Authors: Frederik Pohl
Se puso de pie detrás de su escritorio; quiero decir, su imagen holográfica carente de existencia física se alzó por detrás de su asimismo inexistente escritorio. Me veía obligado a recordar ese detalle constantemente. Tomó el borrador y empezó a borrar los trazos de tiza y después se quedó meditando. Mirando a Essie en son de disculpa, apretó un botón del escritorio y dejó de borrar. La pizarra se desvaneció. En su lugar apareció la familiar superficie granulosa y gris de la pantalla de navegación Heechee. Entonces apretó otro botón y el granulado gris desapareció, siendo reemplazado esta vez por una carta de navegación astral. También ésta parecía real; lo único que se necesitaba para convertir una pantalla de navegación Heechee en una simple pantalla multiuso era un sencillo mecanismo que se conectaba a sus circuitos (aunque un millar de exploradores había muerto sin apercibirse de ello).
—Lo que veis —dijo muy cordial— es el lugar en el que el capitán Walthers localizó el velero y, como podéis ver, ahí no hay nada.
Walthers había permanecido sentado delante del hogar de imitación tan lejos de Dolly como de Janie, y cada una de ellas estaba tan lejos de la otra como le resultaba posible, sentada las dos tan tranquilas como Walthers mismo. Pero en ese momento Walthers explotó, sublevado:
—¡Imposible! ¡El registro era muy preciso! ¡Disponéis de los datos!
—Por supuesto que era preciso —repuso Albert conciliador—, pero cuando llegó allí la nave de exploración, el velen había desaparecido ya.
—¡Pues no puede haberse ido muy lejos si su único carburante es la radiación estelar!
—No, no puede estar muy lejos, pero el caso es que ya no estaba allí. Sin embargo —prosiguió Albert sonriendo alegre mente—, yo ya había previsto semejante contingencia. Si le recuerdan, mi reputación (en mi anterior vida, quiero decir descansaba sobre la asunción de que la velocidad de la luz es una constante fundamental, aspecto —dijo mientras parpadeaba displicentemente en torno suyo— que hemos aprendido de los Heechees en cierto sentido. En fin, la velocidad es constan te, casi trescientos mil kilómetros por segundo. Razón por la cual di instrucciones a la nave de exploración de desplazarse a una velocidad de trescientos kilómetros por segundo por cada segundo pasado desde el avistamiento, en caso de que no encontrara el velero en el lugar previsto.
—Bendito programa ególatra —le dijo Essie cariñosamente—. Qué piloto tan experimentado has debido de alquilar para la nave, ¿eh?
Albert carraspeó.
—Bien, es una nave un tanto especial —se excusó—, ya que preví ciertas necesidades. Me temo que el coste va a ser muy elevado. No obstante, cuando la nave hubo cubierto la distancia adecuada, esto es lo que vio.
Y movió una mano y la pantalla mostró el entramado de alas múltiples. No se veía con nitidez, pues se estaba replegando y contrayendo ante nuestros propios ojos. Albert aceleró las imágenes, siempre desde la perspectiva de la nave de exploración, y vimos como las grandes alas se encogían... y desaparecían.
Bien, lo que vimos acaban de leerlo. Lo que les concede una ventaja sobre nosotros es que ustedes saben qué era lo que vimos. Allí estábamos los cinco: Walthers, su harén, Essie y yo.
Habíamos abandonado el enigmático mundo de los hombres para ir en pos de un enigmático misterio, y allí estábamos, ¡contemplando cómo algo se comía al objeto que estábamos viendo! Así pareció a nuestros desconcertados y poco preparados ojos. Nos quedamos sentados, congelados, mirando las alas plegadas y la enorme esfera azul brillante que había surgido de la nada para tragárselas.
Me di cuenta de que alguien se estaba carcajeando sofocadamente, y me quedé petrificado por segunda vez al ver de quién se trataba.
Era Albert, sentado ahora en el borde de su mesa y secándose una lágrima de regocijo.
—Os pido mil perdones —dijo—, pero es que si os pudierais ver las caras...
—Maldito programa ególatra —murmuró Essie apretando los dientes, sin un ápice de cariño en sus palabras—. Corta inmediatamente tu risa de mierda.
Albert miró a mi mujer. No pude descifrar enteramente su expresión: la mirada era a la vez cariñosa, y condescendiente, y otras muchísimas cosas que no pude asociar a una imagen computerizada, ni siquiera con la de Albert. Pero era también una mirada incómoda.
—Mi querida señora Broadhead —le dijo—, si no deseaba que tuviera sentido del humor, hubiera debido programarme sin él. Si la he molestado, lo siento.
—¡Cíñete a las instrucciones! —ladró Essie, desconcertada.
—Está bien. Lo que acabáis de ver —explicó, desviando decididamente su mirada de Essie para seguir ilustrando al grupo— es lo que yo considero el primer ejemplo de una operación realizada por tripulantes Heechees en tiempo real. O sea, que el velero ha sido raptado. Notad esta nave más pequeña. —Movió una mano con indolencia y la imagen se debilitó y parpadeó, ampliando la escena. La ampliación superaba las posibilidades reales de los objetivos de la nave de exploración, razón por la cual la silueta de la esfera se tornó granulosa y difusa.
Pero había algo detrás.
Había algo detrás de la esfera que iba eclipsándose lentamente. Justo en el instante en que iba a desaparecer, Albert congeló la imagen, y nos encontramos contemplando un objeto de pequeño tamaño, mal enfocado, difuminado y con forma de pez.
—Una nave Heechee —dijo Albert—. Al menos, ésa es la única explicación que le encuentro.
Janie Yee-xing produjo un sonido de sofoco:
—¿Estás seguro?
—No, por descontado que no —dijo Albert—. De momento no es más que una teoría. Uno nunca le da el «sí» a una teoría, señorita Yee-xing, ya que seguramente tarde o temprano aparecerá una mejor que la que ha parecido buena hasta el momento, y habrá que darle un «no». Por eso a las teorías sólo se les concede un «tal vez». Pero mi teoría sostiene que los Heechees han decidido raptar el velero.
¡Ahí era nada! ¡Heechees! De verdad, de lo que daba fe el sistema de actualización de datos más inteligente jamás construido. Me había pasado dos tercios de siglo buscando a los Heechees, de un modo u otro, desesperado por dar con ellos y muerto de miedo ante la posibilidad de encontrármelos. Y cuando sucedió, lo que más reclamó mi atención no fueron los Heechees sino el sistema de actualización de datos. Le dije:
—Albert, ¿por qué te estás comportando de manera tan cómica?
Él me miró respetuosamente, dándose golpecitos en los dientes con la boquilla de su pipa.
—¿Cómico en qué sentido, Robín? —me preguntó.
—¡Maldita sea, venga ya! ¡Tu manera de comportarte! ¿Es que...? —dudé, tratando de decirlo de manera suave—. ¿Es que no te das cuenta de que eres un programa computerizado?
Me sonrió tristemente.
—No necesito que se me recuerde eso, Robin. No soy real, ¿no es eso? Y sin embargo, la realidad en la que estás inmerso no me interesa en lo más mínimo.
—¡Albert! —grité, pero él levantó una mano para hacerme callar.
—Deja que te diga esto —siguió—: Para mí, la realidad es, lo sé, un determinado y elevado número de conexiones de procesado paralelo en conformación heurística. Si lo analizas, no es más que una especie de truco llevado a cabo ante el público. Pero, ¿y en tu caso, Robin? ¿Es la realidad muy distinta para una inteligencia orgánica? ¿O no es más que cierto número de transacciones químicas que tienen lugar en un órgano amorfo de un kilo de peso que carece de vista, de oído y de órganos sexuales? Todo lo que sabe, lo sabe de oídas, porque previamente algún sistema de percepción le ha facilitado la información. Cada una de las sensaciones que experimenta le ha llegado a través de la red nerviosa. ¿Somos de verdad tan diferentes, Robin?
—¡Albert!
Negó con la cabeza.
—Sí, ya sé —dijo con amargura—. En mi caso, el truco no puede embaucarte porque conoces al prestidigitador; está entre nosotros. ¿Pero acaso no te engaña tu propio truco? ¿Es que no me merezco la misma estima y la misma tolerancia? Yo era un hombre bastante importante, Robin. ¡Mucha gente de relieve me tenía en gran aprecio! Reyes. Reinas. Grandes científicos. Todos ellos magníficas personas. Cuando cumplí los setenta años, me dieron una fiesta de cumpleaños; Robertson y Wigner, Kurt Goedel, Rabí, Oppenheimer... —Se secó una lágrima.
Y hasta ahí estaba Essie dispuesta a dejarle desbarrar.
Se puso en pie.
—Mis queridos amigos y esposo, está claro que se trata de serias disfunciones. Os pido que me disculpéis. Debo efectuar un exhaustivo examen de sus circuitos. Me disculpáis, ¿no es cierto?
—No es culpa tuya, Essie —dije tan amablemente como me fue posible, pero ella se lo tomó a mal. Me miró como no me había vuelto a mirar desde que habíamos empezado a vernos, cuando yo le explicaba las bromas que solía gastarle a mi programa psicoanalítico, Sigfrid von Shrink.
—Robin —dijo fríamente—, aquí se está hablando demasiado de culpas y culpabilidades. Lo discutiremos más tarde. Amigos, tengo que retirarme a mi cuarto de trabajo durante algún tiempo. ¡Albert! ¡Preséntate allí de inmediato!
Una de las servidumbres de ser rico y famoso estriba en el hecho de que mucha gente te hace el honor de invitarte con la esperanza de ser invitados por ti más tarde. No se cuenta entre mis virtudes la de ser un buen anfitrión. A Essie, por el contrario, le encanta, por lo que a lo largo de los años hemos encontrado una buena manera de atender satisfactoriamente a nuestros invitados. Yo me dejo ver mientras estoy a gusto, lo que puede variar entre varias horas o cinco minutos. Entonces desaparezco en mi estudio y le dejo la tarea a Essie. Disfruto particularmente haciéndolo cuando el ambiente entre los invitados es especialmente tenso. Y funciona muy bien... sobre todo para mí.
Pero en ciertas ocasiones la cosa deja de funcionar y es entonces cuando me toca a mí hacer de anfitrión. Ésta era una de esas ocasiones. No podía pasárselos a Essie, porque Essie estaba ocupada. Tampoco quería dejarlos solos porque ya lo habíamos hecho durante demasiado rato. Así que allí estaba yo, tratando de recordar cómo parecer ocurrente ya que no me quedaba otra opción.
—¿Os apetece beber algo? —pregunté encantador—. ¿Queréis comer alguna cosa? Hay algunos programas interesantes para ver, si es que Essie no ha acabado con todos para poder vérselas con Albert...
Janie Yee-xing me interrumpió.
—¿Adonde vamos, señor Broadhead?
—Bien —dije, sonriendo jovial, tal como se esperaría de un buen anfitrión, tratando de conseguir que los invitados se sintieran cómodos, aun en el caso de que te hayan hecho una buena pregunta que no sabes cómo contestar porque has tenido en mente demasiadas otras cosas mucho más urgentes como para pararte a pensar en ello—. Supongo que la pregunta es, más bien, ¿adonde queréis ir? Quiero decir que no parece tener demasiado objeto salir en pos del velero.
—No —admitió Janie Yee-xing.
—En ese caso me temo que es cosa vuestra. Supuse que lo que no queríais era seguir entre rejas —y así les recordé que les había hecho un favor, a fin de cuentas.
—No —volvió a asentir Janie Yee-xing.
—¿Volvemos a la Tierra, pues? Podríamos dejaros en cualquiera de los puntos de enlace. O en Pórtico, si lo preferís. O, qué sé yo, tú eres de Venus, ¿verdad, Audee? ¿Quieres regresar allí?
Esta vez le llegó a Walthers el turno de decir «No». No añadió nada más. Yo pensé que era muy poco considerado por parte de mis invitados no ofrecerme más que negativas cuando yo estaba tratando de serles hospitalario.
Dolly Walthers me sacó del apuro. Levantó su mano derecha, en la que llevaba puesto uno de sus muñecos, el que se suponía que representaba a un Heechee.
—El problema, señor Broadhead —dijo con una voz susurrante y edulcorada, sin despegar los labios—, es que ninguno de nosotros tiene adonde ir.
Puesto que aquello era obviamente cierto, nadie sintió la necesidad de añadir nada al respecto. Entonces Audee se levantó.
—Me tomaré ahora esa copa, Broadhead —masculló—. ¿Dolly? ¿Janie?
Obviamente, era la mejor idea que había tenido alguien desde hacía un buen rato. Todos aceptamos, como invitados que llegan demasiado pronto a una fiesta y encuentran algo con que entretenerse para no mostrar tan a las claras que no están haciendo nada.
Había muchas cosas que hacer, ciertamente, pero la más candente en mi cabeza no era la de seguir mostrándome cordial a mis acompañantes. Lo más importante para mí en aquellos instantes no era ni tan siquiera el tratar de asimilar el que tal vez hubiéramos visto una nave Heechee de verdad tripulada por Heechees de verdad. Eran mis vísceras lo que ocupaba mis pensamientos. Los doctores habían dicho que podía llevar una vida normal. Pero no habían dicho nada al respecto de una anormal como estaba resultando aquélla, y yo sentía el peso de mis años y mi fragilidad. Me alegró poder tomarme mi ginebra con soda sentado cerca del hogar ficticio de llamas ficticias, y me puse a esperar que alguien recogiera el guante.
Ese alguien resultó ser Audee Walthers.
—Broadhead, le estoy muy reconocido por habernos sacado de chirona, y sé que tiene cosas que hacer. Creo que lo mejor para usted es dejarnos a los tres en el lugar que le venga más a mano y solucionar sus propios asuntos.
—Bien, pero hay muchos sitios, Audee. ¿No hay ninguno que prefiráis?
—Lo que preferiría —me contestó—, lo que creo que todos preferiríamos, es una oportunidad para poder averiguar cada cual por su cuenta qué es lo que queremos hacer. Supongo que habrá notado que hay ciertos problemas personales entre nosotros que necesitan solucionarse. —No es ésta una afirmación a la que a uno le guste asentir, y como tampoco podía negarla, me limité a reír—. Así es que lo que necesitamos es salir de aquí y estar solos para poder hablar de ello.
—Ah —dije—, entonces es que no os dejamos tiempo suficiente cuando Essie y yo nos retiramos a nuestro camarote, ya veo.
—Ustedes sí. Fue su amigo Albert el que no nos dejó en paz.
—¿Albert? —No se me había pasado por la imaginación que él mismo fuera capaz de presentarse a los huéspedes, sobre todo si nadie le había invitado a hacerlo.
—Ni un minuto, Broadhead —dijo Walthers con amargura—. Estaba sentado justo donde está usted ahora. No hizo otra cosa que hacerle preguntas a Dolly.
Sacudí la cabeza con desesperación y alargué mi vaso para que me lo llenaran otra vez. Probablemente, no era una buena idea, pero no se me ocurría ni una sola idea que me pareciera buena. Cuando, en mi juventud, mi madre agonizaba —porque no teníamos bastante dinero para procurarnos medicamentos a ambos y, culpa, culpa, culpa, decidió que los cuidados médicos fueran para mí— llegó un momento en que dejó de reconocerme, de recordar mi nombre, y empezó a hablarme como si yo fuera su jefe, o el casero o alguno de los muchachos con los que había salido antes de conocer a mi padre. Algo terrible. Era peor verla en aquel estado que hacerse a la idea de que se estaba muriendo: era una sólida figura que se desmoronaba delante de mí.