El dios de las pequeñas cosas (39 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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El camarada Pillai se subió las gafas y se las colocó sobre el pelo para leer el texto en alto. Los cristales se le empañaron inmediatamente por el aceite capilar.


Vinagre Sintético para Cocinar
—dijo—. Todo en mayúsculas, supongo.

—En azul de Prusia —dijo Chacko.


¿Preparado con Acido Acético?

—En azul cobalto —dijo Chacko—. Como el de los pimientos verdes en salmuera.


Contenido Neto. Lote Número. Fecha de Envasado. Fecha de Caducidad
. ¿Todo en azul cobalto, mayúsculas y minúsculas?

Chacko asintió.


Certificamos que el vinagre contenido en esta botella ha sido elaborado con la garantía de calidad y esencia requeridas. Ingredientes: Agua y Acido Acético
. Esto en color rojo, supongo.

El camarada Pillai utilizaba la palabra «supongo» para disfrazar las preguntas y que parecieran aseveraciones. Le horrorizaba hacer preguntas, a menos que fueran de índole personal. Las preguntas eran la vulgar demostración de la ignorancia.

Para cuando acabaron de discutir el asunto de la etiqueta del vinagre, Chacko y el camarada Pillai ya tenían su nube de mosquitos propia.

Acordaron la fecha de entrega.

—Así que la manifestación de ayer fue todo un éxito —dijo Chacko, sacando por fin a colación la verdadera razón de su visita.

—Bueno, camarada, hasta que las demandas no se satisfagan, no podemos decir que es Éxito o No —dijo el camarada Pillai con voz panfletaria—. Hasta entonces, la lucha debe continuar.

—Pero la Respuesta fue buena —dijo inmediatamente Chacko, tratando de hablar en el mismo idioma.

—Eso sí, claro —dijo el camarada Pillai—. Los camaradas presentaron un memorándum a los líderes del partido. Ahora, vamos a ver. Sólo tenemos que esperar y ver.

—Ayer pasamos al lado al ir por la carretera —dijo Chacko—. Al lado de la manifestación.

—De camino a Cochín, supongo —dijo el camarada Pillai—. Según fuentes del partido, la Respuesta fue mucho mejor en Trivandrum.

—También en Cochín había miles de camaradas —contestó Chacko—. Mi sobrina vio entre ellos a nuestro joven Velutha.

—Ajá.

Aquello cogió al camarada Pillai con la guardia baja. Velutha era un asunto del que quería tratar con Chacko. Algún día. Cuando llegara el momento. Pero no abiertamente. Su cabeza le zumbaba como el ventilador giratorio. Se preguntaba si debía aprovechar la oportunidad que le ofrecían o dejarla para otro día. Decidió aprovecharla.

—Sí. Es un buen trabajador—dijo pensativo—. Enorme inteligencia.

—Así es —dijo Chacko—. Un excelente carpintero con una cabeza de ingeniero. Si no fuera por…

—No hablo
de eso
, camarada —dijo el camarada Pillai—. Trabajador en
partido
.

La madre del camarada Pillai seguía balanceándose y gruñendo. El ritmo de sus gruñidos tenía algo tranquilizador. Como el tictac de un reloj. Un sonido apenas perceptible, pero que se echa de menos si cesa.

—Ah, ya. ¿O sea que tiene carné?

—Oh, sí —contestó suavemente el camarada Pillai—. Sí, sí.

A Chacko le corrían gotas de sudor entre el pelo. Le parecía que un ejército de hormigas estaba recorriéndole la cabeza. Se rascó con las dos manos, durante un buen rato. Moviendo el cuero cabelludo arriba y abajo.


Oru kaaryam parayattey?
—dijo el camarada Pillai cambiando al malayalam y poniendo voz de confidencia, de conspiración—. Se lo digo como amigo,
keto
. Extraoficialmente.

Antes de continuar, el camarada Pillai estudió el rostro de Chacko intentando calibrar cual sería su respuesta. Chacko estaba examinando la mezcla grisácea de sudor y caspa que se le había alojado en las uñas.

—Ese paraván le causará problemas —dijo—. Créame… Búsquele un trabajo en otro sitio. Échelo.

Chacko quedó desconcertado ante el giro que había tomado la conversación. Sólo había intentado averiguar qué sucedía, poner las cosas en su lugar. Había esperado encontrar antagonismo, enfrentamiento incluso, pero en vez de eso le estaban ofreciendo una connivencia sospechosa.

—¿Que lo despida? ¿Y por qué? No tengo ninguna objeción a que tenga carné del partido. Era simple curiosidad, nada más… Pensé que quizá habían estado hablando —dijo Chacko—. Estoy seguro de que está probando, tanteando; es un tipo sensible, camarada. Tengo confianza en él…

—No es eso —dijo el camarada Pillai—. Puede ser buena persona. Pero otros trabajadores no están conformes. Ya han venido a mí con quejas. Mire, camarada, desde el punto de vista local, estos asuntos de las castas están muy enraizados.

Kalyani puso sobre la mesa un vaso alto de acero inoxidable con café humeante para su marido.

—Mírela a ella, por ejemplo. La señora de esta casa. Nunca permitiría que entraran paravanes ni nada de eso en su casa. Nunca. Ni siquiera yo puedo convencerla. A mi propia mujer. Por supuesto, dentro de casa, ella es el jefe. —Se volvió hacia ella afectando una sonrisa traviesa—.
¿Allay edi
, Kalyani?

Kalyani bajó la mirada y sonrió reconociendo tímidamente su intolerancia.

—¿Lo ve? —dijo el cantarada Pillai con tono triunfal—. Entiende el inglés muy bien. Pero no lo habla.

Chacko sonrió prestando atención sólo a medias.

—¿Y dice que mis trabajadores vienen a presentarle quejas?

—Oh, sí, eso es —dijo el camarada Pillai.

—¿Alguna cosa en concreto?

—Nada en concreto —dijo el camarada K. N. M. Pillai—. Pero, mire, camarada, a los demás, naturalmente, les molestan los privilegios que le dan. Les parece parcialidad. Después de todo, haga lo que haga, carpintero, electricista o lo-que-sea, para ellos no es más que un paraván. Es un condicionamiento que tienen desde que nacen. Yo ya les he dicho que eso es una equivocación. Pero, francamente, camarada, el Cambio es una cosa y la Aceptación otra. Debería tener cuidado. Sería mejor que lo echase…

—Querido amigo —dijo Chacko—, eso es imposible. Su trabajo es inestimable. Toda la maquinaria de la fábrica funciona prácticamente gracias a él… y, además, no podemos solventar el problema echando a todos los paravanes. Tenemos que aprender a desterrar esa insensatez.

Al camarada Pillai no le gustó en absoluto que le llamara querido amigo. Le sonó como si fuera un insulto formulado en un buen inglés, lo cual, por supuesto, lo convertía en un insulto doble: por ser un insulto y porque Chacko creía que no lo iba a entender. Eso le hizo cambiar totalmente de humor.

—Puede ser —dijo cáustico—, pero Roma no se construyó en un día. No olvide, camarada, que esto no es su Universidad de Oxford. Lo que para usted es insensatez, para las masas es otra cosa.

Lenin, con la delgadez de su padre y los ojos de su madre, apareció en la puerta sin aliento. Había acabado de recitar el monólogo completo de Marco Antonio y la mayor parte de «Lochinvar» antes de darse cuenta de que se había quedado sin público. Volvió a colocarse entre las rodillas del camarada Pillai.

Dio una palmada con las manos por encima de la cabeza de su padre, lo que originó un caos en la nube de mosquitos. Luego contó los que habían quedado aplastados entre sus manos. Algunos tenían sangre fresca. Se las enseñó a su padre, que se lo pasó a su madre para que se las limpiara.

De nuevo los gruñidos de la vieja señora Pillai se apropiaron del silencio que se había creado. Entre tanto, Latha había llegado con Pothachen y Mathukutly. Se les hizo esperar fuera. La puerta estaba entreabierta. A partir de entonces, el camarada Pillai habló en malayalam y lo suficientemente alto para que le oyera la audiencia exterior.

—Por supuesto, el foro adecuado para tratar los agravios de los trabajadores es el sindicato. Y en este caso, cuando el propio
modalali
es un camarada, es una vergüenza para ellos no estar sindicados y unirse a la lucha del partido.

—Ya he pensado en ello —dijo Chacko—. Voy a organizaros en un sindicato. Elegirán a sus representantes.

—Pero, camarada, usted no puede llevar a cabo la revolución por ellos. Usted sólo puede crear conciencia. Educarlos. Son ellos los que tienen que emprender su
propia
lucha.
Ellos
tienen que vencer sus temores.

—¿Temor a quién? —dijo Chacko sonriendo—, ¿a mí?

—No, no a usted, mi querido camarada. A siglos de opresión.

Y entonces el camarada Pillai citó con voz autoritaria al presidente Mao. En malayalam. Curiosamente, con la misma expresión de su sobrina:

—«La revolución no es una fiesta. La revolución es un acto de insurrección, un acto de violencia con el que una clase derriba a otra.»

Y así, tras haber conseguido el contrato para las etiquetas del Vinagre Sintético para cocinar, desterró con habilidad a Chacko del grado combativo de los Derribadores al grado peligroso de los Que Hay que Derribar.

Allí estaban uno al lado del otro en las sillas plegables de acero aquella tarde del Día en que Llegó Sophie Mol, bebiendo café y masticando trocitos de plátano frito. Despegando con la lengua la pasta amarilla que se les quedaba en el cielo del paladar.

El Pequeño Hombre Delgado y el Gran Hombre Gordo. Adversarios de cómic en una guerra aún por desatarse.

Por desgracia para el camarada Pillai, resultó una guerra que terminó casi antes de empezar. La victoria le fue servida, envuelta y con lacito, en bandeja de plata. Y sólo entonces —cuando era ya demasiado tarde y Conservas y Encurtidos Paraíso caía lentamente en picado sin ni siquiera un murmullo o un gesto de resistencia fingido— comprendió que, más que el resultado victorioso, lo que en realidad necesitaba era el proceso de la guerra. La guerra podía haber sido el semental en el que recorrer, si no todo, gran parte del camino hacia la asamblea legislativa, mientras que la victoria lo había dejado en una situación que no era mejor que la de partida.

Había cascado los huevos, pero se le había quemado la tortilla.

Nadie supo jamás la naturaleza exacta del papel que tuvo el camarada Pillai en los sucesos que siguieron. Ni siquiera Chacko —que sabía que los vehementes discursos sobre los Derechos de los Intocables («Las Castas son Clases, camaradas») que soltó el camarada Pillai durante el asedio de Conservas y Encurtidos Paraíso por los militantes comunistas eran farisaicos— supo nunca la historia completa. No es que le preocupara averiguarla. Para entonces, con los sentidos embotados por la pérdida de Sophie Mol, lo veía todo borroso por el dolor. Como un niño al que una tragedia hace crecer de golpe y abandona sus juguetes, Chacko se deshizo de los suyos. Sus sueños de llegar a ser el rey de las conservas al tiempo que servía a la causa del pueblo fueron a reunirse con los aviones rotos en los estantes del armario de puertas de cristal. Tras el cierre de Conservas y Encurtidos Paraíso vendieron algunos arrozales (junto con sus hipotecas) para pagar los préstamos bancarios. Se vendieron más campos para que la familia fuera tirando. Para cuando Chacko emigró al Canadá, la única fuente de ingresos de la familia provenía de la plantación de caucho contigua a la casa de Ayemenem y de los pocos cocoteros que había en el cercado. De eso fue de lo que vivieron Bebé Kochamma y Kochu Maria después que los demás murieron, se marcharon o fueron Devueltos.

Para ser justos con el camarada Pillai, hay que decir que no planificó el curso de los acontecimientos que siguieron. Simplemente, deslizó sus dedos predispuestos en el guante expectante de la historia.

No era culpable de vivir en una sociedad en la que la muerte de un hombre resultaba más provechosa a que siguiera con vida.

La última visita de Velutha al camarada Pillai —tras el enfrentamiento con Mammachi y Bebé Kochamma—, y lo que ocurrió entre ellos, permaneció en secreto. La última traición, que envió a Velutha a atravesar el río, nadando contra corriente en medio de la oscuridad y de la lluvia, para llegar a tiempo a su cita a ciegas con la historia.

Velutha cogió el último autobús para volver de Kottayam, adonde había llevado a reparar la máquina de envasar. En la parada del autobús se topó con otro de los trabajadores de la fábrica, que le dijo con una sonrisa afectada que Mammachi quería verlo. Velutha no tenía ni idea de lo que había ocurrido e ignoraba que su padre había ido a la casa de Ayemenem totalmente borracho. Tampoco sabía que Vellya Paapen había estado varias horas sentado en la puerta de su choza, aún borracho, con su ojo de cristal y el filo del hacha reluciente a la luz de la lámpara, esperando que Velutha regresara. Y tampoco sabía que el pobre Kuttappen, el paralítico, había estado aterrorizado durante dos horas hablando a su padre sin cesar intentando que se calmara, al tiempo que aguzaba el oído para distinguir una pisada o un crujido de los matorrales para poder alertar a su hermano desprevenido.

Pero Velutha no fue a su casa. Se dirigió directamente a la casa de Ayemenem. Aunque, por un lado, lo cogió por sorpresa, por otro sabía —siempre lo había sabido por instinto— que tarde o temprano la Historia le haría pagar las consecuencias. Durante todo el estallido de furia de Mammachi se mantuvo callado y sorprendentemente tranquilo. Era una tranquilidad nacida de la provocación extrema, que brotaba de la lucidez que está más allá de la cólera.

Cuando llegó Velutha, Mammachi, perdido el sentido de la orientación, vomitó su violencia ciega, grosera, sus insultos insufribles a un panel de la puerta corredera hasta que Bebé Kochamma la hizo girar y dirigir su furia en la dirección correcta, hacia Velutha, que estaba muy quieto en la penumbra. Mammachi continuó su diatriba con los ojos vacíos y el rostro contraído y horrible. La ira la hizo acercarse a Velutha hasta que le gritó desde tan cerca que le llegaban gotitas de saliva y el olor a té de su aliento. Bebé Kochamma se mantenía cerca de Mammachi. No decía nada, pero utilizaba las manos para modular su furia y avivarla. Un golpecito de ánimo en la espalda. Un brazo sobre los hombros para tranquilizarla. Mammachi no era consciente de que la estaba manipulando.

Dónde
podía haber aprendido una anciana señora como ella —que llevaba saris almidonados y tocaba al violín la suite de
Cascanueces
por las noches— un lenguaje tan grosero como el que utilizó aquel día era un misterio para todos los que la escuchaban (Bebé Kochamma, Kochu Maria y Ammu, encerrada en su cuarto).

—¡Fuera de aquí! —dijo a gritos al final—. Si te encuentro mañana por mis fincas, haré que te capen como a un perro callejero, que es lo que eres. ¡Haré que te maten!

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