casi todos tenemos claro que don Gerardo no fue tragado por el infierno, sino que fue víctima de un secuestro inhumano y cruel. —Entonces levantó la vista y vio que algunos asentían con la cabeza.

Bebió otro poco de agua y siguió hablando.

—Hay dos puntos en los que me apoyaré inicialmente para demostrarles a todos ustedes y a estos señores periodistas que don Gerardo no fue absorbido por el infierno. Porque, a ver, aunque sabemos que fue secuestrado, seguro que hay detalles que les hacen dudar, ¿no? Por ejemplo... digan, digan.

Los espectadores se miraron unos a otros.

—Desapareció de su coche como por arte de magia —dijo uno de los hermanos Torrents, Arcadi.

—Exacto —respondió Víctor—. ¿Otro detalle que nos haga pensar en un posible viaje al infierno?

—El azufre en la ropa, la tierra —apuntó don Alfredo.

—Exacto, ¿y algo más?

—La fotofobia -sugirió uno de los sobrinos de don Gerardo.

—Bien. ¿Alguien tiene alguna otra evidencia?

—Sí, es evidente que don Gerardo no podía soportar la visión de símbolos sagrados —observó uno de sus cuñados.

—Bien. —Víctor tomó de nuevo la palabra—. Pues esta mañana demostraré que todo eso no son más que patrañas y echaré por tierra la teoría del infierno, que, dicho sea de paso, le costó la vida a este pobre hombre.

A ninguno se le escapó que miraba a Lewis.

—Bien, bien. Primero y antes que nada les contaré un chiste, una anécdota.

Todos se miraron como pensando que aquel hombre, además de excéntrico, estaba loco. Víctor, como siempre a lo suyo, siguió adelante con su propósito.

—Erase una vez una señora que hacía de ama de llaves de un cura. El sacerdote tenía un gato desagradable, malcriado y negro, y ella estaba harta de aquel animal que lo ensuciaba todo con sus deposiciones, le enredaba los ovillos de lana y se afilaba las uñas con sus mejores colchas. Un día le dijo al cura qué no se deshacía de aquel animal y el párroco le contestó que no, que le tenía mucho cariño. Entonces aquella mujer adoptó una costumbre: cada vez que se cruzaba con el gato se santiguaba y a continuación le arreaba una buena patada. Así lo hizo disciplinadamente durante dos semanas, al cabo de las cuales, un buen día, se acercó al sacerdote y le dijo: «Padre, creo que el gato está endemoniado», a lo que el cura contestó confuso: «¿Cómo?». Ella insistió: «Sí, mire», y se santiguó delante del animal. Entonces, el gato, creyendo que a continuación recibiría una buena patada, salió corriendo. El cura no quiso tener en su casa un gato que huía ante la señal de la cruz y se deshizo de él inmediatamente.

Algunos rieron el chiste de Víctor, pero él continuó: —Pero ahora, dejémonos de chanzas y vayamos al trabajo. Síganme.

Entonces salió al exterior acompañado de aquel gentío, al que situó en la escalera de acceso a la casa. Justo en la puerta había un carruaje, el de don Gerardo, con su cochero presto en el pescante.

—Imaginen que soy el mismísimo Borrás. Me voy a Madrid.

Y dicho esto subió al carromato. Tomó asiento, cerró la portezuela y se despidió de los presentes. Otro carruaje venía en sentido contrario por la misma calle y aminoró el paso. Entonces, cuando el coche de don Gerardo apenas iniciaba la marcha, un gran estruendo hizo que todos giraran la cabeza. Eduardo había encendido una ristra de petardos que espantó a una bandada de palomas que se había posado en el tejado de la casa de al lado. Algunos sonrieron por la travesura de aquel chiquillo de mirada viva y amplia sonrisa.

Cuando volvieron a mirar al carruaje de don Gerardo, éste había avanzado ya una decena de metros; entonces, López Carrillo, que había ido hasta allí por indicación del inspector Ros, detuvo el coche y conminó a los presentes a que se acercaran.

Al principio algunos se quedaron parados en la acera, pero, poco a poco, ante la insistencia de López Carrillo, todos se fueron acercando. Una vez que la totalidad de los asistentes a aquel acto final estuvo a su altura, incluidos los tres periodistas, Juan de Dios López Carrillo abrió la puerta del carruaje.

—¡No está! -exclamó uno de los plumillas.

—¡No puede ser! —exclamó don Trinitario.

—Si lo hemos visto entrar... —decía uno de los sobrinos de don Gerardo.

El asiento en el que unos segundos antes se había sentado Víctor estaba, en efecto, vacío. Los periodistas se miraban unos a otros riendo, con aire divertido.

—¡Increíble, increíble! —repetía uno de ellos.

Los asistentes se miraban extrañados buscando respuestas. Entonces, un guardia urbano hizo sonar su silbato. Estaba en el otro extremo de la calle, al fondo, junto a otro carruaje, y todos tuvieron que girar sus cabezas hacia la izquierda para verlo. Una vez que se aseguró de que todos lo miraban, el agente golpeó con su porra la portezuela de aquel otro coche.

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