Read El enigma de la calle Calabria Online
Authors: Jerónimo Tristante
—Ros, Víctor Ros. ¿Ha dicho «la»?
—Sí, es a la vez hombre y mujer, un ser especial. Cuando se viste con ropas hermosas es toda una dama.
—Ya, bueno, decía usted que...
—Pues lo dicho, que lo quería, y creo que a mi manera aún lo quiero. Lo conocí en el mercado de la Boquería, cuando trabajaba como cochero para una casa muy seria. Una belleza, un hombre muy guapo, siempre lo ha sido. Me volví loca por él y lo pinté mil veces. Su señorito iba tras él, lo acosaba, así que dejó el trabajo y nos vinimos a vivir juntos. Entró a servir en otra casa como externo, de mozo, pero se cansó, porque siempre fue ambicioso. Decía que aquélla no era forma decente de ganarse la vida. «Quitar mierda de los demás no es para mí», farfullaba de continuo.
—¿Sabía usted que era homosexual cuando se casaron?
—No.
—¿No lo sabía?
—No lo es. Es una persona muy ardiente... muy sensual, sus gustos no entienden de sexos, igual puede sentirse atraído por
un
hombre que por una mujer.
—Ya. ¿Y por eso se separaron?
—No. Fue a raíz de lo de la sesión de espiritismo. El es muy aficionado a lo esotérico, le gusta mucho leer libros viejos, de espíritus, brujas, esas cosas... Una noche vino muy raro, había estado en una sesión espiritista con unos amigos suyos de la ciudad. Al día siguiente, cuando volví a casa de vender unos cuadros, me lo encontré vestido de mujer, bellísima. Lo pinté. Luego hicimos el amor.
—¿Se vestía mucho de mujer?
—Al principio, no, pero luego poco a poco sí, más. Pero usted no lo entiende, no es que se vistiera como una mujer, ¡era una mujer! Me dijo que se llamaba Elisabeth.
—A ver si lo entiendo, Juana, usted me está diciendo que su marido tenía algo así como una personalidad doble.
—Podría decirse así, pero... no. Yo creo que esa mujer fue poco a poco comiéndole el terreno. Al principio fue como un juego, me pareció excitante, incluso trajo a algún hombre que otro, bebimos e hicimos locuras los tres. Pero empecé a cansarme, era como si fuera dos personas distintas; por un lado, Paco, un hombre bueno aunque con mala suerte en la vida; por otro, Elisabeth, culta, refinada, bella pero mala, muy mala.
—¿Por qué dice eso?
—Empezaba a estar cansada y un día dije que echaba de menos a mi marido. Me dio una paliza. Nos separamos y sé que empezó a prostituirse. Le iba bien, ganaba dinero. Luego volvimos a intentarlo, hasta hace dos años, que se fue. Yo lo adoraba pero, la verdad, estaba harta de cuernos, de señores poderosos que aparecían por mi casa a buscarlo. Es una furcia, señor Ros, una furcia. Yo me cansé de sus historias, las detenciones, ¡si hasta participó en una especie de secuestro! No quiero ni pensar en otras cosas que hace.
—¿Como qué?
—Está obsesionado con los libros de brujería, hace pócimas y, no crea, había idiotas que se las compraban. Gente decadente. ¿Por qué lo busca? ¿Qué ha hecho?
—Le he dicho que no lo sé. Aún. ¿Sabría localizarlo?
—No.
—¿De dónde es Paco?
—De Cádiz.
—¿Sabría contarme algo de su infancia?
—No hablaba nunca de ello. Su madre murió y su padre estaba siempre fuera, era pescador. Se vino a Cataluña muy joven, con apenas dieciséis años. Tiene un pasado duro. Sólo me habló de aquello una vez que había bebido. Me confesó que su padre había matado a su madre y que lo había visto todo siendo un niño.
—Y... cuando era Elisabeth y luego, de nuevo... volvía a ser Paco, ¿se acordaba de lo que hacía?
—Sí, claro.
—O sea que ambas personalidades codirigen su mente. —Le he dicho que mi marido no tenía doble personalidad.
—Perdone, Juana, pero por lo que usted me ha contado es así. ¿Tiene usted otra explicación?
—Se lo he dicho, esa noche, con el espiritismo, se coló un espíritu en su interior, el de esa mujer, una condesa. Es mala, muy mala. No tiene salvación. Poco a poco se fue haciendo la dueña de su mente, vino de lejos para hacerse con él.
—¿De lejos?
—Sí, a veces hablaba en húngaro.
—¿En húngaro? ¿Está usted segura? ¿Cómo lo sabe?
—El me lo dijo.
—Ya.
Quedaron en silencio. Ros pensó que aquella mujer justificaba como podía el que su matrimonio hubiera resultado un fiasco. Sintió pena por ella, aunque si lo que contaba era cierto, aquel tipo estaba realmente como una cabra.
—Yo con mis pinturas soy feliz.
Víctor se levantó y justo antes de salir añadió:
—Si vuelve a verlo o tiene noticias de él, ¿me lo hará saber?
—Descuide.
—Me gustan más sus otros cuadros, los del fondo.
—¿Ah, ésos? Los hago a granel. Se venden fácilmente y me dan de comer. Pinto más de diez a la semana, si hasta los guardo en un almacén en Sant Adrià de...
—De Besos.
—No, no, de Besós. Con el acento en la última sílaba —corrigió ella.
—Sant Adrià de Besós.
—Exacto. Si tuviera un par de aprendices me hacía de oro. La gente es muy pía en este país.
Víctor empleó el resto de la mañana en volver a la urbe, al hotel, donde había quedado con Eduardo para que le informara. Este le dijo que su pequeño ejército de confidentes se hallaba al tanto del negocio, pero que no había ni rastro del enano que siempre vestía de negro. Entonces se acercaron a la calle Petritxol, el último domicilio conocido del amante de don Gerardo. En el número 4, en el tercer piso, había residido aquel hombre que, sospechaba, había arrastrado a don Gerardo a la muerte en vida. No era mala zona aquélla, una calle céntrica, paralela a las Ramblas. Cuando llegaron al portal se encontraron con una niña que jugaba con una muñeca de trapo. Dijo ser la hija de la portera y salió a buscarla a toda prisa en cuanto Víctor se identificó como policía. La mujer estaba en el mercado de la Boquería haciendo la compra. Víctor y Eduardo se sentaron en los escalones del primer tramo, en el portal. El detective encendió un cigarro. Entonces, más para hacer tiempo que para otra cosa, dijo:
—Esta calle tiene una leyenda, ¿la conoces? —el crío puso cara de no saber de qué le hablaban, así que Víctor continuó hablando—: cuando Barcelona estaba bajo dominio de los moros, creo que por el año 800, no se podía escuchar misa en la ciudad. Sólo era posible hacerlo en una pequeña y vieja iglesia, la iglesia del Pi, y a las cinco de la mañana, antes de que saliera el sol, para no ofender a los musulmanes, porque justo cuando salía el sol comenzaban a hacer las llamadas a la oración desde los minaretes.
—¿Minaretes?
—Algo así como nuestros campanarios. Los cristianos se habían visto obligados a vivir en el Raval, de manera que para llegar a la iglesia tan temprano tenían que dar un gran rodeo. Un buen día, el capellán de dicha iglesia, un hombre mayor, fue a sacar agua del pozo y se le cayó el cubo dentro. Se descolgó con una cuerda para cogerlo y halló un cofre lleno de monedas. Supuso que lo había escondido allí alguna familia cristiana antes de la llegada de los musulmanes. Inspeccionó bien el lugar y halló varios cofres más. Se había hecho con una fortuna. Entonces se presentó delante del emir y le dijo: «Sé que vuecencia anda corto de dinero y necesito que mis líeles puedan llegar hasta mi iglesia, ¿me venderíais el suelo que va desde la muralla hasta mi iglesia?». El gobernador se rió mucho con aquella ocurrencia y le dijo que sí, siempre y cuando cubriera de oro el trayecto que había desde la Portaferrisa hasta la iglesia del Pi. Entre los muchos cofres que había hallado y las donaciones de los cristianos, el cura juntó un buen dinero. Llegó el día de la prueba y comenzaron a traer los cofres y a extender las monedas sobre el piso, pero, mala suerte, quedaron a apenas unos metros de la Portaferrisa.
—¿Y qué pasó? —preguntó Eduardo intrigado.
—Que el emir dijo que no importaba si no llegaban a la Portaferrisa, que les vendía ese trayecto y que mandaría hacer un nuevo pórtico por el que los cristianos podrían entrar a oír misa. Ese pórtico, de Petritxol, dio nombre a la calle.
—¡Vaya, menuda historia!—exclamó el crío con la boca abierta.
—Sí, me pirran las leyendas y leo mucho sobre ellas.
Víctor se quedó pensativo unos segundos y, tras dar una calada a su cigarro, dijo:
—¿Sabes, Eduardo? Esto me recuerda algo. Cuando yo era joven, mucho mayor que tú, era un delincuente. No creas, de los buenos. Nunca o casi nunca me trincaban y me las prometía muy felices. Entonces se cruzó en mi vida un sargento de policía que me ayudó: me sacó de la calle y me llevó por el buen camino. Yo conocía bien las calles de Madrid, pero él me descubrió otra ciudad, leía mucho y conocía muchas leyendas. Con él, pasear por las calles era una delicia; me relató un montón de viejas historias sobre Madrid que no conocía.
—¿Por eso te gustan tanto las leyendas?
Víctor puso cara de pensárselo y contestó:
—Por eso y porque cuando volví a Madrid investigué un caso muy difícil, una casa que incitaba a sus ocupantes a matar.
—¿De veras?
Víctor sonrió:
—Cómo pasa el tiempo —dijo—. Parece que fue ayer cuando don Armando....
—¿Murió?
—Sí, hace tiempo, y lo echo de menos, de veras.
El crío sonrió con desparpajo y dijo:
—Y ahora tú haces lo mismo conmigo.
Víctor rió a carcajada limpia y pasó la mano por el pelo al rapaz.
—Vamos fuera, esa portera no llega.
Cuando iban a salir al exterior les salió al paso la portera, malencarada, con una sola ceja y una enorme verruga en la nariz. Fea como ella sola, vestía una amplia falda, delantal y camisa de lunares y llevaba un enorme pañuelo de cuadros anudado al cuello que casi le cubría los hombros.
—Ros, policía, quisiera ver el piso donde vivió Paco Martínez Andreu.
—¿Cómo dice?
—Sí, Martínez Andreu, fue sonado, una casa de citas...
—¡Ah, sí! La Elisabeth. Pero de eso hace ya lo menos dos años. Se la llevaron presa.
—No, no, Paco.
—¿Cómo dice?
—Que era un hombre.
—Imposible. Si era guapísima. Vestía como una reina. ¿Y dice que se llamaba...?
—Paco.
—Pues me deja usted de piedra. Yo siempre la vi vestida de mujer. Una dama.
—¿Sabría usted dónde para?
—Estará en la cárcel. El piso que ocupaba ha tenido ya más de media docena de inquilinos desde entonces.
Víctor pensó que cualquier evidencia que hubiera podido quedar en el piso era ya historia, así que decidió sonsacar a aquella cotilla, porque a lo mejor averiguaba algo.
—¿La conocía usted bien?
—Nadie conoce bien a esa arpía, era una tipa rara —dijo aquella mujer apoyándose en el palo de la escoba.
—¿Podría aclararme eso? ¿De verdad tenía un prostíbulo?
—Sí, ¡y de crías muy jóvenes! Cuando entré a limpiar, cuando quedó libre el piso, no se imagina usted lo que vi... Tenía dos habitaciones muy lujosas, con alfombras, cortinas de terciopelo y sábanas de raso. No me sorprendió, la verdad, aquí venía gente muy pero que muy importante, ¡tienen vicios! Por la noche paraban carruajes bien historiados, lujosos, y bajaban señores embozados en capas de buen paño, llevaban chisteras y se cuidaban de taparse el rostro. Hasta venían damas con ellos.
—Vaya.
—Sí, gente bien, ¿sabe? De posibles —dijo frotándose el pulgar y el índice como el que habla de dinero—. Además, aquella loca era medio bruja, no se puede usted hacer una idea de lo que tuve que limpiar: tenía un altar horrible, con velas negras, una especie de estrella pintada en un círculo y un dibujo de un hombre cabra o algo así, el demonio; y había cabezas de gallo. ¡Se me pone el pelo de punta de pensarlo! Jesús, María y José! Y un cuadro de una mujer de esas antiguas. Las chicas eran pobres, las traían de los poblados de obreros. Pobres crías, se les llevaban la virtud por unos pocos dineros para sus padres, a los que Dios confunda. Una cosa es ser pobre y otra dejar que a tus hijas les hagan cosas esos ricos pervertidos.
Entonces Víctor tuvo una corazonada. Recordó que ya había reparado en que era mucha casualidad que el enano buscara chicas vírgenes y que el amante de don Gerardo hiciera de alcahuete de chicas pobres. Decidió arriesgarse:
—Se las traía un enano misterioso, claro.
La mujer se le quedó mirando.
—¿Cómo?
—Sí, un enano, siempre vestido de negro y con un perro pequeño.
—Ah, eso es otra historia... porque de misterioso, nada.
—¿Cómo?
—Sí, era su criado.
—Perdone, no la entiendo.
—Sí, el enano era su criado. Un tipo raro. Un par de locos, ¿sabe? Estaban como cabras. Una tarde oí como el enano, Higinio, le decía a Elisabeth: «¿Se le ofrece algo más, señora condesa?».
Víctor, con el corazón en un puño, miró a Eduardo de soslayo.
Tenía que pensar: aquel hombre, el amante de Borras, era un criminal consumado. Era la misma persona que prostituía niñas y cuyo criado recorría los bajos fondos para hacerse con los servicios de chicas vírgenes y pobres para prostituirlas. El mismo enano que andaba metido en algún negocio con el Tuerto, el enano que acompañaba a veces al tipo de la cicatriz en la barbilla, el del incidente, el que había despachado a Agapito Marín de una certera puñalada en el corazón.
Todo formaba parte de un plan, ese hombre era listo y entre él y sus compinches habían preparado el secuestro, pero ¿cómo habían desaparecido el dinero y los valores de la caja fuerte de Borras? ¿Estaría implicado Guzmán, su secretario?
La policía lo estaba vigilando y no había nada raro en él.
Una cosa era segura: Paco Martínez no tenía escrúpulos, era ladrón, parece que extorsionador, se creía brujo y traficaba con la virtud de chicas pobres. Y la vida de don Gerardo Borras, o mejor dicho, lo que quedaba de él, estaba en sus manos. Temió por aquel pobre hombre.
—¿Habéis visto? —dijo López Carrillo haciendo su entrada en el cuarto con varios periódicos en la mano—. Más detalles sobre don Gerardo. Han publicado lo de Icaria. ¿Cómo han podido saberlo?
—De eso hablábamos. Yo lo filtré. Envié una nota anónima a
La Vanguardia
con Eduardo. Nos conviene que piensen que vamos por ahí, que seguimos el rastro de los socialistas —contestó Ros . Pero siéntate, amigo, y toma un café.
—Pero entonces, ¿no vamos por ahí? —dijo López Carrillo.
—No, no —sentenció Víctor—. De socialistas, nada. Ésa es una pista falsa, puesta ahí a propósito.