El dios de la lluvia llora sobre Méjico (90 page)

Read El dios de la lluvia llora sobre Méjico Online

Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
5Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Sabéis, doña Marina, lo que ha sido de los primeros conquistadores y cuántos de ellos podrán hoy venir a las fiestas?

—Hace tres años vino de España la noticia de que el marqués había marchado al mundo donde estaban sus antepasados. Yo estaba en mi casa. Mi hijo Martín, con pluma negra en el sombrero, trajo la noticia y dijo: "Mi padre ha muerto", bajó la cabeza y sollozó. Casi todos los de entonces están también muertos. El señor de Sandoval hace ya mucho tiempo, cuando hizo su primer viaje a la patria. El señor Alvarado marchó al Perú y allí luchó y derramó su sangre junto al señor Pizarro, y murió. También me acuerdo del padre Olmedo; siempre fue bueno y piadoso. La edad lo venció un día cuando volvimos de Honduras… A Olid le cortaron la cabeza… Ordaz…, ¿qué habrá sido de Ordaz? Se dijo en una ocasión que había quedado en España; que no quería regresar a Méjico pues poseía tesoros y oro… y que, en su escudo, el emperador le dio como armas un monte humeante para recordar que fue el primero que un día subió a la montaña que echa fuego.

—¿Os acordáis de las indias?

—Flor Negra está decrépita; reside en su palacio de Tezcuco. Se ha vuelta cruel y ya no toma nunca la figura de un jaguar…, ya no necesita sangre. Lleva ahora un nombre español que exige se le dé siempre que a él se dirigen. Sus hijos se llaman jóvenes condes, lo mismo que los hijos del cacique de Tlascala y todos los descendientes del Terrible Señor… Cuando se visitan los unos a los otros, llevan delante criados portadores de sus armas
y
escudos y tienen esclavos negros que han comprado con oro… Y los tlascaltecas están alegres de no tener que pagar contribuciones, pues así se dispuso en el tratado que don Hernando hizo con ellos… —¿Recuerda aún vuestra merced el tratado de Tlascala?

—Todos estábamos hambrientos. Casi no podíamos tenernos de pie: Estábamos cubiertos de heridas y par la noche fundíamos la grasa de las cadáveres para untar con ella nuestras heridas… Por la mañana vino el joven Xicontecatl, a quien Dios privó de la razón, por lo cual, en sus últimos momentos, fue nuestro enemigo. Pero aquella mañana vino como amigo y prestó su acatamiento… De las antesalas de la muerte, pasamos a Tlascala. Aquí vinieron los notarios, Godoy entre ellos, y leyó algo que apenas entendí. Yo debía irlo traduciendo al mejicano y ellos entonces lo repetían en el dialecto montañés.

—¿Habéis conocido a Duero?

—Andrés del Duero… Cuando volvió, hace de eso por lo menos veinte años, me hizo llamar y me contó lo que el emperador Carlos había dicha de ésta su sierva y me trajo papeles para nuestro hijo y dijo que el niño llevaría con el tiempo preciadas veneras y que sería un igual de los que habían nacido de doña Catalina o de la nueva esposa. El primer hijo de Cortés fue Martín. Siempre lo dijo él así y aún vivía de Hernando cuando Martín fue nombrado Comendador de la Orden de Santiago y su nombre es ahora conocido por sí mismo y por su padre en toda Nueva España… cuando volvió (así es una mujer vieja, pasa de los cientos a los miles). He hablado de Duero. Me dijo que había sido amigo de mi esposo; habían ido mano a mano y el oro de uno era también del otro. Después Duero se apartó y regresó a España. Estaba allí cuando mi esposo tuvo que rendir cuentas ante los Obispos y Grandes. Ordaz estaba junto a él, y Duero, el que un día había sido como un hermano, se puso contra él en nombre del gobernador de Cuba… Entonces Carlos movió una mano y dijo a cada uno de ellos solamente: "Mañana… "

Un hombre alto y encanecido penetró en la habitación. Su barba estaba cuidada, sus mejillas rojas. Una cadena de oro artísticamente trabajada, joya antigua de las aztecas, le colgaba del cuello. Miró con extrañeza a su alrededor, como si se tratara de ver espectros del pasado. Marina le miró y le abrió los brazos:

—Don Bernal… Señor Díaz… Galante. Ya no sé como deba llamar a vuestra merced. Hace ya veinticinco años que los caminos de nuestras vidas se separaron allí cerca de Honduras…

—Marina… Yo estaba en el buque, en la capitana, cuando vos disteis pruebas de vuestro saber. Estaba yo allí cuando don Hernando os habló. En recuerdo de lo pasado, considerando que soy ya un viejo…, ¿querríais darme un beso?

—Siempre igual, siempre el Galante…, lo seguisteis siendo cuando quedasteis de gobernador de Guatemala…, así lo dijeron todos. Una esposa, lo que se llama una esposa legítima, jamás la tuvisteis; pero en cambio sí que tuvisteis hijos… muchos.

—Me ponéis como chupa de dómine tan pronto como me encontráis de nuevo; y eso en presencia de su excelencia el virrey. ¿Por qué no esperáis a hacerlo cuando marchemos juntos y podáis entonces usar libremente de vuestro ingenio?

Mendoza interrumpió:

—Se dice, empero, que vos, don Bernal Díaz del Castillo, aún encontráis en el invierno de vuestra vida no pocas rosas que coger. Debéis envidiar al padre Gomara sus laureles cuando habéis formado en las filas de los cronistas.

—No envidio los laureles al padre Gomara, excelencia. Quisiera más bien arrancárselos de las sienes si pudiera. Un cortesano deslenguado, capellán de Cortés, como es él, quiere mostrarse agradecido… Cada palabra de él que yo he leído está mojada en miel; escribe conforme a modas nuevas, seguidas por los jóvenes de hoy. Acostumbra divagar siempre y remontarse a lo más antiguo, como si se tratara de hablar de lo que sucedió en tiempos de Olid y atiende tanto a los santos que, según él, no ha habido ni una sola escaramuza en la que no haya aparecido san Jorge y, con su lanza, no haya mandado a algunos indios al más allá…

—¿Le corrige vuestra merced o le comenta tan sólo?

—Yo escribo la verdadera y pura historia de la conquista de este reino. Cuando me lo permite el tiempo de que dispongo, así como mis facultades, reúno todos los datos dignos de mención y nada omito.

—¿También nos citaréis a nosotros, don Bernal?

—Vuestro nombre resplandece ya en los primeros capítulos, doña Marina, y al aparecer vuestro nombre, parece que todo se torna más hermoso y sigo entonces contando las cosas tal como sucedieron.

—De mí ya no se acordará seguramente vuestra merced.

—Doña Isabel: A vos os he dado el título de
serenísima
como os corresponde por ser reina, y así lo he escrito en un informe dirigido al rey Don Carlos y que el capitán general me dictó una noche. Recuerdo aún su estado de ánimo cuando el campamento entero…

—¿Es conveniente contar tales cosas después de tantos años?

—Nosotros, los íntimos, lo sabíamos todo… Doña Marina estaba entonces con el niño.. Vos bailasteis con don Hernando en el palacio y su rostro se encendió, a pesar de que siempre estaba pálido…, y cuando apareció vuestra serenísima ante él, en aquel grande y maravilloso día que hoy es objeto del trigésimo aniversario…, fueron estas sus primeras palabras: "¿Dónde está la emperatriz? ", pues así os llamaba siempre. Nosotros, los íntimos, sabíamos que Hernán Cortés ardía con fuego infernal por la princesa Tecuichpo…
Requiescat in pace…

—¿No pondréis todo eso en vuestra crónica…?

—No sería procedente el hacerlo allí: donde se habla de cosas de hombres. Aquí ya nadie sabe los nombres de los que hicieron aquellas hazañas, pues el capellán Gomara sólo da el nombre de sus favoritos. Don Hernando fue un hombre grande y maravilloso; pero era hombre, y sin nosotros, los viejos veteranos, no hubiese podido dar un paso adelante. Y eso sabemos que es la pura verdad todos los que aún vivimos.

—Como ya os mandé decir, don Bernal, debéis hoy coronar el día leyéndonos algún fragmento de vuestra obra. ¿No podemos ya saber todo lo que figurará en la crónica? Bernal Díaz sonrió:

—Mi escribiente está fuera y tiene las hojas. Me limito, con escasa capacidad, a ceñirme a la historia…, pero escribí la conclusión por adelantado. Y ésa es la que os leeré, nobles damas y caballeros.

Durante un minuto reinó el silencio. Mendoza afirmó con la cabeza. Matronas e hijas de nobles entraron en la sala, sonó una dulce música desde la galería y los criados comenzaron a servir refrescos. Entraron algunos jóvenes indios, vestidos a usanza española, pero con el cabello anudado al modo indio; llevaban todos hojas toledanas en el cinto. Inclináronse ante los presentes. Eran jóvenes licenciados de un colegio. Uno, el más joven, aproximóse a Díaz y le contempló. El viejo conquistador le pasó la mano por la cabeza

—¿De quién eres hijo, joven amigo?

—Mi padre es Flor Negra, cuyo padre fue el Señor del Ayuno y cuyo padre fue el Lobo Solitario. A mí me han bautizado con el nombre de Fernando Alva de Ixtioxichitl.

—Hablas bien y animoso. Yo conocí a tu padre cuando era un muchacho como tú eres ahora. Pareces ilustrado y veo llevas el tintero sujeto al cinto. ¿O es que acaso aún dibujas jeroglíficos?

—Los dibujos están ya callados, señor. Apenas queda ya gente que los sepa descifrar. Los bosques rodean y devoran a las antiguas ciudades. Las nuevas calles borran los lugares donde aún quedaba el recuerdo de nuestros antepasados. Los españoles se preocupan tan sólo de su propia gloria. Nosotros debemos paramos a cada paso e inclinamos a contemplar las viejas piedras y a escuchar las historias de nuestros antepasados de labios de los ancianos. Por eso estoy aquí, pues supliqué al virrey la gracia de poderos escuchar y así enriquecer mi escasa y limitada instrucción. Tecuichpo se aproximó y contempló, a su hasta entonces, desconocido sobrino. Le dijo, algo, una palabra de su tribu, una palabra que sólo los iniciados, los pertenecientes a la rama real, los de la familia de Moctezuma, podían entender; una palabra de los dioses y de los emperadores. Y esperó a ver si el joven había comprendido. Este hizo un signo con la cabeza y contestó. Tecuichpo le abrazó entonces. Continuaron después hablando en español.

—¿Has oído hablar de tu tía Tecuichpo?

—Entre las casas de Tezcuco y Tenochtitlán reinaron siempre la paz y el amor.

—¿Sabes algo de la señora de Tula?

—Sé, sus versos de memoria y los he traducido el español. La señora de Tula fue buena para mi abuelo y colmó de flores al malogrado hermano de mi padre, aquel cuyo nombre no puede ser pronunciado, pues es una maldición.

Tecuichpo se acercó más. Para ella no había allí nadie más que el joven y Marina. Su lenguaje se deslizó de nuevo al pasado y las dos mujeres gozaron al oír de labios del muchacho los magníficos y arcaicos giros del viejo idioma.

—¿Has oído hablar de una mujer que el Señor del Ayuno tuvo como esposa?

—Su nombre ha quedado así;
Muñeca de Esmeralda,
Soñé con ella y aún sueño a veces cuando caigo en pecado y me atormentan tales tentaciones. Entonces me arrodillo delante del padre y le digo que por la noche me ha atormentado la pesadilla de mi tribu…, y si me pregunta el nombre, no me atrevo a nombrar a
Muñeca de Esmeralda.

—--¿
Te enseñó tu padre la antigua historia?

M padre vive encerrado con sus sombras, con las cuales habla y a las que llama como si vivieran todavía. Les habla en voz alta. Dicen sus cortesanos que la edad le ha privado del juicio y que sus pecados le desazonan como si fueran un cilicio. Pero yo estoy mejor enterado. Siempre está llamando a su hermano Cacama, que fue tragado por el canal, y llama también a su madre y a su padre y siempre les explica por qué…

—¿Por qué Flor Negra tuvo que inclinarse ante Malinche? —sugirió Tecuichpo.

—Señora y madre. A mí me dieron en el sagrado bautismo el nombre de Hernando, como el marqués. Inclino mi cabeza y reconozco que el Señor nos castigó así por nuestros pecados. Por las innumerables vidas que habíamos sacrificado en honor de falsos dioses; pero eso parece no va de acuerdo con lo que sucedió con ellos. Flor Negra se inclinó ante Malinche, tú misma lo dices, señora y madre, y tú a quien los antiguos cronistas llaman por el nombre de Malinalli… Nuestros cronistas pintan varillas con cordones de flores y. guardan así los antiguos escritos, doña Marina, y dan noticias también de tu padre, que se llamaba
Puerta Florida y
así lo dicen en los dibujos. Mi padre inclinó la cabeza, pero mi abuelo era el Señor del Ayuno y nosotros somos los descendientes de las casas reales de Tezcuco y Tenochtitlán y por eso no podemos olvidar todo eso…

Tecuichpo miraba a la lejanía. Era viuda del noble asturiano don Juan Cano y disponía, por voluntad de Cortés, de muchos bienes en Taclopán; pero a su alrededor sonaban palabras extranjeras, sus propios hijos le eran extraños, extranjeros, condes de Moctezuma por disposición del emperador… ¿Y ella? Una vieja ya, cuyos ojos no estaban todavía rodeados de arrugas y cuyo cuerpo tal vez no había envejecido nada con los años. Sonrió al muchacho y, de pronto, le pasó por la mente aquella noche extraña y fatal en el palacio de Tula… Las tres, Papan, la señora Tula y ella, la más poderosa de las tres porque era la esposa legítima de
Aguila-que-se-abate…
En aquella ocasión, la señora de Tula había hablado de un muchacho, cuyo nombre no podía ser pronunciado… Contempló al muchacho. Tenía la frente alta y poderosa, su piel se había tornado pálida de vivir en el colegio; era un vástago real de pura sangre. Estaba, de todos modos, más cercano a la nueva raza. Sonreía como los nuevos señores, hablaba su idioma, como ella misma lo hablaba, y estaba sujeto a este nuevo mundo por invisibles y múltiples hilos. Mendoza se esforzaba en mantenerle afecto; le había prometido un cargo en su cancillería y posiblemente, tal vez, uno en el Consejo de Indias, en Madrid. Allí se podría casar con una señorita de la nobleza española… Pero ahora aún les pertenecía a ellos; era sangre de su sangre, muestra de su raza en esta noche en que todo eran recuerdos. Esta noche pertenecía todavía a Tecuichpo; ella podía retener en su poder al muchacho, como la señora de Tula le retuviera un día, no con el derecho del cuerpo, sino con el de la sangre y de los recuerdos.

Esta noche eres mi huésped. Soy la más antigua de la familia y te lo ordeno.

—Tu mandato será cumplido, señora y madre.

El franciscano se frotó sus manos gotosas. Llevaba larga y roja barba que cubría todo su rostro, dejando ver solamente sus dos ojos pequeños, curiosos y regocijados a un tiempo. El gastado hábito envolvía su huesuda y alta humanidad y se destacaba fuertemente entre los trajes de terciopelo que le rodeaban. Mendoza salió a su encuentro, dobló la rodilla y le besó la mano.

—Os doy las gracias, padre, por haber venido. Como se dice, andáis escaso de tiempo; mojáis la pluma a la luz de las modernas lámparas y gastáis la tinta a jarros. ¿Es así, en verdad?

Other books

Hannibal by Thomas Harris
Roads Less Traveled by C. Dulaney
Variations on an Apple by Yoon Ha Lee
Wheel of Fate by Kate Sedley
Whitney, My Love by Judith McNaught
A Courtesan’s Guide to Getting Your Man by Celeste Bradley, Susan Donovan