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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (33 page)

BOOK: El dragón en la espada
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Goebbels frunció el ceño. Alargó la mano, pero con más cautela. El Grial emitió su sonido de alarma. Por su parte, Goering retrocedió unos pasos, cubriéndose la cara con las manos, y chilló.

—¡No, no! ¡No soy tu enemigo!

—No era nuestra intención profanar este objeto —dijo Joseph Goebbels, en tono razonable y aplacador—. Sólo queríamos su sabiduría.

Estaba asustado. Miró a su alrededor como si buscara una vía de escape, consternado por la reacción de lo que había llevado a aquel lugar. Entretanto, su amo continuaba sentado en el suelo, chupándose los dedos; contemplaba con semblante pensativo el cáliz y, de vez en cuando, murmuraba algo para sí.

Avancé para apoderarme de la copa, temeroso de que se desvaneciera con la misma rapidez con que había aparecido. Al salir a la luz, comprendí de repente que podían verme. Hitler, en concreto, me había percibido, y se protegía los ojos del resplandor para distinguirme mejor. Abandoné la idea de coger el Grial.

—Rápido, Von Bek —dije—. Estoy seguro de que sólo usted podrá ponerle las manos encima. Cójalo. Es la llave que nos abrirá la puerta de la Espada del Dragón. ¡Cójalo, Von Bek!

Los tres nazis avanzaron, acaso fascinados por las siluetas borrosas que vislumbraban, sin estar absolutamente seguros de que veían algo real.

Alisaard se interpuso entre ellos y el cáliz de un salto, y levantó la mano.

—¡Ni un paso más! —gritó—. Esta copa no os pertenece. Es nuestra. ¡La necesitamos para salvar a los Seis Reinos del Caos!

Intentaba razonar con ellos, ignorando lo que representaban.

Era evidente que Hermán Goering creía haber visto por fin a su doncella del Rin. Hitler, sin embargo, meneaba la cabeza como si tratara de liberarse de una alucinación, mientras que Goebbels se limitaba a sonreír, tal vez convencido y fascinado al mismo tiempo por su locura.

—¡Escuchad! —gritó Goering—. ¿No os dais cuenta? ¡Habla alto alemán antiguo! ¡Ha comparecido todo un panteón!

Hitler se mordía el labio inferior, igual que si intentara tomar una decisión. Desvió la vista de nosotros a sus dedos y luego volvió a miramos.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó.

Alisaard no le entendía. Señaló la puerta.

—¡Iros! ¡Iros! Esta copa es nuestra. Hemos venido por ella.

—Juraría que es alto alemán —repitió Goering, pero la entendía tanto como ella a él—. Trata de comunicarnos la decisión correcta. ¡Está haciendo una señal! ¡Está señalando al este!

—Coja el Grial, rápido —apremié a Von Bek.

No tenía ni idea de qué podía pasar si nos demorábamos. Los nazis no estaban en sus cabales. Si escapaban de la cámara y cerraban la puerta con llave, quedaríamos atrapados. Incluso era posible que muriésemos en la cripta antes de que se atrevieran a abrirla de nuevo.

Von Bek reaccionó por fin a mis gritos. Extendió poco a poco sus manos hacia el hermoso cáliz. El objeto pareció acomodarse en sus palmas, como si siempre hubiera sido suyo. La voz se hizo más dulce, el brillo más sutil, el perfume más intenso. La copa iluminó las facciones de Von Bek, dotándole de un aspecto puro y heroico al mismo tiempo, similar al que debían de observar en los auténticos caballeros de las leyendas artúricas aquellos que les acompañaban a buscar el Grial.

Nos encaminamos hacia la puerta de la cripta, sin hacer caso de los indecisos nazis. Llevábamos el cáliz, y ninguno de ellos intentó detenernos, vacilando entre quedarse o seguirnos.

Les hablé como si me dirigiera a un perro.

—¡Quedaos! Quedaos aquí.

Alisaard aferró el picaporte.

—Sí —murmuró Goering—. Hemos recibido la señal.

—Pero íbamos a extraer del Grial todo nuestro poder...—empezó Hitler.

—Lo volveremos a encontrar —le tranquilizó Goebbels.

Hablaba como en sueños. Tuve la impresión de que no albergaba el menor deseo de ver de nuevo el Santo Grial o a nosotros. Representábamos una amenaza para el extraño poder que ejercía sobre sus compañeros, en especial sobre su amo, Hitler. De los tres hombres, el único que se alegró de vernos salir de la cripta fue Goebbels.

Cerramos la puerta a nuestras espaldas. Ojalá hubiéramos tenido la llave.

—Ahora, debemos regresar lo antes posible a la habitación por la que entramos —dije—. Sospecho que nos conducirá de nuevo al Caos...

Von Bek, como hipnotizado, continuaba aferrando la copa con las dos manos, manteniendo nuestro paso, pero con toda su atención concentrada en el Grial.

Alisaard le miró con ojos de amante y le enlazó tiernamente por el brazo. Los hombres de las SS que venían en dirección contraria retrocedieron, cegados. Llegamos a nuestro destino sin la menor dificultad. Giré el pomo de la puerta y ésta se abrió a la negrura total. Entré con cautela, seguido de Alisaard, que guiaba a Von Bek, cuyos ojos no se apartaban en ningún momento del cáliz. Una expresión de dulzura embelesada iluminaba su bello rostro. Me sentí turbado, sin saber por qué.

Alisaard cerró la puerta y el brillo del Grial iluminó la habitación. A aquella luz no éramos más que sombras oscuras.

¡Pero había tres sombras, además de la mía!

La más pequeña acercó su cuerpecillo. Sonrió y me saludó.

Jermays el Encorvado ya no llevaba la armadura de los pantanos, sino que iba ataviado con su acostumbrado traje de bufón.

—Observo que acabas de pasar por una experiencia muy normal para mí. —Hizo una reverencia—. ¡Ya conoces las prerrogativas y frustraciones de ser un fantasma!

Estreché la mano que me ofrecía.

—¿Qué haces aquí, Jermays? ¿Traes noticias de Maaschanheem?

—En estos momentos estoy al servicio de la Ley. Traigo un mensaje de Sepiriz. —Su rostro se nubló—, Y noticias de Maaschanheem, sí. Noticias de la derrota.

—¿Adelstane? —Alisaard se acercó, apartándose el cabello de sus hermosas facciones—. ¿Ha caído Adelstane?

—Todavía no —dijo el enano con gravedad—, pero Maaschanheem ha sido conquistado. Los supervivientes se han refugiado en la fortaleza de los ursinos. Sharadim ha ordenado que los cascos de mayor envergadura atraviesen los Pilares del Paraíso en su persecución. Ningún reino se ve libre de la invasión. Todos han sido atacados. Los Llorones Rojos de Rootsenheem han sido reducidos a la esclavitud; si no juran lealtad al Caos son asesinados. Lo mismo ocurre en Fluugensheem y, por supuesto, en Draachenheem. Sólo las fuerzas de Sharadim ocupan ahora Gheestenheem. Todos los humanos han sido aniquilados. Las Eldren y los príncipes ursinos continúan resistiendo, pero Adelstane no tardará en caer. Vengo de allí. Lady Phalizaarn, el príncipe Morandi Pag y el príncipe Groaffer Rolm os envían saludos y rezan por vuestro éxito. Si Sharadim o su criatura se apoderan de la Espada del Dragón antes que vosotros, el Caos no tardará en irrumpir y arrasar Adelstane. Para colmo, las mujeres Eldren nunca conseguirán reunirse con el resto de su raza...

—¿Sabes algo de Sharadim o de su hermano muerto? —pregunté, horrorizado.

—Nada en absoluto, salvo que han vuelto al Caos para concluir unos asuntos pendientes...

—Intentaremos regresar allí —dije—. Tenemos la copa de que nos habló Sepiriz. Ahora, buscaremos el caballo con cuernos. ¿Puedes indicarnos la manera de volver al Caos, Jermays?

—Ya estáis en él —contesto éste, algo sorprendido.

Abrió la puerta, revelando la luz del día, un perfume fuerte y exótico, oscuras hojas carnosas y un sendero que se internaba en algo muy similar a un bosque tropical.

Jermays se desvaneció en cuanto atravesamos la arcada, junto con la puerta y toda huella de las mazmorras de Nuremberg.

Fue en ese momento cuando Von Bek bajó el cáliz, mostrando en su rostro una expresión de desconsuelo.

—¡He fracasado! ¡He fracasado! —exclamó—. ¿Por qué habéis permitido que me marchara?

—¿Qué ocurre? —gritó Alisaard—. ¿Qué pasa, querido?

—¡Tuve la oportunidad de matarles y no la aproveché!

—¿Cree que habría podido matarles delante del Grial, dejando aparte el hecho de que no llevaba armas? —razoné.

Se calmó un poco.

—Era la única posibilidad de destruirles, de salvar a millones de seres. ¡No tendré una segunda oportunidad!

—Ha realizado su ambición, pero de forma indirecta, de acuerdo con los métodos de la Balanza. Estoy en condiciones de prometerle que ahora se autodestruirán, gracias a lo sucedido hoy en la cripta. Créame, Von Bek, están tan condenados como cualquiera de sus víctimas.

—¿Es eso cierto?

Miró el cáliz. La copa de oro ya no brillaba, pero era evidente que todavía poseía un enorme poder.

—Es cierto, se lo juro.

—No sabía que tuviera poderes proféticos, Herr Daker.

—Sólo en este caso. Ya les queda poco. Después, los tres se suicidarán y su tiranía se derrumbará.

—¿Alemania y el mundo entero se verán libres de ellos?

—Libres de su maldad en particular, se lo prometo. Libres de todo, salvo del recuerdo de su crueldad y barbarie.

Respiró hondo, casi sollozando.

—Le creo. ¿Sepiriz, por tanto, ha cumplido la palabra que me dio?

—La ha cumplido a su manera habitual, asegurándose de que las ambiciones de ambos coincidían, obteniendo algo que sirve a sus misteriosos objetivos y, a la vez, a los nuestros. Todos nuestros actos están relacionados, nuestros destinos tienen algo en común. Una acción ejecutada en un plano del multiverso puede lograr un resultado en otro plano muy diferente, separado por milenios y una distancia inimaginable. Sepiriz practica el Juego de la Balanza. Una serie de jaque mates, correcciones, movimientos nuevos, todo destinado a mantener, en última instancia, el equilibrio. No es más que un servidor de la Balanza. Existen varios, por lo que yo sé, moviéndose de aquí para allá en una miríada de planos y ciclos del multiverso. La verdad es que ninguno de nosotros puede llegar a conocer la pauta completa y vislumbrar un principio o final auténticos. Hay ciclos dentro de ciclos, pautas dentro de pautas. Tal vez sea finito, pero a los mortales nos parece infinito. Dudo que el propio Sepiriz conozca todo el Juego. Se limita a hacer lo que está en su mano por asegurar que ni la Ley ni el Caos adquieran una ventaja decisiva.

—¿Y los Señores de los Mundos Superiores? —preguntó Alisaard, que ya sabía algo del asunto—. ¿Comprenden la totalidad del plan?

—Lo dudo —dije—. Es posible que, en cierto sentido, su visión sea más limitada que la nuestra. A menudo, el peón es más avispado que el rey o la reina, pues arriesga menos en la apuesta.

Von Bek meneó la cabeza.

—Me pregunto si llegará el día en que todos estos dioses, diosas y semidioses dejen de competir entre sí —murmuró por lo bajo—. ¿Dejarán de existir, tal vez?

—Es posible que se den tales períodos en las historias cíclicas de la miríada de reinos —contesté—. Puede que todo concluya cuando los Señores de los Mundos Superiores y la maquinaria del misterio cósmico ya no existan. Tal vez por eso tienen tanto miedo de los mortales. Sospecho que en nosotros reside el secreto de su destrucción, aunque todavía no seamos conscientes de nuestro poder.

—¿Tenéis alguna idea de cuál es ese poder, Campeón Eterno? —preguntó Alisaard.

—Creo que se trata, simplemente, de la facultad de concebir un multiverso que no necesita de lo sobrenatural, que podría ser abolido si así lo deseara.

La selva se hinchó, transformándose en un océano fluido de cristal fundido que, sin embargo, no nos quemó.

Von Bek chilló y perdió pie, sin soltar el cáliz. Alisaard le sujetó, impidiendo que cayera. Empezó a soplar un viento estruendoso.

—¡Utilizad la Actorios! —grité a Alisaard, que todavía la guardaba—. ¡Localizad el sendero!

El Grial se puso a cantar antes de que la joven introdujera la mano en su bolsa. Cantó en un tono diferente del primero que habíamos oído, más suave, más sereno, si bien traslucía una sorprendente autoridad. Las ondulaciones cristalinas se calmaron lentamente. Las suaves colinas de obsidiana se quedaron inmóviles. Vi un sendero que corría entre ellas, al final del cual se divisaba una playa arenosa.

Von Bek, sosteniendo el cáliz frente a él, nos guió hasta la orilla. Comprendí que se trataba de una fuerza más poderosa que la Actorios. Una fuerza que imponía el orden y el equilibrio, y era capaz de ejercer una influencia enorme sobre cuanto la rodeaba. Tuve la intuición de que casi todo lo que había ocurrido hasta ahora había sido fraguado por Sepiriz y los suyos. Ya me había dado cuenta de que Von Bek poseía una afinidad con el Grial, del mismo modo que yo con la Espada. Había sido necesario que Von Bek encontrase el cáliz. Y ahora lo introducía en aquel reino, cerca del lugar llamado el Principio del Mundo. ¿Ocultaba algún significado este hecho?

Llegamos a la orilla. Dunas salpicadas de hierba se alzaban sobre nosotros, y más allá se distinguía el horizonte. Subimos a una duna y contemplamos una llanura que parecía infinita. Se extendía frente a nosotros, cubierta de hierba ondulante y flores silvestres, sin un árbol o una colina que rompiera la monotonía. Percibimos un sutil perfume a nuestro alrededor y, cuando nos volvimos, el océano de cristal había desaparecido. La planicie se extendía también en aquella dirección.

Vi a un hombre que se acercaba. Caminaba con parsimonia entre la alta hierba. La brisa agitaba sus ropas, de color negro y plateado. Pensé por un momento que Hitler o alguno de sus secuaces nos habían seguido hasta aquel reino, pero luego reconocí el cabello cano, las facciones patriarcales. Era el archiduque Balarizaaf. Cuando reparé en su presencia se detuvo, alzando la mano a modo de saludo.

—Perdonad que no me acerque más, mortales. El objeto que portáis es perjudicial para mi salud. —Sonrió, casi mofándose—. Debo admitir que su presencia en mi reino me desagrada. Vengo a proponeros un trato, si hacéis el favor de escucharme.

—No hacemos tratos con el Caos —respondí—. ¿No lo sabíais?

—Oh, Campeón —rió—, qué poco comprendéis vuestra propia naturaleza. Hubo tiempos, y vendrán otros, en que sólo rendíais lealtad al Caos...

Me negué a escuchar más y proseguí con obstinación.

—Bien, archiduque Balarizaaf, os aseguro que en este momento no abrigo tal lealtad. Sólo soy fiel a mí mismo, y hago lo que puedo a ese respecto.

—Siempre habéis sido así, Campeón, no importa de qué lado os decantarais. Sospecho que ahí reside el secreto de vuestra supervivencia. Creedme, sólo siento admiración... —Tosió, como si hubiera cometido un acto de descortesía—. Respeto cuanto decís, señor Campeón, pero os ofrezco la oportunidad de alterar el destino de un ciclo completo del multiverso, como mínimo, a fin de cambiar vuestro propio sino, de salvaros, tal vez, de la agonía que ya habéis conocido. Os aseguro que, si os empeñáis en proseguir vuestra misión, sólo os proporcionará más dolor y más remordimientos.

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