El dragón en la espada (36 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El dragón en la espada
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Flamadin avanzaba lenta pero incesantemente a través del cristal. Yo padecía intensos dolores. No dejaba de murmurar que era John Daker y sólo John Daker. No obstante, mis dedos decrépitos tanteaban en busca de una espada, demostrando que también era Flamadin. Gemí, presa de náuseas. Un eco susurrante martilleaba en mi cabeza, y llegué a la convicción de que era la mente de Flamadin, luchando por aferrarse a la vida, recordando tal vez un razonamiento que su hermana le había instalado antes de que decidiera asesinarle.


La espada puede cortar el mal de raíz... La espada puede traer la armonía... La espada es un arma honorable... Mas no en malas manos... La espada usada para defenderse es decididamente buena...

—¡No! —grité, dirigiéndome a los vestigios del Flamadin original—. Es un engaño. La Espada del Dragón no deja de ser una espada. Tocadla, príncipe Flamadin de los valadekanos, y seréis condenado eternamente al limbo...

Oí que Sharadim le animaba a proseguir. Con los ojos de John Daker, vi que avanzaba un paso hacia el acantilado de cristal. Las manos de Flamadin ya casi rozaban el puño de la espada.

Luché por retener la mano, inmerso en aquel cuerpo fantasmal, pero una voluntad desesperada se opuso. Lo que había sido Flamadin estaba hambriento de vida, hambriento de las recompensas que le habían prometido.

La luz roja brillaba a mi alrededor. Estaba cercado por fragmentos y reflejos. Creí ver mil versiones de mí mismo.

Me estaba debilitando.

—Soy John Daker —gemí—. Sólo soy John Daker...

Flamadin tocó la espada, que profirió un lamento, como si le reconociera. El engendro rodeó la empuñadura con la mano. La hoja no opuso resistencia. Tocarla no le produjo el menor daño. Ahora, ya era casi por completo Flamadin, una extraña imitación de vida, exultante de poder.

Levanté la espada. La mostré a los que me estaban mirando, al otro lado del cristal.

Como John Daker, agonizaba lentamente mientras los últimos restos de mi alma se fundían con la de Flamadin.

Me deshice de esa idea, no sin un enorme esfuerzo. Alargué la mano, sollozando y gritando, hacia la piedra Actorios, que Alisaard todavía sostenía.

—Soy John Daker, y ésta es mi realidad.

La misma mano que rodeaba la Espada del Dragón rodeaba ahora la Actorios. Oí gritos. Eran míos. Eran de Flamadin. Eran de John Daker. Yo era ambos. Me estaba partiendo en dos.

John Daker hizo un monumental esfuerzo por liberar su alma del cuerpo de Flamadin. Recordé mi niñez, mi primer trabajo, mis vacaciones. Alquilamos una casa con techumbre de paja en Somerset, no lejos del mar. ¿En qué año fue?

Flamadin flaqueaba un poco. Su visión se hizo borrosa, mientras la de John Daker ganaba en claridad. Al recordar mi parte humana vulgar y rechazar el papel de héroe, tenía la oportunidad de desembarazarme del peso que me agobiaba. Y, al hacerlo, tal vez pudiera ser de ayuda a otros.

Estaba seguro de que John Daker iba a ganar la batalla, pero Sharadim y Balarizaaf se agregaron a la lucha. Oí que animaban a Flamadin a utilizar la hoja, a cumplir lo que había jurado.

Luché contra él, pero echó el brazo hacia atrás. Traté de impedírselo. Su brazo cayó hacia adelante y la Espada del Dragón se hundió en el muro de cristal. ¡Estaba abriendo una brecha para que el Caos se introdujera!

El John Daker debilitado gimió. Ahora que había recuperado el alma absorbida por Flamadin, me esforcé por recobrarme y detenerle.

La Espada del Dragón se alzó y golpeó el muro de cristal por segunda vez. Una luz rosada centelleó, y sus rayos partieron en todas direcciones. Por la brecha practicada por la espada vi la oscuridad. Y en la oscuridad había otro mundo, de blancas torres resplandecientes. Un mundo que yo conocía.

¡Lo habían planeado con todo detalle! El portal abierto en el Caos permitiría el acceso a la vasta caverna de Adelstane, donde el ejército de Sharadim ponía cerco a los últimos defensores de los Seis Reinos.

Expresé a gritos mi horror. Sharadim estalló en carcajadas. Me volví, observando que Balarizaaf parecía crecer hasta doblar su tamaño, con una expresión de sublime satisfacción en sus rasgos.

—¡Está practicando una entrada a Adelstane! —dije a mis amigos—. Hay que impedírselo.

Lo que insuflaba vida en Flamadin ya no era mi alma. Yo la había recuperado. Sin embargo, a pesar de que mis fuerzas regresaban, vi que el cristal rojo fluía y desaparecía, llenando el cielo y convirtiéndose en líquido de nuevo. Y aquel brillo impío se derramaba sobre la gigantesca caverna.

Corrí en pos de Flamadin sin pensarlo dos veces, tratando de detenerle, pero se había introducido por el angosto portal. Le vi dirigirse hacia el campamento del ejército de Sharadim. Adelstane se hallaba rodeada de cabañas de piedra, tiendas de campaña y algunos cascos de Maaschanheem.

Alisaard y Von Bek se reunieron conmigo y bajamos por las rocas hacia la caverna. Flamadin gritaba algo a los guerreros, muchos de los cuales ya habían sufrido la influencia del Caos. Exhibían las facciones degradadas y bestiales que yo había visto en Armiad y los demás.

—¡Por el Caos! ¡Por el Caos! —gritó Flamadin—. He vuelto. Ahora os conduciré contra nuestros enemigos. ¡Ahora saborearemos las mieles de la auténtica victoria!

Por un momento creí que la espada insuflaba vida en Flamadin.

La luz carmesí que inundó de repente la caverna desconcertó y deslumbre a la vez al ejército. Sharadim y Balarizaaf aún no habían entrado. Sabía que la brecha no tardaría en ensancharse y permitir que todo el Caos penetrara para infectar, kilómetro a kilómetro, el pacífico Barganheem y, con el tiempo, el conjunto de los Seis Reinos. Y no se me ocurría la forma de impedir esta invasión.


¡HEMOS ENTRADO! ¡OH, HEMOS ENTRADO!

La voz de Sharadim sonó a mis espaldas. Había montado en su caballo negro, desenvainado su espada y cabalgaba en nuestra persecución.

Flamadin, agitándose y tambaleándose como un espantapájaros, se dirigió hacia el casco más próximo. Un terrible hedor surgía del bajel. El humo que brotaba de sus chimeneas era todavía más apestoso que antes.

Mi único pensamiento era alcanzarle antes de que lo hiciera Sharadim, arrebatarle la Espada del Dragón y hacer lo posible por salvar a los supervivientes de Adelstane. Sabía que mis amigos compartían este deseo. Empezamos a trepar al casco, conteniendo nuestras náuseas. Los servidores del Caos correteaban, gruñían, gritaban y hacían gestos a nuestro alrededor. Entonces, al salir Sharadim del resplandor carmesí, se produjo un gran revuelo.

Miré hacia Adelstane y su anillo de fuego, que todavía ardía, admirando la delicadeza de sus torres blancas y su belleza soberbia. No podía permitir que lo destruyeran, no mientras conservara la vida. Cuando los tres llegamos a la barandilla, vimos al capitán barón Armiad en persona, que levantaba su espada para saludar a Sharadim. Por obra del destino o la casualidad, nos encontrábamos de vuelta en el
Escudo Ceñudo.

Estaban tan enfrascados en celebrar su triunfo que no nos vieron subir. El estado del bajel nos horrorizó. El aspecto de los escasos habitantes que quedaban, probablemente esclavizados para servir a las necesidades de la guerra, era espantoso. Hombres, mujeres y niños iban andrajosos. Parecían hambrientos y apaleados. Con todo, distinguí un hálito de esperanza en más de un rostro cuando nos vieron.

Pudimos refugiarnos en una de las casas. Casi al instante se nos unió una infeliz joven cuyas sucias facciones todavía conservaban huellas de juventud y belleza.

—Campeón —dijo—, ¿eres tú? Entonces, ¿quién es el otro?

Se trataba de Bellanda, la entusiasta estudiante que habíamos conocido en el bajel. Su voz se quebró. Parecía a las puertas de la muerte.

—¿Qué te ha pasado, Bellanda? —susurró Alisaard.

La joven meneó la cabeza.

—Nada en particular, pero desde que Armiad declaró la guerra a los que se le oponían, se nos ha obligado a trabajar casi sin descanso. Muchos han muerto. Los del
Escudo Ceñudo
podemos considerarnos afortunados. Aún me cuesta creer con qué rapidez pasamos de un mundo gobernado por la justicia a otro dominado por la tiranía...

—Cuando la enfermedad se desencadena —señaló Von Bek con gravedad—, se extiende con tal rapidez que muy pocas veces es posible controlarla a tiempo. En mi mundo ocurrió lo mismo. Por lo visto, no hay que descuidar la vigilancia ni un momento.

Vi que Armiad guiaba a Flamadin hasta la escalera de la cubierta central. Éste continuaba sosteniendo en alto la Espada del Dragón, para que todo el mundo la viera. Miré al extremo de la caverna y comprobé que Sharadim corría hacia el casco, llamando a Flamadin, que no le hacia el menor caso. Disfrutaba de su extraño triunfo. Las facciones del cadáver se retorcían en una espantosa parodia de alegría. Se columpió desde la cubierta central hasta el cordaje del palo mayor, a fin de que le vieran todos los que se congregaban abajo.

Sabía que contaba con pocos minutos para alcanzar a Flamadin antes que su hermana. Sin pensarlo más, me puse a trepar, con la idea de utilizar la red de palos y cuerdas para llegar hasta él, al igual que en otra ocasión la había empleado como atajo para moverme por el barco.

Subí poco a poco por la telaraña de cuerdas grasientas, hasta situarme cerca de la cubierta central.

Flamadin se hallaba sobre una plataforma, exhibiendo la Espada del Dragón. Daba la impresión de que su carne estragada se le iba a desprender de los huesos. Su gesto, cuando levantó la espada, fue casi patético.

—Vuestro héroe ha vuelto —gritó con aquella voz muerta y monótona.

Mientras me deslizaba hacia él, pensé que Flamadin constituía una expresiva parodia de aquello en lo que yo me había convertido. El cuadro no me gustó. Me recordé que era John Daker, reptando por un palo que corría sobre las cabezas de los guerreros congregados. Creí rememorar que había sido un pintor de cierto prestigio, y que mi estudio dominaba el Támesis.

Flamadin me intuyó antes de que me dejara caer sobre él. Sus ojos de cadáver me miraron. Tenía el aspecto de un niño sorprendido al que le iban a quitar su juguete nuevo.

—Por favor —dijo en voz baja—, déjamela un poquito más. Sharadim también la quiere.

—No hay tiempo —respondí.

Caí a su lado. Extendí la mano hacia la Espada del Dragón, sosteniendo la Actorios frente a mí. Vi que la llama amarilla parpadeaba en su corazón, detrás de las runas.

—Por favor —suplicó.

—En nombre de lo que fuisteis una vez, príncipe Flamadin, entregadme esa espada.

Flamadin se apartó de la Actorios.

Se oyó una conmoción abajo. Era Armiad.

—Hay dos iguales. ¡Dos iguales! ¿Cuál es el nuestro?

Mi mano se cerró sobre su muñeca. El simulacro estaba mucho más debilitado que antes. La espada ya no le transmitía su fuerza. Era como si la hoja recuperara su energía y también la que quedaba en Flamadin.

—Esta espada no es mala —musitó—. Sharadim me dijo que no es mala. Se puede utilizar para el bien...

—Es una espada —contesté—. Un arma. Fue forjada para matar.

Una torcida e infeliz sonrisa se dibujó en sus facciones corruptas.

—En ese caso, ¿cómo puede hacer el bien...?

—Rompiéndola —contesté, mientras le retorcía la muñeca.

Y la Espada del Dragón se soltó.

Armiad y sus hombres trepaban por las cuerdas. Todos iban armados hasta los dientes. Creo que por fin habían comprendido lo que estaba ocurriendo. Miré hacia atrás. Sharadim casi había llegado al casco, seguida de su ejército.

Flamadin emitió un peculiar sollozo cuando me vio recuperar la Espada del Dragón.

—Ella prometió que me devolvería el alma si yo empuñaba la espada en favor del Caos, pero no era mi alma, ¿verdad?

—No —respondí—. Era la mía. Por eso vuestra hermana os mantuvo vivo. De esa forma, podíais engañar a la Espada del Dragón.

—¿Puedo morir ya?

—Pronto —le prometí.

Me volví en redondo. Armiad y sus hombres habían alcanzado la plataforma. La Espada del Dragón, sujeta entre mis manos, gritaba. A pesar de todo lo que había padecido, de las decisiones que había tomado, me descubrí haciéndole coro, henchido de una salvaje alegría.

Levanté el arma y corté las cabezas de los dos primeros atacantes. Sus cuerpos cayeron sobre los que subían tras ellos, y todos se precipitaron en la lejana cubierta, formando un revoltijo de sangre y miembros que se agitaban.

Me así de una cuerda colgante, con la espada en la otra mano, y me columpié sobre mis enemigos, aniquilándoles en un abrir y cerrar de ojos. El movimiento de retroceso me condujo detrás de Armiad, que había sido uno de los últimos en aparecer.

—Creo que deseáis saldar una cuenta conmigo —le dije, lanzando una carcajada.

Miró la hoja y después mi rostro, horrorizado. Masculló algo mientras retrocedía hacia el mástil. Di un paso adelante y apoyé la punta de la Espada del Dragón en la madera de la cubierta.

—Aquí me tenéis, capitán barón. Convendréis conmigo en que el acuerdo se ha cumplido.

Regresó hacia la cubierta a regañadientes, agitando su hocico de cerdo. Todos sus hombres contemplaban la escena con un enorme interés reflejado en sus rostros bestiales.

De repente, se oyó un monstruoso rugido detrás de mí. Miré por encima de mi hombro izquierdo. La luz carmesí todavía brillaba. La brecha se estaba ensanchando. Percibí movimientos al fondo: grotescas figuras de enorme envergadura avanzaban, montadas en corceles aún más extraños. Después, centré mi atención de nuevo en Armiad.

Avanzó de mala gana, espada en mano. Creí oír un lloriqueo que escapaba de su agitado hocico.

—Os mataré con rapidez —le prometí—, pero es mi deber mataros, mi señor.

Y entonces sentí que un tremendo peso caía sobre mi espalda. Me desplomé de bruces, soltando la Espada del Dragón. Luché por reincorporarme. Armiad lanzó un gran resoplido de alivio. Unos labios fríos se posaron en mi cuello, y percibí un fétido aliento.

Levanté la vista. Armiad y sus hombres empezaron a rodearme. Intenté coger la Espada del Dragón, pero alguien la apartó de un puntapié.

—Ahora, me alimentaré de nuevo —pronunciaron los labios podridos de Flamadin, montado a horcajadas sobre mí—. Y tú, John Daker, morirás. Seré el único héroe de los Seis Reinos.

4

A una orden de Flamadin, Armiad y sus hombres me sujetaron. Mi
doppelgánger,
con extraños y torpes movimientos, caminó hacia la Espada del Dragón y la cogió.

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