El enigma de la calle Calabria (18 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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Víctor señaló el gabinete. Aquello se le iba de las manos. Sonó de nuevo la campana y llegó López Carrillo.

—Pero ¿qué demonios es esto? —exclamó con su característica bonhomía.

Entraron todos en el gabinete: Víctor, don Alfredo, López Carrillo, Lewis y el gobernador

—Ustedes dirán —protestó Víctor, que no podía disimular su enojo—. Me dice el médico, don Federico, que van a hacer no sé qué ceremonia de exorcismo...

—Tranquilo, joven, tranquilo —dijo el gobernador, don Trinitario, alzando la mano—. Aquí no se va a hacer exorcismo alguno, es tan sólo que el sacerdote de la familia...

—¡Un fanático! -exclamó Víctor.

—... el sacerdote de la familia—continuó el gobernador, visiblemente molesto por la interrupción— quiere que tanto las autoridades eclesiásticas como las civiles (yo mismo en este caso) contemplen el estado en que se halla don Gerardo. A nadie se le escapa que este hombre es testigo y parte directa en un caso de secuestro pero, al parecer, el cura quiere demostrar dos cosas: que no se encuentra en condiciones de declarar, algo que, me temo muy mucho, es cierto, y que su trastorno tiene una base... digamos religiosa o relacionada con las creencias del individuo.

—Pero... ¿de verdad vamos a dar pábulo a estas cosas? —dijo Ros.

—No se me escapa, joven, que este don Gerardo es hombre piadoso, mojigato, pero que tiene un pasado socialista, robó, timó y ahora, además, resulta que frecuentaba los lupanares. Algo me ha llegado de sórdidos encuentros con hombres... No, no me malinterpreten, no me escandaliza que el hombre tuviera sus expansiones, yo mismo soy un admirador del bello sexo y tengo mis devaneos lúdicos pero, claro, en un tipo tan mojigato, de comunión diaria, que se amanceba con otros hombres, los remordimientos han podido más y, bueno, su mente ha volado.

—¿Cómo conoce usted todos los detalles? —dijo Víctor.

—Soy el gobernador, joven, sé todo lo que ocurre en la ciudad—dijo mirando hacia López Carrillo, que bajó la vista—. Opino que este hombre necesita una expiación, aligerar su alma, purgar sus pecados.

—Pero ¿cree usted en esa paparrucha del endemoniado?

—No, Ros, no. Pero sí creo que, de alguna manera, un hombre de comunión diaria, sometido a una brutal tortura y viéndose cerca de la muerte, acabó cediendo bajo el peso de sus remordimientos. Además, prefiero que la gente crea esa historia de la volatilización y su viaje de ida y vuelta al infierno a que se dé publicidad a historias de socialistas y secuestros de revolucionarios.

—Ah, es eso —dijo Víctor—. Prefiere usted quitarse el muerto de encima y entregárselo a los curas antes que tener un problema de orden público. ¿Y qué me dice de la nota de los secuestradores?

—Algún bromista.

—Ya. —Víctor hizo una pausa—. Si es por el asunto de los socialistas, esté tranquilo, la pista es falsa, la palabra grabada en el carruaje, «Icaria», está escrita con la letra de don Gerardo, lo comprobé.

—¿Y? —dijo con aire escéptico el gobernador. -Pues eso, que él mismo estaba interesado en hacernos seguir una pista falsa.

—¿Insinúa usted que...? ¡Qué tontería! Es obvio que el hombre se estaba desmoronando y, volviéndose medio loco, desapareció por ahí, se metería en líos y el poco entendimiento que le quedaba lo hizo volver a casa —contestó don Trinitario Mompeán.

—¿Y cómo se volatilizó? —preguntó don Alfredo.

—Se tiraría del carro en marcha, ¡qué sé yo! —repuso el gobernador.

—Lewis —dijo Víctor—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué hace el Sello en esto? Debió decírmelo. No entiendo lo que está pasando.

—Sabes que la naturaleza de nuestras investigaciones es siempre secreta. No sólo nos interesa el asunto de las jóvenes desaparecidas. En los últimos tiempos hemos ido ampliando nuestras miras y hay ciertos fenómenos que el Sello quiere investigar, ya sabes, si un caso como éste sólo producto de la sugestión o si existen ciertas fuerzas que hoy por hoy no conocemos. La familia quiere llevar al enfermo al monasterio de Nuestra Señora de Laspaúles; allí acudirán dos especialistas nuestros, un psíquico y un psiquiatra, tenemos que aprovechar esta ocasión.

—Es un testigo, me niego a que sea trasladado y el médico también.

—¡Usted hará lo que se le ordene! —exclamó el gobernador—. Mire, Ros, ha ido usted demasiado lejos, está molestando a gente importante.

—Ya, lo dice usted por Berga.

—Entre otros. Su familia es muy poderosa y no puede usted venir a apretar las tuercas a...

—Es un pedófilo.

—Tuvo un traspié y punto.

—Ya, se fue de rositas.

—No empiece usted guerras que no va a ganar —dijo Mompeán señalándolo con el dedo—. Sepa que he telegrafiado al ministerio para que le ordenen volver a Madrid.

—La Brigada Metropolitana es de jurisdicción general, usted no me da órdenes.

—No, en efecto, pero aquí mando yo. Al salón.

Pasaron a la estancia principal de la casa. El obispo y el gobernador tomaron asiento junto a doña Huberta. Víctor observó que el prelado se quitaba la cruz, costosa y de oro macizo, para no importunar de entrada al poseído. Lewis, Blázquez, López Carrillo y Ros permanecieron de pie, junto al médico y el cura, que sonreía muy satisfecho.

La enfermera y el mayordomo entraron con el enfermo, que arrastraba los pies, estaba ido, como un niño que apenas entiende el mundo que le rodea. Lo hicieron sentarse en una silla en el centro del salón. El cura tomó la palabra:

—Hay sucesos, a Dios gracias, que escapan a la razón —dijo mirando de reojo a Víctor y al médico—. Y éste es uno de ellos. Verán todos ustedes cómo este hombre, en apariencia sereno y tranquilo, se transforma en una bestia a la más mínima visión de un símbolo sagrado.

Entonces se giró y levantó un mantel que cubría una serie de objetos sobre una mesa. Una cruz de oro, un cáliz y una especie de recipiente con un hisopo que el cura sacó para rociar de agua bendita al secuestrado. Don Gerardo, nada más ver la cruz, comenzó a removerse, pero al ver que el cura se le acercaba recitando una letanía y echándole agua, saltó de la silla y comenzó a agitarse como un poseso.

—¡Atrás! —gritó el sacerdote al médico y a Víctor mostrándoles la cruz que había tomado de la mesa.

Don Gerardo puso los ojos en blanco y su cuerpo comenzó a agitarse frenéticamente, con violentas convulsiones. Entonces el obispo se levantó y, colocando ante él una estampa de la Virgen de la Merced, gritó:

—¡Vade retro, Satanás!

Doña Huberta rezaba un Padrenuestro de fondo y el cura dibujaba círculos en torno a don Gerardo rociándolo con agua bendita. Este, de pie, se retorcía presa de convulsiones.

El obispo recitaba una plegaria en latín que nadie comprendía y el enfermo se agitaba cada vez más. Víctor se giró y vio que las criadas y la cocinera se habían sumado a los rezos de su señora. El médico lo miró, impotente, y Víctor le devolvió la mirada, dirigiendo sus ojos a continuación hacia su maletín; el otro comprendió y fue a cogerlo.

De pronto, don Gerardo, en un momento en que todos los presentes habían ido alzando sus voces en una extraña letanía mezcla de distintas oraciones, se quedó de pie, de puntillas, con los brazos en cruz, los ojos en blanco y con la boca llena de espuma, agitándose convulsamente como si su cuerpo, lleno de calambres, fuera a romperse.

—¡Libéralo, libéralo, Señor! —gritaba el menudo obispo mostrando una cruz al pobre enfermo que, en ese momento, se lanzó corriendo contra la pared v empezó a darse cabezazos. La casa entera tembló por el el efecto de aquellos impactos que nadie podía frenar, pues don Gerardo era dueño de una fuerza suprahumana. Entre Víctor, López Gárrulo, don Alfredo y el mayordomo apenas lograron reducirlo. Afortunadamente, don Federico acertó a ponerle una inyección tranquilizante antes de salir despedido por una coz que el enfermo le propinó. Al fin, después de llegar al paroxismo y gracias al efecto del sedante, quedó dormido sujeto por cuatro hombres. Sangraba abundantemente por una brecha que se había producido en sus frenéticas embestidas, se le adivinaba un pequeño fragmento de cráneo algo desprendido con cuero cabelludo, piel y fragmentos de sesos. También salía sangre de su boca, se había mordido la lengua y parecía tener el brazo derecho como descolgado, pues debía de haberse fracturado el hombro. Lo subieron a su cuarto para que el médico se aplicara al momento y lo dejaron a solas con el galeno.

Cuando Víctor salía, el obispo le dijo:

—¿Ve? Debe ir al monasterio.

El inspector Ros cogió a aquella comadreja por el pecho y casi lo estampa contra una pared. Alfredo y López Carrillo lo sujetaron.

Intervino el gobernador y ordenó que lo sacaran a la calle.

—Ros, en Madrid sabrán de esto.

—No le quepa duda —dijo Víctor mirando amenazador. Lewis permanecía al margen, observando—. Están todos ustedes locos. Parecen trogloditas.

—Está usted fuera de este caso, me encargaré personalmente de ello —dijo el gobernador—. Don Gerardo se va al monasterio.

—Eso si no ha terminado de quedarse idiota, se ha reventado la cabeza.

—Quizá sea mejor así —sentenció don Trinitario—. ¿No ve que prefiero que éste sea un asunto de ultratumba a un negocio de socialistas? Si la prensa quiere carnada ultraterrena la tendrá.

—Carnada ultraterrena —dijo Ros sonriendo para sus adentros—. Pues va usted a tener un poco de eso. Le recuerdo que hay más de diez jóvenes desaparecidas y alguien les chupa la sangre.

—Ya es suficiente. ¡Fuera de aquí! —gritó el gobernador furibundo.

El público, apenas contenido por los guardias, los observaba atentamente. Por fortuna, el griterío hacía imposible que los escucharan.

—Aquí no hay nada que hacer ya —dijo Víctor a don Alfredo. Fue entonces cuando un pilluelo, con la cara llena de tizne, logró abrirse paso entre los guardias y dijo:

—¿El inspector Ros?

—Sí, soy yo —contestó Víctor.

—Me envía Eduardo: lo hemos encontrado.

Cuando llegaron a la calle Riera Alta el pilluelo que los acompañaba, el Pedrín, saludó a un compinche que hacía guardia frente al número ó, el Bolas.

—Dime, Bolas, ¿y Eduardo? —dijo el inspector Ros.

—Ha entrado a buscarlo. Es ahí, en el entresuelo.

Víctor miró a don Alfredo y a López Carrillo con cara de preocupación.

—Sí, señor —prosiguió el Bolas—. Yo lo he visto, al enano, en la Boquería, y lo he seguido hasta aquí, he mandado aviso a Eduardo y hemos hablado con la portera. El enano vive en el entresuelo. Entonces, hemos visto una cara de chica que nos miraba a través del cristal, en esa ventana, y hemos pensado en las crías secuestradas, las del periódico, porque nos hacía señas pidiendo ayuda. De pronto, la cara de la chica ha desaparecido y hemos visto la del enano, que nos miraba, y se ha girado rápidamente. «Se escapa», ha dicho Eduardo, y se ha ido para dentro.

—Esperad aquí —les ordenó Víctor sacando su revólver—.Juan de Dios, Alfredo, ¡vamos!

Los tres hombres se encaminaron hacia la vivienda y atravesaron el portal; después de subir un corto tramo de escaleras cubierto de manchas de humedad, giraron a la izquierda y, antes de que pudieran darse cuenta, Víctor había reventado la endeble puerta de una patada. El piso estaba vacío y sucio, muy sucio. Hedía. Se dividieron.

—¡Aquí! —dijo don Alfredo.

Víctor corrió hacia la voz y se encontró a Blázquez en la cocina con una jovencita que llevaba un vestido de cuadros y que estaba encadenada a una argolla en la pared.

—El enano. ¿Dónde está?

La cría les señaló las escaleras y contemplaron el tramo que ascendía.

—¡La azotea! —exclamó Víctor—. ¡Rápido, Juan de Dios, conmigo! ¡Tú, Alfredo, quédate con la cría y pide refuerzos!

Subieron los cuatro pisos a toda prisa mientras escuchaban fuertes golpes. Al final, una especie de estallido, como de maderas que crujen y se rompen, les hizo saber que alguien había echado abajo la puerta que daba a la azotea. Cuando llegaron acertaron a ver un bulto negro, con largas ropas de mujer, que se descolgaba hacia el edificio de al lado perdiéndose de vista.

—¡Ni un paso!

Era una voz masculina, grave. Un tipo que no había podido saltar mantenía agarrado a Eduardo y sujetaba, amenazante, un enorme cuchillo junto a su cuello. A su lado, sin saber muy bien qué hacer, estaba el enano, un tipo de enorme cabeza con un perrito de aguas en los brazos.

—Si se mueven un pelo lo degüello. ¡Quietos! —dijo el alto. Tenía una gran cicatriz en la barbilla.

Víctor y López Carrillo comenzaron a moverse lentamente.

—¡He dicho que quietos o me lo cargo como hice con su padre!

Al escuchar esto último, Eduardo, presa de la indignación y la rabia, le soltó un codazo a aquel tipo, que bajó la guardia un segundo. Sonó un disparo y su cabeza voló por los aires. Víctor, con la pistola humeante al frente y sujeta con las dos manos, suspiró de alivio. El agresor se desplomó como un peso muerto.

Mientras Ros se abrazaba al crío, el enano soltó el perrito y saltó por donde había escapado la mujer. Se escuchó un ruido sordo, un golpe, un grito y luego un impacto brutal. López Carrillo se asomó y enseguida se descolgó al edificio contiguo para perseguir al fugitivo.

Era demasiado tarde. Paco Martínez Andreu, vestido de mujer, de Elisabeth, había volado. El enano, tras calcular mal el salto, yacía estrellado contra el suelo después de haber tropezado en una cornisa.

Había errado en el salto.

—No tenías que haber entrado, hijo —dijo Víctor abrazando al chico, que apenas si podía llorar.

—Se escapaban.

—Ya, ya, pero si hemos de ser socios debes esperar siempre mis órdenes, ¿entiendes? El crío asintió.

—Quería ser útil, ayudar, ser como tú.

—Tiempo habrá, Eduardo, serás uno de los mejores, créeme; pero para ello debes cuidarte. Un policía listo sabe mantenerse vivo.

El crío asintió, tomando nota. Se abrazaron.

Una vez en la puerta del entresuelo, López Carrillo, don Alfredo y Víctor se reencontraron.

—Ha volado—dijo Juan de Dios, que volvía desde el inmueble de al lado por el portal.

—¿Y la cría? —preguntó Víctor.

—Dentro —repuso Blázquez.

Pidieron a la portera que se encargara de Eduardo y entraron en el piso. Se escuchó ruido en las escaleras: los guardias llegaban. López Carrillo subió a la azotea para echar un vistazo al cuerpo del tipo de la cicatriz en la barbilla.

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