Authors: Frederik Pohl
La frente de Sigfrid, en aquel punto, estaba perlada de gotitas de sudor. Asintió en silencio, y en aquel instante un recuerdo acudió a mi mente: el modo en que Sigfrid me miraba, ¿no era idéntico al mío cuando él me psicoanalizaba, hace ahora tantísimo tiempo?
—¿Es posible? —le pregunté.
—Sí, es una dicotomía muy seria —susurró.
Y ahí me quedé atascado.
El hielo se había roto y yo estaba con el agua hasta las rodillas. No me hundía todavía, pero estaba allí atascado; no sabía cómo seguir adelante.
Mi concentración se rompió. Miré a mi alrededor en busca de ayuda, con la sensación de estar muy viejo y muy cansado... y también muy mal. Había estado tan envuelto en el problema técnico de psicoanalizar a mi psicoanalista, que me había olvidado del dolor de mis vísceras y del adormecimiento de mis brazos; pero en aquel momento los sentí otra vez. La cosa no funcionaba. No sabía lo suficiente. Estaba seguro de haber dejado al descubierto el problema que había producido el conflicto de Albert... ¡Y no había conseguido ningún resultado!
No sé cuánto tiempo hubiera seguido sentado como un tonto si no llegan a echarme una mano. Dos personas a la vez.
—Sigue —me susurró Essie con urgencia al oído, y al mismo tiempo Janie Yee-xing, haciendo un esfuerzo, preguntó:
—¿Pero no tendría que haber habido un incidente desencadenante?
La cara de Sigfrid empalideció. Le había dado de lleno. Un buen golpe.
—¿Cuál ha sido ese incidente, Sigfrid? —le pregunté. No hubo respuesta—. Venga, Sigfrid, mi vieja computadora psicoanalista, escúpelo. ¿Qué fue lo que causó el conflicto de Albert?
Me miraba directamente a los ojos, y sin embargo me resultaba imposible descifrar su expresión, porque su rostro se había desdibujado. Era como cuando hay una imagen en la pantalla y por dentro los circuitos empiezan a quemarse con lo que la imagen empieza a desvanecerse.
¿A desvanecerse o a huir?
—¡Sigfrid! —grité—. ¡Por favor! ¡Dinos qué es lo que hizo huir a Albert! ¡Y si no puedes, al menos haz que vuelva para que nos lo explique él mismo!
Las interferencias aumentaron. Ya ni siquiera estaba seguro de que me estuviese mirando.
—¡Dinoslo! —le ordené, y desde la nube borrosa de la proyección holográfica me llegó una respuesta:
—El kugelblitz.
—¿El qué? ¿Qué es un kugelblitz? —Miré a mi alrededor con frustración—. Maldita sea, que venga él y que nos lo explique en persona.
—Aquí está —me susurró Essie al oído.
La imagen volvió a hacerse nítida, pero no se trataba ya de Sigfrid. El elegante rostro de Freud se había suavizado y ampliado hasta convertirse en el rostro afable y bonachón de director de orquesta alemán, y el cabello blanco coronaba los ojos del mejor de mis amigos.
—Aquí estoy, Robín —dijo Albert Einstein avergonzado—. Te agradezco tu ayuda. Pero no estoy seguro de que vayas a devolverme las gracias.
En eso, Albert llevaba razón. No se las devolví.
Al mismo tiempo, se equivocaba al respecto, o tenía razón, pero por dos distintos motivos, ya que la razón por la que no le devolví las gracias no fue únicamente porque lo que dijo a continuación fuera tan espantoso, tan aterradoramente incomprensible, sino porque, además, cuando terminó no me hallaba en condiciones de hacerlo.
Mi situación no era mucho mejor cuando empezó, porque el bajón que sufrí al reaparecer él no me dejó ya recuperarme. Me había quedado seco. Exhausto. Me dije a mí mismo que era perfectamente comprensible que estuviese exhausto, porque sabe Dios que toda aquella tensión había sido de lo peor con lo que había tenido que enfrentarse, pero me sentía peor que simplemente exhausto. Me sentía acabado. No era sólo mi estómago, mis brazos o mi cabeza; era como si me estuviera quedando sin baterías, y me fue necesario hacer acopio de toda la concentración que fui capaz de reunir para prestar atención a lo que decía.
—Ni había huido ni sufría evasión ni bloqueos, como tú has dicho —dijo, dándole vueltas a la pipa apagada entre sus dedos. No se molestaba en aparentar buen humor. Llevaba una camiseta y pantalones cortos, pero calzaba zapatos con los cordones atados—. Es cierto que la dicotomía existía, y que me hacía vulnerable... espero que se dé cuenta, señora Broadhead, una falla en mi programación; estaba desorientado. Aunque, como usted me hizo homeostático, había otra urgencia; reparar la disfunción.
Essie asintió dolida.
—Homeostasis, de acuerdo, pero para autorrepararte era necesario un autoanálisis, Albert. ¡Hubieras debido consultarme!
—Opino que no, señora Broadhead —dijo—. Con todos mis respetos, la disfunción estaba en áreas en las que yo estoy mejor equipado que usted.
—¡Cosmología, ya!
Me esforcé por hablar; no me resultaba fácil, porque el letargo era considerable.
—Albert, ¿te importaría limitarte a decir qué es lo que hiciste?
—Lo que hice es fácil, Robín —dijo lentamente—, traté de resolver esos problemas. Sé que resultan más importantes para mí de lo que resultan para vosotros; vosotros podéis vivir felices sin plantearos problemas cosmológicos, pero yo no. Dediqué más y más de mis capacidades a estudiar. Como tal vez ignoráis, introduje gran cantidad de molinetes de oración Heechees en los bancos de datos de la nave, algunos de los cuales no habían sido analizados totalmente con anterioridad. Era una tarea muy difícil, y al mismo tiempo me dedicaba a hacer observaciones por mi cuenta.
—¡Limítate a lo que hiciste. —le rogué.
—Pero es que esto es lo que hice. En los molinetes Heechees encontré muchas referencias a lo que llamamos pérdida de masa. Lo recuerdas, ¿no? Es esa cantidad de masa que tendría que tener el universo para explicar ciertos comportamientos gravitacionales que manifiesta, pero que ningún astrónomo ha sido capaz de hallar...
—¡Lo recuerdo!
—Sí. Bueno, pues tal vez yo haya dado con ella. —Se arrellanó en su sillón—. No obstante, con ello no resolví mi problema. Más bien lo empeoré. Si no habéis sido capaces de resolverlo gracias al ingenioso truquito de convocar a mi programa psicoanalítico auxiliar, tal vez siga aún desvariando.
—¿Que has encontrado qué? —grité. El flujo de adrenalina casi consiguió, pero no, hacerme olvidar el dolor con el que mi organismo trataba de avisarme sobre mi estado.
Movió su mano en dirección a la pantalla, y vi que había algo.
Lo que vi en aquella primera ojeada no tenía sentido. Y cuando le eché una segunda mirada, más atenta, lo que me dejó helado y boquiabierto no fue lo que de veras importaba.
La pantalla prácticamente no mostraba nada. En uno de los ángulos se veía un remolino de luz, una galaxia, claro está; pensé que parecía la M—31 de Andrómeda, más que cualquier otra, aunque no soy un experto en galaxias. Sobre todo cuando las veo sin las salpicaduras de las estrellas, y no había ninguna salpicadura allí.
Había algo que se parecía a estrellas. Aquí y allí, pequeños puntos de luz. Pero no eran estrellas, porque se encendían y apagaban como las bombillas de un árbol de navidad. Imagínense a unas dos docenas de luciérnagas en una noche fría, de manera que apenas dejan ver su reclamo, y a demasiada distancia para verlas con claridad. Ese era el aspecto que ofrecía aquello. Lo más sospechoso del conjunto, y aun así, no era demasiado conspicuo, era algo que se parecía al enorme agujero negro no rotante en cuyo interior yo había perdido a Klara, pero no era ni tan grande ni tan amenazador. Todo aquello era muy raro, pero no fue eso lo que me dejó sin habla. Oí lo que los demás decían.
—Es... ¡es una nave! —dijo Dolly con nerviosismo. Y eso es lo que era.
Así lo dijo Albert. Se volvió, con expresión grave.
—Es una nave, sí, señora Walthers —dijo—. De hecho, se trata de la nave Heechee que habíamos visto, estoy casi seguro. Me he estado preguntando si sería posible establecer comunicación con ella.
—¡Comunicación! ¡Con los Heechees! ¡Albert —le grité—, ya sé que estás loco, pero, ¿te das cuenta de lo peligroso que es eso?
—Si hablamos de miedo, te diré que me preocupa mucho más el kugelblitz —dijo sombríamente.
—¿El kugelblitz? —perdí los estribos completamente—. Albert, pedazo de imbécil, ni sé lo que es eso ni me importa un pimiento. Lo único que me importa es que has sido tan mal nacido que has estado a punto de matarnos y...
Me callé, porque Essie me tapó la boca con la mano.
—¡Cállate, Robín! ¿Es que quieres que desaparezca otra vez? —Añadió con más calma—: Bueno, Albert, explícanos por favor qué es un kugelblitz. Se parece a un agujero negro, ¿no?
Él se pasó una mano por la frente.
—El objeto central, quiere decir. Sí, bien, es un tipo de agujero negro. Pero no hay un agujero negro ahí; hay muchos. No he podido contar cuántos, ya que no es posible detectarlos a menos que haya una absorción de materia que les obligue a producir radiación, y no es que haya demasiada materia aquí entre galaxias...
¡¿Entre galaxias?!. —gritó Walthers, pero se calló al recibir la mirada de Essie.
—Por favor, Albert, continúa —le animó.
—No sé cuántos agujeros negros están presentes. Más de diez. Probablemente, más de diez al cuadrado, en total. —Me miró como pidiéndome disculpas—. Robín, ¿te das cuenta de lo extraño que es eso? ¿Cómo puede uno explicarlo?
Le había explicado a Robín miles de veces lo que era un kugelblitz: un agujero negro causado por la condensación de una enorme cantidad de energía en lugar de materia. Pero como nadie había visto jamás ninguno, no me prestó atención. También le había hablado del estado general del espacio intergaláctico: mínimas cantidades de materia o energía en estado libre, con excepción de escasos flujos de fotones procedentes de galaxias lejanas y, claro está, la radiación universal 3.7K. Eso es lo que convierte al espacio intergaláctico en el lugar ideal para poner un kugelblitz si no quieres que le caigan cosas adentro. |
—No sé cómo explicarlo. Ni siquiera sé qué demonios es un kugelblitz.
—Por amor de Dios, Robin —dijo con exasperación— lo hemos discutido un montón de veces con anterioridad. Un agujero, negro se produce por el agrupamiento de una enorme cantidad de materia en una densidad formidable. John Wheeler fue el primero en postular la existencia de otro tipo de agujero negro, de un tipo que no contiene materia sino energía... tanta energía, tan densamente concentrada, que su propia masa absorbe la materia circundante. ¡Eso es un kugelblitz!
Suspiró y añadió, acto seguido:
—Tengo dos hipótesis. La primera es que toda esa construcción es un artefacto. El kugelblitz está rodeado de agujeros negros; creo que con el fin de atraer toda materia libre (de la que no hay mucha por aquí en primer lugar) para evitar así que la absorba el propio kugelblitz. La segunda teoría es que creo que estamos contemplando la masa perdida...
Salté.
—¡Albert —grité—, ¿sabes lo que estás diciendo?! ¿Intentas decir que eso es obra de alguien? ¿Intentas decir...? —Pero no pude acabar la segunda frase.
No pude acabar la frase porque me resultó imposible. En parte, la razón fue que había demasiados conceptos aterrorizadores en mi cabeza; ya que, si alguien había construido el kugelblitz, y el kugelblitz era parte de la masa que faltaba en el universo, entonces la conclusión lógica es que alguien estaba jugando con las leyes del universo, intentando invertir el movimiento de expansión de éste, por motivos que (entonces) se me escapaban.
La segunda razón por la que no pude acabar de hablar fue que me caí.
Y me caí porque, por no sé qué causa, mis piernas se negaron a sostenerme. Sentía un insoportable dolor en la cabeza, justo encima del oído. Todo se tornó gris e indistinto.
Oí la voz de Albert gritar:
—¡Oh, Robín, no le he prestado atención a tu estado de salud!
—¿Mi qué? —pregunté, o intenté preguntarlo.
La frase no salió muy clara. Mis labios parecían negarse a formar correctamente las palabras, y de pronto sentí una gran somnolencia. Esta primera explosión de dolor había hecho acto de presencia y había desaparecido, pero había un distante estado de alerta en previsión de nuevos dolores. Oh, sí, nuevos dolores, más fuertes y acercándose a pasos agigantados.
Dicen que hay un mecanismo de memoria selectiva respecto del dolor. Uno no recuerda esa experiencia carnal sino en forma de un vago recuerdo de haberlo pasado condenadamente mal; de no ser por esto, dicen, ninguna mujer querría tener más de un hijo. Eso debe de ser cierto para la mayoría de la gente, supongo, y lo fue para mí durante muchos años. Pero ya no lo es.
Ahora lo recuerdo perfectamente, y no sin ciertas dosis de afectuoso humor. Lo que acababa de ocurrir en mi cabeza produjo su propia anestesia, y lo que experimentaba era poco claro. Pero recuerdo aquella falta de claridad de manera sí muy clara. Recuerdo las voces llenas de miedo, y que me arrastraron a un sofá; recuerdo largos diálogos y las agujas que Albert me clavaba para suministrarme los medicamentos y para tomarme muestras. Y recuerdo el sollozo de Essie.
Acunaba mi cabeza en su regazo. A pesar de que le hablaba a Albert, y casi todo lo decía en ruso, mencionó mi nombre suficientes veces como para que me diese cuenta de que estaba hablando de mí, e intenté alargar la mano para acariciarle la mejilla.
—Me muero —le dije, o intenté decírselo.
Me entendió. Se inclinó sobre mí, pasándome su larga cabellera por la cara.
—Mi querido Robín —dijo a media voz—, sí, es verdad, te estás muriendo, tu cuerpo se muere; pero eso no significa tu fin.
Durante las décadas que habíamos pasado juntos hablamos alguna vez de religión. Conocía sus creencias. Conocía incluso las mías. «Essie —quise decirle—, nunca me has mentido, así que no es necesario que lo hagas ahora para aliviar mi muerte.» Eso es lo que quise decirle. Y esto es lo que dije:
—Sí, sí.
Algunas lágrimas cayeron sobre mi rostro mientras me mecía y susurraba:
—No, de veras que no, Robin, mi amor; queda una oportunidad, una oportunidad muy buena...
Tuve que hacer un esfuerzo tremendo:
—No... hay... otra... vida —dije, con fuerza, espaciando las palabras tanto como me fue posible. Quizá no resultara claro, pero ella me entendió.
Se inclinó hacia delante y me besó la frente. Sentí sus labios moverse contra mi piel mientras murmuraba:
—Sí, ahora sí hay una nueva vida.