El enigma de la calle Calabria (13 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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—Pero ¿cómo ha sabido lo de la marina?

Víctor sonrió y dijo:

—Pues por ese tatuaje que asoma bajo la manga de su camisa y que usted ha intentado borrar con tan poco éxito.

La puerta se abrió de golpe y apareció uno de los matones:

—¡Se van! —exclamó muy alarmado.

—¿Quiénes? —repuso Rius, algo cansado de aquella maldita tarde en la que nada le salía bien.

—Los trabajadores. Hay un paro —dijo el otro.

Víctor recordó que López Carrillo le había dicho que habría algaradas. No lo había tomado en serio, la verdad. Salieron a la calle. Los trabajadores, tanto hombres como mujeres, salían en tropel de las fábricas dejando las máquinas en marcha. También había obreros de otras empresas de aquella misma zona: el Vapor Vell, el Vapor Industrial, Justerini Company, Tablada Hermanos y La España Industrial.

—Esto se va a poner feo —sentenció Eduardo.

Víctor lo cogió de la mano. Se sintió bien haciéndolo. Había cientos de obreros en la calle, entre hombres, mujeres e incluso niños. Llevaban una gran pancarta sacada de no se sabía dónde que decía: «POR LA JORNADA DE OCHO HORAS».

Víctor sabía que era una reivindicación histórica de los obreros de la ciudad, que vivían en condiciones de semiesclavitud con jornadas de doce horas. Pedían ocho horas al día de trabajo y una jornada libre a la semana y, probablemente, no lo conseguirían nunca. Algunos llevaban pañuelos encarnados al cuello y otros agitaban alguna que otra bandera roja. Un tipo con una especie de embudo metálico en la mano que ampliaba algo su voz dictaba consignas y daba órdenes.

—Es Ruggero— aclaró Eduardo, quien los conocía a todos—. Un anarquista italiano

Frente a la masa obrera había dos guardias civiles que, visiblemente nerviosos, les apuntaban con sus enormes mosquetones.

—Los civiles —dijo Eduardo.

Víctor se giró a la derecha y al minuto vio aparecer a unos veinte guardias armados. Decididamente, aquel crío era un superviviente, tenía un sexto sentido:

—Deberíamos irnos —insistió el niño.

—Espera —contestó Víctor.

Se metieron bajo un soportal de la fábrica.

Detrás de los agentes a caballo venía una treintena de guardias urbanos con sus porras en ristre.

Un teniente de la Guardia Civil, a caballo, desenvainó su sable.

—Pero ¿va a usar eso? —preguntó Víctor alarmado.

—No, no, normalmente golpean con el sable por el lado plano, para asustar a la gente y que se disuelva. No es nada —dijo el crío, que parecía familiarizado con aquel tipo de incidentes. Víctor vio a Poveda, el policía infiltrado, entre los obreros. Se escabullía discretamente.

Salieron varios matones de los que servían a los patronos al paso, iban pertrechados con trancas y dos de ellos llevaban escopetas. Los guardias urbanos cargaron contra la gente. Víctor vio cómo unas pequeñas cosas negras, como moscas, volaban a ras del suelo.

—Son bolas de metal de las rodaduras de las máquinas de vapor. Hacen caer a los guardias —aclaró Eduardo con toda naturalidad.

En efecto, tres civiles que intentaban avanzar tras calar las bayonetas rodaron por el suelo. Los obreros se abalanzaron sobre ellos. Víctor vio cómo otro de los guardias, el teniente, aún a caballo, era rodeado por la masa. Un obrero salió despedido con un tajo en el cuello. Los matones cargaron y los guardias de las porras también. Las piedras volaban por encima de la pancarta. Le pareció escuchar disparos, primero al aire, pero luego observó que la masa se dispersaba. Corrían asustados. Un obrero partió un madero, literalmente, en los riñones de un guardia urbano, que cayó como un peso muerto.

Hacia la derecha, varios guardias apaleaban a un hombre menudo que no acertaba a levantarse. Víctor no perdía detalle. Vio cómo un matón derribaba a un paisano golpeándolo con la tranca en la cabeza, y observó consternado cómo otro disparaba con una pistola por encima de las cabezas de los que huían al fondo. Un tipo cayó a lo lejos. Vio a Ruggero tirar una especie de paquete con una mecha que hizo explosión junto a la cara de un guardia, que cayó llevándose las manos al rostro mientras gritaba que no veía. El italiano escapó por un callejón lateral. Una mujer lloraba llevando a un niño de la edad de Eduardo en brazos. Tenía una herida en la ceja y parecía inconsciente.

En un momento, las fuerzas del orden se habían hecho con la situación. Los obreros corrían al final de la calle. Uno de los guardias civiles no volvía en sí y algunos oficiales presentaban heridas en la cabeza y en el rostro. Víctor contó una decena de obreros tendidos, dos de ellos inmóviles. El teniente de la Guardia Civil al mando saludó militarmente desde su caballo hacia una cristalera donde varios tipos trajeados fumaban puros habanos como si aquello fuera un espectáculo.

—Siempre al servicio del pueblo —murmuró irónicamente el detective—. Vamos, Eduardo, aquí no hay nada que ver.

Víctor y Eduardo recogieron a don Alfredo en la puerta de la casa de la calle Calabria. Ros no quiso entrar a ver a doña Huberta. Había más de cincuenta curiosos en la acera.

—Quizá le hubiera tranquilizado hablar contigo. Está decidida a llevarse a Gerardo a un monasterio.

—Quizá sea lo mejor. Lejos de este circo.

—Está enfermo. Fiebres reumáticas.

Ros sonrió con aire divertido.

—No le veo la gracia —dijo don Alfredo poniéndose muy serio.

—Pues a mí me parece una excelente noticia.

Echaron a andar. Víctor quería caminar un rato por el paseo de Gracia. Tomó la palabra:

—¿Le has contado lo de su marido? Ya sabes, lo de su otra vida, los lupanares y su amante, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth.

—No, por Dios, ¿cómo iba a contárselo?

—Tarde o temprano lo sabrá. El confesor lo sabía, por eso dijo el día que lo liberaron que era un pecador. Ella debe saber-lo. Ese es el motivo por el que no he querido entrar; si me pregunta, se lo cuento. Por no hablar de su juventud como miembro de los icarianos a los que, dicho sea de paso, levantó un buen capital. ¡Menudo pájaro!

—Ya, Víctor, pero no soy optimista con respecto a este asunto, me temo que está perdido para siempre y, de ser así, ¿qué necesidad tenemos de tirar por tierra la buena fama de un hombre demente?

—Visto así... —dijo Ros.

Llegaron al cruce del paseo de Gracia con la calle Aragón. Víctor miró hacia el fondo y dijo:

—Allí, al final, queda la Diagonal. Quiero echar un vistazo, caminemos.

Aquello le recordaba el paseo del Prado, donde años antes había conocido a Clara, de la que se enamoró al instante. El ambiente era similar. Barcelona estaba creciendo y no pudo evitar que su mente comparara el paisaje fabril, las casetas de los inmigrantes, el hacinamiento del casco antiguo o la Barceloneta, con las amplitudes del Ensanche o aquel hermoso paseo que tenía ante sus ojos: una inmensa avenida, arbolada, con una amplia calzada central y dos hileras de árboles, a los lados, de hermosos falsos plataneros. Aquella vía estaba ya casi tan transitada por paseantes como las Ramblas, aunque no estaba asfaltada ni empedrada aún. Todos los paseantes iban muy peripuestos, no en vano era sábado. Había competencia, como en el Prado, en Madrid, por pasear a la grupa del mejor caballo o lucir los mejores carruajes, que ahora en verano iban descubiertos. Las damas vestían con elegancia, imitando la moda parisina, mientras que los hombres copiaban más la moda inglesa.

—Esta tarde, en la fábrica, he averiguado algo. La novia del Tuerto dice que el enano y un tipo con una cicatriz fueron a buscarlo. Al saber que iban tras él se puso «histórico» —bromeó Ros.

—¿Histórico?

Víctor miró a Eduardo, al que había comprado una bolsa de almendras garrapiñadas, y ambos se sonrieron.

—Una tontería mía. Se puso histérico. ¿Te das cuenta, un tipo con una cicatriz?

—No te sigo —dijo don Alfredo tocando el ala de su sombrero para saludar a dos damas realmente hermosas que se les cruzaban.

—Sí, hombre, es la conexión. ¿No recuerdas que la chica a la que atacó el Tuerto, Ana María...? —Velázquez.

—Eso, Alfredo, Ana María Velázquez dijo que uno de los dos tipos que redujeron al Tuerto tenía una gran cicatriz en la barbilla. ¡Y un tipo con una cicatriz en la barbilla fue a buscarlo al trabajo de su novia cuando lo soltaron! Es obvio. Además, iba con el enano con el que, según Eduardo, el Tuerto tenía un negocio. Por lo menos esto demuestra que el incidente de la calle Calabria no fue algo casual. Ya le he encargado a Eduardo que coordine a sus amigos para que estén atentos. Todos los días, nuestro joven colaborador se vestirá con sus antiguas ropas, le tiznaremos la cara y oteará en busca del enano al que él y sus amigos ya conocen. Si lo encuentran lo seguirán sin aspavientos y nos mandarán aviso de inmediato. ¿Entendido?

El crío asintió.

Llegaron a la intersección del paseo con la avenida Diagonal.

—Grandioso -dijo Víctor.

Aquella zona aún estaba por terminar, pero ya se intuía que la ciudad iba a resultar amplia y hermosa a partir de allí. La Diagonal atravesaría la ciudad de parte a parte. Decidieron acercarse a los Campos Elíseos. Hasta apenas unos años antes el paseo de Gracia no era más que el camino que unía la ciudad con uno de los pueblos que la rodeaban. Algo más arriba del cruce con Aragón se había instalado un jardín, trasladado desde el portal de Sant Antoni. Había fuentes, merenderos, salas de baile, un auditorio para conciertos e incluso atracciones, montañas rusas incluidas. Era la réplica del Prater vienés en Barcelona, sus Campos Elíseos. Eduardo se quedó mirando embobado un tiovivo.

—¿Quieres montar? —dijo Víctor mirando al niño. Los ojos del crío brillaron de ilusión. Eran muchos los niños que pululaban por la ciudad sin infancia, vagabundeando o acaso en las fábricas, sin juegos, sin ilusión y trabajando de sol a sol por sobrevivir.

En un momento se hallaron junto a la atracción. Eduardo, subido en un caballo blanco, como un vaquero del Oeste americano, disfrutaba como el niño que era.

—¿Te das cuenta, Alfredo? El incidente no fue casual: ¿para qué iba a montar nadie una opereta como aquélla sino para distraer la atención de la gente en aquel mismo momento? Es mucha casualidad que cuatro mangantes urdan algo así y que a apenas unos pasos se produzca un secuestro.

—Sí, dicho así...

—Sospecho que el Tuerto se enteró del verdadero calibre del negocio y pidió más. No es bueno pasarse de listo con gentuza de esa calaña.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—Confío en que Eduardo y sus amigos localicen al enano. Nos llevará al tipo de la cicatriz.

—¿No crees que se está encariñando demasiado contigo?

—Y yo con él.

—Tú te irás a Madrid y él volverá a la calle, Víctor.

—No ocurrirá tal cosa. Yo me encargaré de él. No te quepa duda.

Se hizo un silencio. Don Alfredo volvió a tomar la palabra:

—Ha venido a verme López Carrillo. Mañana estamos invitados a una excursión con su familia, a la fuente de la Magnesia, en Pedralbes.

—Nos vendrá bien un poco de aire puro.

—Me ha dicho que ha hecho indagaciones sobre el amante de don Gerardo, como le pediste. Parece que es un buen elemento. Mañana te dará los datos.

—Bien, bien.

—¿Crees que esa pista nos llevará a alguna parte? —Nunca se sabe, pero ya conoces el dicho: «Trahit sua quemque voluptas».

—«A cada cual lo arrastra su vicio».

—Exacto. Me alegra que recuerdes tus lecciones de latín, Alfredo, ya no eres un niño —dijo Víctor riendo. Don Alfredo hizo un mohín a su amigo por esta alusión a su edad.

—¡Noticias, noticias!
¡El Brusi,
compren
El Brusi!
—pregonaba un pilluelo que vendía el
Diario de Barcelona—.
¡Nueva chica desaparecida misteriosamente!

Víctor pagó al chico y tomó un ejemplar. Leyó en voz alta:

—«MISTERIOSA DESAPARICIÓN OTRA VEZ: Ha desaparecido otra joven, esta vez en la Ciudadela. Antoñita Medina montaba en el tiovivo que hay instalado en la explanada junto al Arsenal vigilada por su niñera, cuando el caballo en que iba subida apareció solo. La policía teme que sea un caso más de secuestro de adolescentes de los que tanta alarma crean cutre nuestra ciudadanía. Las autoridades policiales están in albis, y desde aquí
tenemos que exigir a nuestros gobernantes que se esmeren para poner fin a esta lacra».
Y escucha, Alfredo, el gobernador civil ha declarado:
«Es completamente falso el rumor que se está extendiendo por Barcelona acerca de la desaparición durante los últimos meses de niñas en edad de merecer que según las habladurías populacheras habrían sido secuestradas...».

—Lo que faltaba -dijo don Alfredo.

Víctor tiró el periódico al suelo, visiblemente enfadado.

—Anda, vayamos a comer algo.

Capítulo 7

Tres coches de alquiler trasladaron a Víctor, don Alfredo, Eduardo y a López Carrillo y a su familia, así como a dos criadas, a la fuente del Lleó, en Pedralbes. Allí aguardaban las dos cuñadas de Juan de Dios López Carrillo con sus respectivos maridos y numerosa chiquillería, con la que Eduardo hizo buenas migas nada más llegar. Enseguida dispusieron unos tableros sobre unos caballetes bajo un pino centenario. Adolfo Tusell, uno de los cuñados de López Carrillo y que era catedrático en la Escuela de Arquitectura, colgó un columpio de una de las recias ramas para solaz y deleite de la docena de niños que correteaban felices arriba y abajo.

Víctor se alegró de reencontrarse con la mujer de su amigo, Eugenia Rusiñol, que parecía haber estabilizado a aquel tunante de López Carrillo.

Era muy común entre las familias barcelonesas pasar las jornadas festivas en el campo y comer al aire libre. Las cuatro fámulas que sumaron entre las tres familias se encargaron de todo: había manteles, servilletas y cubiertos. Sacaron unas tarteras de metal que contenían apetecibles tortillas de patatas y barras de pan, que cortaron en rodajas para preparar el consabido
pantumaca,
había
crispells,
que así se llamaban los buñuelos de bacalao y, por supuesto, López Carrillo y sus dos cuñados se encargaron de preparar un arroz a la leña, una vez que las criadas avivaron un buen fuego. «Hoy cocinan los hombres», dijeron con aire dispuesto.

Víctor y don Alfredo comieron a gusto en aquel ambiente relajado y familiar aunque, obviamente, echaban de menos Madrid y a sus familias.

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