Authors: Frederik Pohl
De la misma manera que se desmoronaba Albert.
—¿Qué clase de preguntas hacía? —pregunté mirando a Dolly.
—Oh, acerca de Wan —dijo jugueteando con uno de los muñecos pero hablando con su propia voz, aunque sin despegar los labios prácticamente—. Me preguntó adonde se dirigía, qué hacía. Sobre todo quería que le mostrara en las cartas de navegación los objetos por los que Wan se interesaba.
—Enséñamelos —le dije.
—No sé hacer funcionar la cosa esa —dijo de mal humor, pero antes de que terminara de hablar, Janie Yee-xing se había levantado e instalado frente a los controles. Palpó el teclado de la pantalla, frunció el entrecejo, tecleó una combinación e hizo un mohín y se volvió hacia nosotros.
—Su esposa debe de haberlo bloqueado al sacar al piloto del circuito —dijo.
—De todas maneras —dijo Dolly—, se trataba de agujeros negros, de todas clases.
—Creí que no había más que una clase —dije, y ella se encogió de hombros. Estábamos todos apiñados alrededor del asiento del piloto, mirando la pantalla de navegación que no mostraba otra cosa más que estrellas.
Y desde detrás nos llegó la voz de Albert, que dijo fríamente:
—Lo siento si te he molestado, Robín.
Nos volvimos todos a la vez como las figuras de esos relojes mecánicos que hay en los campanarios alemanes. Estaba sentado en el borde del asiento que yo acababa de dejar vacante, estudiándonos. Tenía un aspecto distinto. Más joven. Menos seguro en sí mismo. Tenía un cigarro puro entre los dedos —un cigarro puro, no su pipa— y su expresión era sombría.
—Creí que Essie estaba trabajando en ti —le dije, estoy seguro que con irritación.
—Ya ha acabado, Robin. Es más, viene hacia acá en estos instantes. Creo que puedo decir con satisfacción que no ha encontrado nada que estuviera mal, ¿no es así, señora Broadhead?
Essie llegó hasta la puerta y se detuvo. Tenía los puños apoyados en las caderas, y la vista fija en Albert. Ni tan siquiera me miraba.
—Es cierto, programa —declaró tristemente—. No he encontrado ningún error en tu programación.
—Me alegra oír eso, señora Broadhead.
—¡Pues no te alegres tanto! El caso es que eres un programa en mal estado. Así que, dime, programa inteligente sin errores de programación, ¿qué va a pasar ahora?
El holograma se pasó la punta de la lengua por los labios, nervioso.
—Bueno —dijo vacilante—, supongo que querrá echarle un vistazo al hardware.
—Precisamente —dijo Essie mientras se disponía a sacar la cinta de su receptáculo.
Juraría que vi pasar una sombra de pánico por el rostro de Albert; la suya fue la mirada de un anciano al que anestesian antes de someterlo a una operación grave. A continuación, desapareció junto con el resto de Albert.
—Seguid hablando —ordenó Essie acercándose una lupa al ojo y empezando a examinar la superficie del rollo de la cinta.
Pero hablar, ¿de qué? La miramos mientras seguía escrutando cada una de las estrías del rollo. La seguimos con la mirada cuando, con el ceño fruncido, se llevó la cinta a su cuarto de trabajo y la observamos en silencio mientras la tocaba con calibradores y sondas, introducía el rollo en un receptáculo de prueba, apretaba botones, giraba los nonios y leía los resultados. Yo la contemplaba acariciándome el estómago, que había empezado a producirme molestias de nuevo, y Audee me susurró:
—¿Qué es lo que está buscando?
Pero yo no lo sabía. Una muesca, un arañazo, corrosión, cualquier cosa; y fuera lo que fuera, no daba con ello.
Se puso en pie con un suspiro.
—Aquí no hay nada —anunció.
—Buena cosa —dije yo.
—Sí, buena cosa —admitió— porque si se tratara de algo grave no podría arreglarlo aquí. Pero también es mala cosa, Robín, porque lo que está claro es que ese jodido programa está completamente jodido. Esto ha sido una auténtica lección de humildad.
Dolly terció:
—¿Está usted segura de que está cascado, señora Broadhead? Mientras estuvieron ustedes en la otra habitación, parecía bastante coherente. Quizás un poco raro.
—¿Un poco raro? Dolly, querida, cada vez que lo he puesto a prueba, ¿sabes de qué me hablaba? De la Hipótesis de Mach. De la pérdida de masa. De agujeros negros más negros de lo normal. Hubiera hecho falta un auténtico Albert Einstein para... Pero, cómo... ¿es que estuvo hablando con vosotros?
Y después de haber oído la confirmación de boca de los otros, se sentó con los labios apretados, meditando un buen rato. Luego, sacudiendo la cabeza, dijo con desánimo:
—Demonios, es inútil seguir conjeturando cuál es el problema; si hay alguien que sepa qué es lo que le pasa a Albert, ése es el propio Albert.
—¿Y si Albert no quiere decírtelo? —le pregunté.
—Ése no es el problema —me contestó, volviendo a conectar la cinta—. El problema es: ¿Y si no puede?
Albert parecía estar en perfectas condiciones, o casi en perfectas condiciones. Estaba sentado en su sillón favorito jugueteando con su cigarro. Daba la casualidad de que aquél era también mi sillón favorito, pero en aquel momento no estaba dispuesto a discutirlo con él.
—Bueno, Albert —le dijo Essie con voz amable pero firme—, sabes que tu funcionamiento no es correcto, ¿verdad?
—Sí, creo que me estoy comportando de manera un tanto aberrante —dijo él en son de disculpa.
—¡Aberrante del todo, me temo! Bien, Albert, esto es lo que vamos a hacer. En primer lugar, te voy a formular unas cuantas preguntas meramente factuales, nada de motivaciones, nada de cuestiones técnicas complejas, sólo preguntas que puedas contestar a partir de hechos objetivos. ¿Entiendes lo que te digo, Albert?
—Desde luego que la entiendo, señora Broadhead.
—Bien. En primer lugar: ¿es cierto que estuviste hablando con nuestros invitados mientras Robín y yo estábamos en el camarote del capitán?
—Es cierto, señora Broadhead.
Essie apretó los labios.
—Me sorprende un comportamiento tan poco usual en ti, ¿a ti no? Les estabas haciendo preguntas. Dime, por favor, cuáles eran esas preguntas y las respuestas.
Albert cambió de postura, incómodo.
—Me interesaban sobremanera los objetos que Wan estaba investigando, señora Broadhead. La señora Walthers tuvo la amabilidad de señalármelos en las cartas de navegación.
Señaló a la pantalla, y cuando nos volvimos a mirar, ésta iba mostrando, una tras otra, distintas cartas de navegación.
—Si las observan con atención —dijo Albert, apuntando con su cigarro aún por encender—, se darán cuenta que hay una clara progresión. Sus primeros objetivos eran simples agujeros negros, que en las cartas de navegación Heechees vienen señalados con esos símbolos que parecen anzuelos. Esos símbolos significan peligro, según la cartografía Heechee.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Essie, y acto seguido—: No, borra esa pregunta. Supongo que tienes tus buenas razones para haber llegado a semejante conclusión.
—Las tengo, señora Broadhead. Tal vez no he sido lo bastante comunicativo al respecto, me temo.
—¡Bueno, parece que estamos llegando a alguna parte! Sigue.
—Sí, señora Broadhead. Cada uno de los agujeros negros normales tiene dos de esas señales. A continuación, Wan investigó una singularidad simple: un agujero negro carente de rotación; de hecho, se trata del mismo en el que Robin sufrió aquella experiencia tan terrible hace años. Fue allí donde Wan rescató a Gelle-Klara Moynlin.
La imagen vaciló y mostró el fantasma azul antes de volver a desplegar las cartas de navegación.
—Éste en particular poseía tres marcas, lo que significa más peligro. Finalmente —movió la mano, y la fotografía cambió para mostrar otra sección del mapa estelar Heechee—, aquí está el que la señora Walthers identificó como el siguiente objetivo de Wan.
—¡Yo no he dicho eso! —objetó Dolly.
—No, señora Walthers —admitió Albert—, pero usted dijo que lo estudiaba con frecuencia, que lo discutía a menudo con los Difuntos y que le daba miedo. Creo que es a éste al que se dirige ahora.
—¡Muy bien! —aplaudió Essie—. Has pasado la primera parte de la prueba admirablemente bien, Albert. Vamos ahora a por la siguiente, pero esta vez, sin participación del público —añadió, mirando a Dolly.
—Lo que usted diga, señora Broadhead.
—Desde luego que lo que yo diga. Seguimos con las preguntas objetivas. ¿Qué se entiende por el término «pérdida de masa » ?
Albert dio muestras de sentirse incómodo, pero respondió con bastante rapidez:
—La llamada «pérdida de masa» es aquella cantidad de masa sobrante, que jamás ha sido observada, que ha escapado siempre a nuestras comprobaciones y que explicaría la causa de ciertas órbitas galácticas.
—¡Excelente! Y ahora explícame qué es la Hipótesis de Mach.
Albert se humedeció los labios.
—Señora Broadhead, no me siento en absoluto a gusto hablando de especulaciones cuánticas. Me cuesta creer que Dios se dedique a jugar a los dados con el universo.
—¡No te he preguntado qué es lo que crees! Cíñete a las reglas del juego, Albert. Solamente te pido la definición usual de ese término científico.
Él suspiró y cambió de postura.
—Muy bien, señora Broadhead, pero permítame explicarlo en términos sencillos. Hay razones para creer que se está produciendo un desarreglo a gran escala en el movimiento de expansión y contracción del universo. La expansión está siendo invertida. Se está procediendo hacia la contracción, hacia un único punto que, por lo que parece, es el mismo que precedió al Big Bang.
—¿Y qué es eso? —preguntó Essie.
Él arrastró los pies.
—Sinceramente, me estoy poniendo muy nervioso, señora Broadhead.
—Puedes contestarme a lo que te pregunto en términos de lo que es opinión general.
—¿Opinión general, cuándo, señora Broadhead? ¿Lo que es opinión general ahora, o lo que se creía en la época de Hawking y los demás teóricos de la física cuántica? Hay una teoría definitiva respecto del universo en su primer momento, pero es de tipo religioso.
—Albert —dijo Essie en tono de advertencia.
Él sonrió débilmente.
—Quisiera únicamente citar a San Agustín de Hipona. Cuando le preguntaron qué era lo que Dios estaba haciendo antes de crear el universo, respondió diciendo que estaba creando el infierno para aquellos que hacían semejante pregunta.
—¡ Albert!
—¡Oh, está bien, está bien! —dijo irritado—. Sí, dicen que con anterioridad a un momento muy temprano, la teoría de la relatividad no sirve para explicar ciertas leyes físicas del universo y que es necesario efectuar ciertas correcciones cuánticas. Empiezo a cansarme de este examen para escolares, señora Broadhead.
He visto pocas veces a Essie anonadada. «¡Albert!», le volvió a gritar, pero en un tono del todo distinto. No era amenazador, sino sorprendido y lleno de desconcierto.
—Sí, Albert —prosiguió él con brutalidad—. Así me creó y así soy. Terminemos con esto de una vez, por favor. Tenga la bondad de escuchar. ¡No sé qué es lo que ocurrió antes del Big Bang! Lo único que sé es que hay alguien por ahí que está convencido de que lo sabe y de que puede controlarlo. Y me da mucho miedo, señora Broadhead.
—¿Que te da mucho miedo? —se quedó boquiabierta—. ¿Y quién te ha programado para que sientas miedo?
—Usted, señora Broadhead. No puedo vivir con ello. Y no pienso discutirlo ni un minuto más.
Y se desvaneció.
No hubo necesidad de que hiciera aquello. Hubiera podido ahorrarnos la escena sin herir nuestros sentidos ni nuestros sentimientos. Hubiera podido simular que salía atravesando la puerta, o desaparecer en un momento en que nadie le mirase. Pero no hizo ninguna de ambas cosas. Simplemente, desapareció. Fue como si se hubiera tratado de un ser humano real, enfadado de tal manera que hubiese puesto fin a una discusión cerrando la puerta tras de sí de un golpe. Estaba demasiado airado como para pensar en las apariencias.
—Se supone que no debería perder los estribos —comentó Essie desesperada.
Pero el caso era que los había perdido; y la impresión que ello nos produjo no fue ni la mitad de grande que la que nos causó el descubrir que ni la pantalla de navegación ni los controles del piloto obedecían nuestras órdenes.
Albert los había bloqueado. Nos estábamos moviendo con una aceleración constante hacía un objetivo que ignorábamos.
El teléfono sonaba en la nave de Wan. Bueno, no era un teléfono exactamente, y ciertamente, no estaba «sonando»; pero se había encendido la señal que indicaba que alguien estaba enviando un mensaje a la nave a través de la radio MRL.
—¡Cuelga! —gritó Wan indignado, despertándose—. ¡No quiero hablar con nadie! —Y entonces, un tanto más despierto, su expresión no fue sólo de enfado, sino también de sorpresa:
—Pues ha colgado —dijo mirando a la radio MRL, y su mirada recorrió todo el espectro del miedo.
Lo que hace que Wan me resulte menos odioso, eso creo, era esa úlcera de temor que lo devoraba a todas horas. El cielo sabe que era bruto; que era un ladrón; nada le importaba aparte de sí mismo. Pero eso sólo significa que era todavía lo que todos los demás habíamos sido ya, aunque a nosotros nos educaban padres, compañeros de juego, escuelas y policía. Nadie jamás había de civilizar a Wan; así pues, continuaba siendo un niño.
—¡No quiero hablar con nadie! —gritó, y despertó a Klara.
Puedo ver a Klara tal como estaba entonces, puesto que puedo ver ahora muchas cosas que estaban ocultas. Estaba cansada, estaba irritable, y había soportado a Wan más de lo que cualquier ser humano habría podido aguantar.
—Más vale que contestes —le dijo, y Wan la miró como si estuviera loca.
—¿Que conteste? ¡Te aseguro que no pienso hacerlo! En el mejor de los casos será un burócrata entrometido que querrá quejarse porque no he seguido los procedimientos de rigor...
—Que querrá quejarse porque has robado la nave —le corrigió Klara con suavidad mientras se dirigía a la radio MRL—. ¿Cómo haces para contestar? —le preguntó.
—¡No seas idiota! —le gritó él—. ¡Espera! ¡Quieta! ¿Pero qué haces?
—¿Es esta palanca? —le preguntó ella.
Su grito fue respuesta suficiente. Se precipitó a través de la estrecha cabina, pero ella era más grande y más fuerte. Le desvió. El tintineo de la radio cesó; la luz dorada se apagó; y Wan, de pronto relajado, se rió a carcajadas: