Habíamos recorrido unos ocho kilómetros, cuando todas las hojas del bosque se pusieron a susurrar, como si presintieran una amenaza. Sólo nos guiábamos gracias al sendero fantasmal. A pesar de la creciente agitación, continuamos avanzando en fila india, a un paso más vivo. Alisaard caminaba detrás de mí.
—Es como si el bosque advirtiera nuestra presencia y se alarmase —murmuró.
Después, uno tras otro, los árboles se transformaron en piedra, la piedra en líquido, y todo el paisaje cambió. El sendero seguía siendo visible, pero estábamos rodeados de gigantescos troncos verdes, y en lo alto de los troncos, muy por encima de nuestras cabezas, colgaban las campanillas amarillas de narcisos gigantescos.
—¿Es esto lo que se oculta tras la ilusión? —preguntó Von Bek, asombrado.
—Hay aquí tanto de ilusión como de realidad —repuse—. Después de todo, el Caos también tiene sus cambios de humor y sus caprichos. Como ya le expliqué antes, es incapaz de permanecer estable. Su naturaleza es cambiante.
—Como la naturaleza de la Ley es permanecer inmutable —señaló Alisaard—. La Balanza existe para asegurar que ni la Ley ni el Caos adquieran preponderancia, pues una ofrece esterilidad, mientras que el otro sólo sensaciones.
—¿Y esta pugna entre ambos tiene lugar en todos y cada uno de los reinos del multiverso? —quiso saber Von Bek.
Contempló las flores inclinadas que nos rodeaban. Su perfume era como una droga.
—En todos los planos, a un nivel u otro, de una u otra forma. Se trata de la guerra perpetua. Y, según dicen, existe un campeón cuyo destino es combatir eternamente en todos los aspectos de esa guerra...
—Por favor, lady Alisaard —la interrumpí—, ¡prefiero que no me recuerden el destino del Campeón Eterno!
No estaba bromeando.
Alisaard se disculpó. Continuamos caminando en silencio durante otros dos kilómetros, hasta que el paisaje tembló y se transformó por segunda vez. En lugar de narcisos gigantescos aparecieron horcas. De cada horca colgaba una jaula, y cada jaula encerraba a un ser humano deforme y agonizante que suplicaba ayuda.
Les dije que no hicieran caso de los prisioneros y no se apartaran del sendero.
—¿Y qué es esto, una mera ilusión? —gritó Von Bek a mi espalda, casi llorando.
—Una invención, se lo prometo. Se desvanecerá como las demás.
De repente, los prisioneros desaparecieron de las jaulas. En su lugar se materializaron enormes pinzones, que pedían comida a gritos. Se desvanecieron las horcas, los pájaros se alejaron volando y nos encontramos rodeados por altos edificios de cristal, que se perdían en la distancia. Eran de mil estilos diferentes, aunque muy inestables. Cada pocos segundos se derrumbaba uno con gran estrépito, arrastrando en ocasiones a alguno de los vecinos. Para seguir el sendero nos vimos obligados a caminar entre los fragmentos de cristal, que producían un ruido ensordecedor mientras avanzábamos. Se oyeron voces en el interior de los edificios, pero vimos que las casas estaban vacías. Grandes carcajadas, aullidos de dolor. Horribles sollozos. Los lamentos de los torturados. El cristal empezó a fundirse poco a poco, tomando la forma de rostros agónicos. ¡Rostros del tamaño de los edificios!
—¡Oh, no hay duda de que estamos en el Infierno y que éstas son las almas de los condenados! —exclamó Von Bek.
Las caras ascendieron hacia el cielo, transformándose en grandes placas metálicas con forma de frondas de helecho.
Pero continuamos nuestro camino por el sendero en sombras. Me obligué a pensar tan sólo en nuestro objetivo, en la Espada del Dragón, que podía devolver a su hogar a las mujeres Eldren, y no debía caer en manos del Caos. Me pregunté qué medios emplearía Sharadim para intentar derrotarnos. ¿Durante cuánto tiempo podría alentar una semblanza de vida en aquel cadáver, mi
doppelganger?
El viento aulló entre las hojas metálicas. Entrechocaban, se rozaban entre sí y me causaban dentera. Sin embargo, no representaban un peligro directo para nosotros. El Caos, en sí, no era malévolo, pero sus ambiciones eran contrarias a los deseos de los humanos, de los Eldren y de todas las demás razas del multiverso.
En una ocasión, distinguí siluetas que se movían paralelas a nosotros en aquella jungla de metal. Levanté la Actorios. Detectaba con facilidad a los seres de carne y hueso. No obstante, si alguien nos había estado siguiendo, se encontraba ahora fuera del radio de acción de la piedra.
Los helechos se convirtieron en cuestión de segundos en serpientes petrificadas, que cobraron vida al instante. Enseguida comenzaron a devorarse unas a otras. A nuestro alrededor se produjeron una serie de movimientos y siseos, como si un seto de serpientes enredadas flanqueara ambas orillas del sendero. Apreté con fuerza la mano temblorosa de Alisaard.
—Recordad que no nos atacarán, a menos que se les ordene. No son reales.
A pesar de mis palabras, sabía que cualquier ilusión del Caos era lo bastante real para hacer daño en su breve lapso de existencia.
Las serpientes se convirtieron en zarzales y nuestro sendero en una pista arenosa que conducía al lejano mar.
Me sentí un poco más optimista, aun sabiendo cuan falsa era mi seguridad. Me puse a silbar, doblamos un recodo del camino y vimos que una masa de jinetes bloqueaba el paso. A su cabeza se hallaba nuestro viejo enemigo el capitán barón Armiad del
Escudo Ceñudo.
Sus facciones habían adoptado un aspecto más bestial desde la última vez que le viéramos. Las fosas nasales se habían ensanchado tanto que recordaban el hocico de un cerdo. Mechones de pelo brotaban de su cara y cuello, y su voz me trajo a la memoria el mugido de una vaca.
Eran los secuaces de Sharadim, los mismos que habíamos burlado cuando penetramos en este reino por el portal. No habían perdido ni un segundo en seguimos.
Continuábamos desarmados. No podíamos luchar contra ellos. Los zarzales eran muy sólidos e impedían nuestra huida en esa dirección. Para escapar tendríamos que volver sobre nuestros pasos, y los jinetes nos arrollarían con facilidad.
—¿Dónde está vuestra dama, barón porquero? —grité, sin ceder un palmo de terreno—. ¿Es demasiado cobarde para entrar en el Caos?
Los ya estrechos ojos de Armiad se entornaron todavía más. Gruñó y resopló. Su nariz y sus ojos parecían en perpetuo estado de humedad.
—La princesa Sharadim no se molesta en ir a cazar sabandijas cuando tiene la presa más importante al alcance de la mano.
El comentario de Armiad provocó gruñidos y resoplidos de aprobación entre los suyos. Todos ellos tenían caras y cuernos transformados por su apoyo a la causa del Caos. Me pregunté si habrían reparado en estos cambios, o si sus cerebros se hallaban tan afectados como su apariencia física. Apenas reconocí a algunos. El rostro enjuto y desagradable del duque Perichost recordaba ahora al de un ratón muerto de hambre. Me pregunté cuánto haría, en términos de tiempo relativo, que estaban allí.
—¿Y cuál es la presa más importante? —le preguntó Von Bek.
Hablábamos con la esperanza de que un nuevo cambio en el paisaje nos beneficiara.
—¡Ya sabéis cuál es! —gritó Armiad. Su hocico enrojeció y se agitó de furor—. Sin duda vosotros también la buscáis. ¡No lo neguéis!
—Pero y
vos,
¿sabéis cuál es, duque barón Armiad? —preguntó Alisaard—. ¿Gozáis acaso de la confianza de la emperatriz? Me parece poco probable, pues, la última vez que habló de vos, se quejó de lo escasamente adecuado que resultabais para sus propósitos. Dijo que seríais eliminado cuando llegara el momento oportuno. ¿Creéis que ya ha llegado, señor capitán barón, o se os ha concedido lo que más anhelabais? ¿Os respetan por fin vuestros iguales? ¿Saludan a su almirante rey cuando su casco pasa por su lado? ¿O permanecen en silencio, porque el
Escudo Ceñudo
resulta tan asqueroso y repugnante como siempre, pero es uno de los últimos cascos que navegan por Maaschanheem?
Se estaba burlando de él. Le acicateaba y le ponía a prueba. Trataba de averiguar qué instrucciones le había dado Sharadim. Y el esfuerzo por controlarse de que hacía gala Armiad revelaba que le habían ordenado cogernos vivos.
Las ansias de matar brillaban en sus ojos, pero sus manos se retorcieron sobre el pomo de la silla.
Iba a hablar, cuando Von Bek le interrumpió.
—Sois un hombre necio, estúpido y codicioso, capitán barón. ¿No os dais cuenta de que esa mujer se ha desembarazado de todos sus aliados indeseables? Os envía al Caos. Entretanto, ella prosigue la conquista de los Seis Reinos. ¿Dónde se halla ahora? ¿Combatiendo contra las mujeres Eldren? ¿Exterminando a los Llorones Rojos?
Armiad irguió un hocico triunfal y bramó algo similar a una carcajada.
—¿Qué necesidad tiene de combatir contra las Eldren? Se han marchado. Todas se han ido de Gheestenheem. Huyeron al avistar nuestros navíos. ¡Gheestenheem ha caído en nuestro poder!
Alisaard le creyó. Era evidente que no mentía. Aunque pálida y temblorosa, consiguió dominarse.
—¿Adonde han huido? No es probable que puedan ir a ningún sitio.
—¿Adonde, sino al refugio de sus antiguos aliados? Han ido a Adelstane y se han atrincherado con los príncipes ursinos detrás de sus defensas, mientras el ejército de mi emperatriz prosigue el cerco. Su derrota es inevitable. Algunas combaten al lado de los piratas de mi reino, pero la mayoría se amontonan en Adelstane, aguardando la matanza.
—Han utilizado el portal que comunica Barobanay con la fortaleza ursina —murmuró Alisaard—. Era su única estrategia posible contra las fuerzas al mando de Sharadim.
El capitán barón Armiad alzó el hocico y lanzó otra carcajada.
—La conquista de los Seis Reinos ha sido muy rápida. Mi señora pasó años elaborando sus planes. Y cuando llegó el momento de llevarlos a la práctica, consiguió sus propósitos de una forma maravillosa.
—Sólo porque muy poca gente racional consigue entender un tanto tal ansia de poder —explotó Von Bek—. No existe nada más pueril que la mente de un tirano.
—Ni más aterrador —dije para mí.
Los zarzales empezaron a ensortijarse hacia arriba, formando espirales de gasa teñida de mil colores.
Sin intercambiar una palabra, Alisaard, Von Bek y yo nos zambullimos en el laberinto de lino crujiente, mientras el vociferante y desmañado grupo, aún más entorpecido por las grotescas deformaciones de sus cuerpos, cargaba contra nosotros. Pese a todo, contaban con la ventaja de ir montados.
Nos habíamos desviado del sendero fantasmal. Saltábamos de un escondrijo a otro. El barón Armiad y sus compañeros nos perseguían, ululando y vociferando. Daba la impresión de que nos pisaba los talones un rebaño de animales de corral.
Sin embargo, nuestro terror no tenía nada de cómico. Intuíamos que Sharadim había ordenado cogernos vivos, pero aquellos seres, cegados por su estupidez, podían matamos accidentalmente.
Sostuve la Actorios frente a mí, desesperado, y busqué otro sendero.
Las franjas de gasa se convirtieron en grandes surtidores de agua, que salían disparados hacia el cielo. Nos ocultamos entre ellos. Entonces, el duque Perichost divisó a Alisaard. Desenvainó la espada con un resoplido triunfal y se precipitó sobre ella. Vi que Von Bek se volvía y trataba de alcanzarla, pero yo me encontraba más cerca. Salté hacia arriba y retorcí la muñeca del duque hasta que soltó la espada; su mano se parecía mucho a una garra. Alisaard se tiró al suelo y cogió la espada, mientras yo empujaba al duque con todo mi peso y le hacía caer de su montura.
—¡Von Bek! —grité— ¡Salte al caballo!
Le lancé la Actorios a Alisaard, que la cogió, demostrando cierta sorpresa. Más servidores del Caos nos habían visto y se dirigían en tropel hacia nosotros.
Von Bek giró en redondo y ayudó a Alisaard a subir. Yo corrí junto al caballo durante unos momentos, gritándoles que siguieran adelante e intentaran encontrar un nuevo sendero. Haría lo posible por reunirme con ellos.
Me volví para enfrentarme contra un Mabden bárbaro cuya lanza apuntaba directamente a mi entrepierna. La esquivé, agarrándola por el mango y tirando hacia abajo, confiando en que el Mabden sería lo bastante imbécil para no soltarla.
Salió despedido de su montura como si ésta estuviera engrasada. Y ahora yo tenía la lanza.
Monté en el caballo y corrí en pos de mis amigos. Von Bek y yo éramos jinetes más diestros que aquellos guerreros. Poco a poco, amparados en los enormes surtidores, fuimos distanciándonos del barón Armiad y su banda. Después, otro muro reflectante se interpuso entre ellos y nosotros. Les vimos borrosamente al otro lado. No existía ninguna razón en particular para que el muro se hubiera formado en aquel punto. Era un capricho del Caos, pero nos resultó de utilidad. Al poco, sudorosos, aminoramos el paso.
Vi que Von Bek se volvía en su silla y besaba a Alisaard. Ella respondió con entusiasmo. Le rodeó con los brazos, la piedra Actorios asida en su hermosa mano.
Y era Ermizhad la que besaba a mi amigo. Era Ermizhad quien me traicionaba. ¡La única traición que yo juzgaba imposible!
Ahora tenía la certeza de que se trataba de ella. Todo aquel tiempo me había estado engañando. Yo había masacrado pueblos enteros por su amor. ¿Y así pagaba mi lealtad?
Y, aún peor, Von Bek, al que consideraba mi camarada, carecía de escrúpulos al respecto. Exhibían su deseo. Sus abrazos se mofaban de cuanto yo anhelaba. ¿Cómo había podido confiar en ellos?
Supe entonces que no tenía otra alternativa que castigarles por el daño que me causaban.
Me erguí en el caballo y alcé la lanza que había cogido al Mabden. La sopesé en mi mano. Era ducho en el empleo de esas armas y sabía que podía atravesarles a los dos de un solo golpe, uniéndoles en la muerte. Una justa recompensa a su traición.
—¡Ermizhad! ¿Cómo es posible?
Eché hacia atrás el brazo para arrojar el arma. Vi que los cobardes ojos de Von Bek se abrían de par en par, expresando un incrédulo horror, y que Ermizhad movía la cabeza, siguiendo la dirección de su mirada.
Me reí de ellos.
Mi risa produjo un eco. Se diría que llenaba todo el reino.
Von Bek gritó. Ermizhad gritó. Imploraban piedad, sin duda. No se la concedería. La carcajada aumentó de volumen. No sólo oí la mía. Había otra voz.
Vacilé.
Von Bek emitió un tenue grito.
—¡Herr Daker! ¿Está poseído? ¿Qué le pasa?