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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (21 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—He convocado el encuentro —dijo Arturo— porque deseo que admitamos a Lancelot en los misterios. —Yo ya había adivinado el motivo, pues Ginebra me había hecho la misma petición el año anterior. En los meses siguientes, quise pensar que se olvidaría del proyecto, pero entonces, en los días previos al inicio de la guerra, volvía a la carga. Traté de desviar la cuestión.

—¿No sería mejor —propuse— que el rey Lancelot aguardara hasta que obtengamos la victoria sobre los sajones? Para entonces ya le habremos visto en la batalla.

Nadie había visto aún a Lancelot en una barrera de escudos y, en honor a la verdad, me habría sorprendido verlo luchar aquel verano, pero lo dije con la esperanza de retrasar la terrible decisión algunos meses.

Arturo hizo un gesto vago, como si mi propuesta fuera de algún modo irrelevante.

—Existen motivos —dijo sin precisar más— que aconsejan elegirlo ahora.

—¿Qué clase de motivos? —pregunté.

—La salud de su madre es precaria.

—No es razón para iniciar a un hombre en los misterios de Mitra —repliqué con una carcajada.

Arturo frunció el ceño, consciente de la fragilidad de sus argumentos.

—Es un rey, Derfel, y encabeza un ejército real en nuestra guerra. Siluria no es de su agrado y no puedo culparle. Añora a los poetas, a los arpistas y las suntuosas estancias de Ynys Trebes, pero perdió su reino porque no fui capaz de cumplir el juramento de acudir con mi ejército en ayuda de su padre. Se lo debemos, Derfel.

—Yo no, señor.

—Se lo debemos —insistió.

—Debería esperar antes de presentarse a Mitra —dije con firmeza—. Si proponéis su nombre ahora, señor, me atrevo a decir que sería rechazado.

Temía tal respuesta por mi parte, pero ni aún así cejó en su empeño.

—Eres amigo mío —dijo, sin darme lugar a replicar— y quisiera, Derfel, que mi amigo fuera tan honrado en Dumnonia como lo es en Powys —argüyó con la mirada baja, fija en el roble hendido, pero entonces alzó los ojos hacia mí—. Te necesito en Lindinis, amigo mío, y si tú sobre todos los demás apoyas el nombre de Lancelot en el templo de Mitra, su elección estará asegurada.

Sus palabras implicaban mucho más de lo que decían. De un modo sutil, confirmaban que la impulsora de la elección de Lancelot era Ginebra, y que ésta olvidaría mis ofensas si la ayudaba a satisfacer su deseo. Es decir, que si elegía a Lancelot, volvería a Dumnonia con Ceinwyn y asumiría el honor de ser el paladín de Mordred, con todas las riquezas, tierras y posición que tan elevado cargo conllevaba.

Me quedé mirando a un grupo de lanceros que descendía la empinada vertiente de la colina norte. Uno llevaba un cordero en brazos y pensé que sería otro huérfano que necesitaría ser criado por Ceinwyn. Habría que alimentarlo con una tetilla de tela empapada en leche, tarea laboriosa que en la mayor parte de los casos no surtía efecto, con la consiguiente muerte del cordero, pero Ceinwyn se empeñaba en intentarlo. Se había negado rotundamente a enterrar en mimbre a ninguno de los corderos y a permitir que fueran desollados para clavar el pellejo en un árbol y, sin embargo, el rebaño no había sufrido perjuicio alguno por la negligencia. Dejé escapar un suspiro.

—Así pues, ¿propondréis a Lancelot en Corinium? —pregunté.

—No, yo no. Lo propondrá Bors, que lo ha visto luchar.

—Entonces, esperemos que los dioses concedan a Bors un pico de oro.

Arturo sonrió.

—¿No me das respuesta ahora? —inquirió.

—No os gustaría oírla, señor.

Se encogió de hombros, me tomó del brazo y regresamos paseando.

—En verdad detesto las sociedades secretas —dijo con voz suave, y no me costó creerle, pues nunca le vi en los misterios de Mitra, aunque había sido iniciado muchos años antes—. Los cultos como el de Mitra habrían de servir para hermanar a los hombres, pero sólo traen rencillas provocadas por la envidia. No obstante, Derfel, un clavo saca otro clavo, de modo que estoy pensando en crear una nueva sociedad de guerreros. La formaré con todos los que participan en la lucha contra el sajón y será la más prestigiosa de Britania.

—Y la más numerosa, espero —añadí.

—Los de la leva quedarán excluidos —añadió, de manera que la prestigiosa sociedad quedaría restringida a los guerreros por juramento,
no
a los reclutados por el vínculo feudal—. Todos preferirán pertenecer a mi asociación antes que a cualquier secta secreta.

—¿Por qué nombre se la conocerá? —pregunté.

—No sé. ¿Guerreros de Britania? ¿Los camaradas? ¿Las lanzas de Cadarn? —Decía nombres a la ligera, pero la seriedad de su propósito era evidente.

—¿Creéis que si Lancelot perteneciera a los Guerreros de Britania —dije, eligiendo al azar uno de los nombres propuestos—, no le importaría ser excluido del culto a Mitra?

—Sería un consuelo —admitió—, pero no es eso lo que me mueve. Pienso imponer una condición a los candidatos. Para ser admitidos tendrán que renunciar para siempre a luchar entre sí y sellar tal compromiso con un juramento de sangre. —Sonrió brevemente—. Aunque los reyes de Britania se enzarcen en rencillas, los guerreros no podrán nunca combatir entre sí.

—No es exacto —dije con ánimo de provocarle—. El voto de obediencia a un rey está por encima de todos los demás, incluso de vuestro juramento de sangre.

—Al menos lo dificultaré —insistió—, porque estoy decidido a lograr la paz, Derfel. Habrá paz y tú, amigo mío, la disfrutarás a mi lado en Dumnonia.

—Así lo espero, señor.

—Nos encontraremos en Corinium —dijo,
y
me abrazó. Saludó a mis lanceros con la mano alzada y luego se volvió a mirarme—. Piensa en Lancelot, Derfel, y considera que, ciertamente, en ocasiones tenemos que ceder un poco en el orgullo en favor de la bendición de la paz.

Con esas palabras se alejó a grandes zancadas y fui a avisar a mis hombres de que la vida de campesinos había concluido. Teníamos lanzas y espadas que afilar y escudos que pintar, barnizar y amarrar. Volvíamos a la guerra.

Partimos dos días antes que Cuneglas, pues el rey esperaba la llegada de los jefes y los curtidos guerreros de las plazas fuertes de la montaña, al oeste de Powys. Me pidió que transmitiera a Arturo la promesa de que los hombres de Powys estarían en Corinium antes de una semana, me abrazó y juró por su vida que Ceinwyn estaría a salvo. La enviaría de nuevo a Caer Sws, donde una reducida guarnición de soldados protegería a su familia mientras él iba a la guerra. Al principio, Ceinwyn se mostró reacia a abandonar Cwm Isaf e instalarse en el pabellón de las mujeres, gobernado por Helledd y sus dos tías, pero yo tenía presente lo que Merlín nos había contado acerca del perro sacrificado con cuyo pellejo habían cubierto a una perra tullida en el templo que Ginebra había dedicado a Isis, y le rogué con insistencia que se refugiara aunque sólo fuera por mi tranquilidad, hasta que finalmente accedió.

Añadí seis hombres a la guardia de palacio de Cuneglas y marché hacia el sur con el resto, todos ellos guerreros de la olla mágica. Llevábamos la estrella de cinco puntas de Ceinwyn en los escudos, cada uno portaba dos lanzas, una espada y, cargados a la espalda, voluminosos fardos llenos de pan doblemente cocido, carne ahumada, queso curado y pescado en salazón. Era un placer volver a estar en camino, mal que nos viéramos obligados a pasar por el valle del Lugg, donde los muertos habían sido desenterrados por los cerdos salvajes y el valle semejaba un gran osario. Preocupado por que, a la vista de los huesos, los hombres de Cuneglas recordaran la derrota, decidí dedicar media jornada a sepultar de nuevo los cadáveres. A todos les faltaba un pie, pues, tras la batalla, no pudimos incinerarlos a todos como habríamos deseado, de forma que tuvimos que enterrar a la mayoría tomando la precaución de cercenarles un pie para evitar que las almas vagaran. Trabajamos de firme aquella media jornada, pero no conseguimos disimular la carnicería que se había producido. Abandoné el trabajo para visitar el templo romano en el que mi espada había terminado con la vida del druida Tanaburs y Nimue había extinguido el espíritu de Gundleus y allí, en el suelo aún manchado de sangre de ambos, me tumbé entre las pilas de calaveras cubiertas de telarañas y pedí regresar ileso junto a Ceinwyn.

Al día siguiente dormimos en Magnis, ciudad ajena donde las hubiera a las ollas protegidas por la niebla y a los cuentos nocturnos sobre tesoros de Britania. Estábamos en Gwent, territorio cristiano, donde todo era pura actividad bélica. Los herreros forjaban puntas de lanza, los curtidores preparaban cubiertas para escudos, vainas, cintos y botas, mientras las mujeres se afanaban en cocer panes duros y finos que tenían que durar tantas semanas de campaña. Los hombres del rey Tewdric llevaban uniformes romanos, con coraza de bronce, faldas de cuero y largas capas. Un centenar de ellos ya había partido hacia Corinium y doscientos más los seguirían, pero no a las órdenes del rey, pues Tewdric estaba enfermo, sino a las de su hijo Meurig, el Edling de Gwent. Al menos oficialmente, pues en verdad los dirigía Agrícola. El general era viejo, pero mantenía el porte erguido y su brazo, lleno de cicatrices, todavía podía blandir la espada. Tenía fama de ser más romano que los romanos y su severo semblante siempre me había inspirado cierto temor, pero aquel día de primavera, a las puertas de Magnis, me saludó de igual a igual. Asomó la cabeza de cortos cabellos grises bajo el dintel de su tienda y, entonces, en uniforme romano, se acercó a grandes zancadas y, para mi sorpresa, me saludó con un abrazo.

Pasó revista a mis treinta y cuatro lanceros, que parecían peludos y desaliñados al lado de sus bien rasurados soldados, pero dio el visto bueno a sus armas y aún más a la cantidad de comida que llevábamos.

—He pasado años predicando que de nada sirve enviar lanceros a la guerra sin un buen fardo de comida —gruñó—, y ¿qué hace Lancelot de Siluria? Mandarme un centenar con una mano delante y otra detrás. —Me invitó a su tienda y me sirvió un vino clarete de rancio sabor—. Os debo una disculpa, lord Derfel —dijo.

—No lo creo así, señor —dije. Me sentía cohibido por la intimidad que me dispensaba tan famoso guerrero, que contaba con edad suficiente como para ser mi abuelo, pero él desechó mi humildad con un gesto de la mano.

—Deberíamos haber acudido al valle del Lugg.

—Parecía un batalla perdida de antemano, señor —dije—. Nosotros no teníamos nada que perder, al contrario que vosotros.

—Pero vencisteis, ¿no es así? —replicó con un gruñido. Se volvió a recoger una laminilla de madera que una ráfaga de viento amenazaba con hacer volar de la mesa. Ésta estaba cubierta de decenas de laminillas similares con listas de hombres y raciones. La sujetó con un cuerno de tinta y volvió a mirarme—. He oído que nos reuniremos con el toro.

—En Corinium —confirmé.

Agrícola, contrariamente a su señor Tewdric, era pagano, pero no tenía tiempo para los dioses britanos, sólo para Mitra.

—Para elegir a Lancelot —dijo Agrícola con aspereza. Se detuvo a escuchar las órdenes que un hombre gritaba a las formaciones del campo, no oyó nada que le impeliera a salir de la tienda y volvió a mirarme—. ¿Qué sabéis de Lancelot?

—Suficiente —dije— como para oponerme.

—¿Ofenderíais a Arturo? —inquirió, sorprendido.

—Debo elegir entre ofender a Arturo o a Mitra —dije con amargura, e hice el gesto contra el mal—. Y Mitra es un dios.

—Arturo habló conmigo cuando pasó por aquí camino de Powys —me confió— y dijo que la elección de Lancelot fortalecería la unión de Britania. —Hizo una pausa y puso cara de desagrado—. Me insinuó que le debía mi voto en compensación por nuestra ausencia en el valle del Lugg.

Al parecer, Arturo estaba comprando votos por todos los medios posibles.

—En tal caso, dádselo, señor. Sólo es necesario uno para rechazarlo y con el mío bastará.

—Yo no miento a Mitra —se rebeló Agrícola—, y no me agrada el rey Lancelot. Estuvo aquí hace dos meses, comprando espejos.

—¡Espejos! —tuve que reírme por fuerza. Lancelot siempre había coleccionado espejos, y en el alto y espacioso palacio del mar que su padre tenía en Ynys Trebes había cubierto de espejos romanos los muros de toda una estancia. Debieron de fundirse en el fuego cuando las hordas de francos invadieron el palacio y, al parecer, Lancelot estaba reconstruyendo su colección.

—Tewdric le vendió un extraordinario espejo de electro —me contó Agrícola—, grande como un escudo, con la superficie nítida como un lago de aguas oscuras en un día de sol. Y lo pagó a buen precio. —Así debió de ser, pensé, pues los espejos de electro, una amalgama de oro y plata, no abundaban—. ¡Espejos! —exclamó en tono mordaz—. Más le valdría atender a sus obligaciones en Siluria, en vez de dedicarse a comprar espejos. —Cogió la espada y el casco rápidamente al oír un cuerno en la ciudad. Sonó dos veces y el general reconoció la señal.

—El Edling —gruñó. Fuimos afuera, bajo el sol y, efectivamente, Meurig salía cabalgando por la muralla romana de Magnis—. Acampo extramuros —me confió, mirando a la guardia de honor que formaba en dos filas— para evitar a sus sacerdotes.

El príncipe Meurig llegó acompañado por cuatro sacerdotes cristianos que se veían obligados a correr para mantenerse al paso del caballo. El príncipe era joven; ciertamente, la primera vez que lo vi todavía era un niño y no hacía mucho de eso, pero disimulaba su juventud con un talante irritable y quejumbroso. En aquel momento, era ya un joven pálido, delgado y de escasa estatura, con una rala barba morena, y notorio por su afición a los detalles más insignificantes en los pleitos de los tribunales y las reyertas eclesiásticas. Tenía fama de erudito; aseguraban que era un experto en la refutación de la herejía pelagiana, que tanto perjudicaba a la Iglesia cristiana en Britania, sabía de memoria los dieciocho capítulos de la ley tribal britana y era capaz de recitar las genealogías de diez reinos britanos remontándose veinte generaciones, así como los linajes de todos sus clanes y tribus, y eso era sólo era el principio de los vastos conocimientos de Meurig, según sus admiradores, los cuales lo tenían por joven ejemplar en cuestiones del saber y por el mejor retórico de Britania. Por contra, en mi opinión, el príncipe había heredado la gran inteligencia de su padre, pero no su sabiduría. Fue Meurig, más que ningún otro, el que persuadió al consejo de Gwent de que abandonara a Arturo ante la batalla del valle del Lugg, motivo que, por sí mismo, ya me parecía suficiente para no apreciar a Meurig, pero cuando el príncipe desmontó hinqué una rodilla en tierra como es de rigor.

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