Tomás. Pálido, lívido, clorótico, exangüe, cadavérico, demudado, macilento, vencido…
—¿Tomás, qué pasa?
—Lo peor, señor marqués. Traición.
—¿Tu novia se ha ido con otra?
—Nada de eso. Mi novia llega mañana a las ocho.
—¿Llega su alteza?
—Menos coñas, señor. ¿Qué hacemos?
—Convoca con urgencia al personal. Y que venga mi mujer.
Esta Gertrude no me gusta nada. Da largas con el alcoholismo de su padre, y de golpe y porrazo anuncia su llegada. Un solo error y toda la estrategia de Tomás se va a tomar viento. Marsa acude.
—Mi amor, te perdono todo. Puedes volver a nuestro cuarto. Mañana me pondré la chaqueta beige. Renuncio a ver, por esta vez, a Sara Baras. Pero la urgencia manda. La Princesa Gertrude, novia de ese sinvergüenza de Tomás, aterriza mañana en Sevilla. Tenemos que avisar a todo el servicio. Y, por supuesto, poquito más tarde de la amanecida, nos vamos a la Casa de los Cazadores.
—Te ayudo en todo, mi amor.
—Oriéntame en cómo se lo explico al personal.
—Como una broma, una apuesta.
—Si uno se va de la húmeda, todo se desmorona.
—No pasará nada.
—Me da mucho asco que Tomás y Gertrude duerman en nuestra cama.
—Colchones, colchas, sábanas y almohadas a tirar.
—He convocado a la gente.
—Yo contigo y con Tomás, mi amor. Y esta noche, fiesta.
—No sé si podré.
—Si no puedes, canto y me chivo.
—Podré, alazana mía.
En el guadarnés, todos mis servidores, niños incluidos. Están expectantes. Con esto de la crisis, esperan el anuncio de un ERE. Nada de ERE. En casa no se despide a nadie por motivos económicos. Tomás, blanco como cirio de bautizo, me mira y lloriquea.
—Tomás, mariquita.
—No abuse, señor marqués.
Y el personal, aguardando la belleza de mi palabra.
—Queridos todos. No hay ERE. Nadie va a ser despedido. Pero exijo vuestra completa lealtad. Se trata de una apuesta. Don Crispín está en las islas Seychelles y no se va a enterar de nada. A ver cómo me explico. El asunto no es importante, pero tampoco menor. A partir de mañana por la tarde, el marqués de Sotoancho será Tomás. Yo paso a ocupar el cargo de «asesor de caza» y tendré mi domicilio en la Casa de los Cazadores. Miroslav, te pondrás a las órdenes de Tomás y te dirigirás a él como «señor marqués».
—Antes de eso, me vuelvo a Serbia.
—Miroslav no me falles, que esto es una broma.
—A Tomás, señor marqués, no le llama «señor marqués» ni el recién llegado en una patera.
—Miroslav, es un favor.
—Y grande, señor. Tomás tiene aspecto de asesino.
—Creo que llegamos a un acuerdo al respecto.
—Sí, señor. Pero mi dignidad de coronel serbio degradado me impide participar en este juego. Tomás no puede ser «señor marqués» ni por aproximación de borracho.
Grave problema. Miroslav ha sentido en su ánimo un arranque de lealtad, y para él no hay más marqués que el verdadero.
—Miroslav, no fastidies la apuesta. Disciplina. Cuádrate.
Un espectáculo. Cuando Miroslav se cuadra, hasta los árboles parecen de goma.
—Coronel Miroslav: yo, el marqués de Sotoancho, le ordeno que a partir de mañana, y hasta nueva orden, se dirija a Tomás como «señor marqués». Y a mí me podrá tutear con el nombre de Lorenzo, identidad que asumo desde ahora. La señora marquesa, Miroslav, atenderá a la llamada de Filomena. Lorenzo y Filomena desde mañana y hasta nueva orden. ¿Alguien desea preguntar?
—Señor marqués —María—, ¿Tomás puede despedirnos?
—Nunca. Es un marqués falso, pero, por unos días, será el verdadero. Un impostor. Pero respetable y respetado.
—Señor marqués —Gaudencia, la lavandera—, ¿Tomás dejará de hacernos
mobbing
mientras sea el señor marqués?
—¿Os hace
mobbing.
—A mí me tiene frita, señor.
—Si Tomás, vuestro nuevo marqués, abusa de vuestra dignidad, me lo decís, yo llamo a Garzón y, en un menos de un mes, está en la cárcel con todos los del Partido Popular.
—Señor —Pepillo—, ¿a qué viene todo este lío?
—El futuro de vuestro amigo y compañero Tomás depende de vuestra estricta colaboración.
—Señor marqués —Flora—, ¿hay faldas de por medio?
—Hay faldas, Flora. No es momento para las mentiras. Tomás, que tú lo conoces muy bien…
—Aquello pasó y fue cosa de dos días, señor.
—No me lo recuerde que lo mato, señor. —Pepillo.
—Perdonad por hurgar en el pasado. Decía que Tomás se ha enamorado y ha encandilado a la Princesa Gertrude, y que ésta cree que Tomás es el marqués de Sotoancho. Las cosas del amor se arreglan o destruyen con el tiempo, pero es imprescindible que su primera impresión al llegar a La Jaralera sea positiva. La señora marquesa, a partir de ahora Filomena, os dará las instrucciones y los planes de servicio.
—Señor —Julio el Rastrojera, sindicalista estalinista—, siento por usted un cierto aprecio. Mi ideología me obliga a intentar por cualquier medio que los reyes, los príncipes y los aristócratas desaparezcan de la faz de la Tierra. No he atentado contra usted porque siempre admitió mis reivindicaciones. Pero ahora se me plantea un dilema: si el nuevo marqués es él, ¿puedo pasarlo por las armas? Y si usted es un simple Lorenzo, ¿estoy autorizado a darle una bofetada cuando coincida con usted en las labores del campo?
—Mi respuesta es contundente, Rastrojero. No. Pasar por las armas a un marqués que no es marqués no sólo no es revolucionario, sino una majadería. Su prestigio descendería notablemente. Y tenga por seguro que no va a coincidir conmigo en las labores del campo. ¿Enterados todos?
—Señor —Modesto—, usted siempre me ha tratado con cariño y aceptado mi condición de gay. Pero Tomás, cuando coincido con él, al pasar junto a mí, me suelta susurros insultantes. Ayer mismo, me llamó «maricón de dehesa». ¿Debo soportar su homofobia?
—Me gusta tu vocabulario, Modesto. Si Tomás vuelve a llamarte, mediante gritos o susurros, «maricón de dehesa» o cualquier otra descalificación humillante, siempre que no sea ante la Princesa Gertrude, puedes soltarle una castaña. Eres más fuerte que él.
»Así que ya lo sabéis. Miroslav, María y Flora nos ayudarán a la señora marquesa, Filomena, y a mí, Lorenzo, a mudarnos a la Casa de los Cazadores. Ni una pregunta más. Espero que mi confianza en vosotros no se vea herida por la decepción. Ahora, Tomás, pide perdón a Modesto por llamarle «maricón de dehesa», a Pepillo por haberte ventilado a Flora…
—¡Lo voy a matar! —Pepillo.
—Calma Pepillo, que no quería hurgar en el pasado, pero se me va la lengua. Y a Gaudencia por hacerle
mobbing.
—Os
pido perdón humildemente a todos.
—No lo hace de corazón —Pepillo.
—Es un cernícalo falso —Gaudencia.
—Un embustero cobardica y malote —Modesto.
—No me pida que le llame «señor marqués», señor marqués.
—Miroslav, atento a la orden. ¡Firrr…mes!
—A sus órdenes siempre, señor.
—Tomás, esta noche cenarás en el comedor principal solo. María te servirá la cena. Espero que sepas usar los cubiertos. Y podrás dormir en nuestro cuarto.
—Eso no, señor marqués. Usaré el cuarto verde.
—Como quieras. Lo preferimos. Nos daba bastante asquito. Señoras, señores, buenas noches y a descansar, que mañana es el día gordo.
No advierto entusiasmo en el colectivo asalariado con la nueva situación. Tomás lleva años dedicándose a tratar a la gente con mala guasa, y el resultado no ha sido positivo. Además, ahí está el pasado. Se zumbó a Flora, creo que se tiró una vez a María, y ahora anda cosquilleando a la pobre Gaudencia, que es un alma de Dios. Y lo de llamar a Modesto, que está pasando una mala temporada por el abandono de Bubú, «maricón de dehesa» es sencillamente inaceptable. Me da pánico Miroslav, porque es hombre de alta dignidad y muy mal pronto. Espero que Tomás sepa tratarlo con educación y cautela. Julio el Rastrojero no, porque toda la fuerza se le va por la boca. En el pueblo le llaman Matamosquitos, porque ni con las moscas se atreve.
Para recoger a la Princesa Gertrude en el aeropuerto de San Pablo he ordenado a Miroslav que disponga del Bentley. La primera sensación es fundamental.
—Marsa, compra sostenes. Una marquesa puede ir como quiera, pero una empleada del hogar como Filomena, tiene que ser pulcra y respetuosa.
—No me los voy a poner.
—Mira a Elena, siempre pudorosa.
—Allá ella.
—Lorenzo te lo pide.
—Que le den a Lorenzo.
Siempre esquiva, altanera y retadora. Me gusta que sea así. Y más que no obedezca a Lorenzo.
—Como somos otros, hoy podremos dormir juntos, amor.
—Así es, Marsa. Filomena nunca ha puesto los cuernos a Lorenzo.
—Te voy a comer a besos, mi vida.
La mudanza no ha tenido secretos. Lo trabajoso ha sido retirar todas nuestras fotografías enmarcadas, claramente delatoras. El retrato que me hice con uniforme de maestrante ha sido sustituido por otro de mi bisabuelo, de parecido trapío. Los de Papá y Mamá los hemos respetado.
Cualquier pareja puede tener un hijo extremadamente horroroso, como Tomás. Y en la Casa de los Cazadores, felices con Elena y los niños. La ventaja de tener hijos pequeños con una edad provecta es la del desparpajo.
—Niños, os voy a contar el cuento de Caraculo.
—¡Sííí, Papá, por favor!
—Cristian, ese cuento no es apto para los niños.
—Tampoco es nada del otro mundo, Elena. Y no me llames Cristian. Durante tres días seré Lorenzo.
—Pues ingéniate otro cuento.
—De acuerdo. Niños, os voy a contar el cuento del mago Pitilín, que le llegaba a Pekín.
Intervino Elena.
—Niños, Papá está cansado y no dice más que tonterías. Mañana os contará otros cuentos. Un beso a Papá, otro a Marsa, y todos a la cama.
—¡Qué pena, Papá! Con lo divertido que parecía lo del mago Caraculo.
—El mago Pitilín. Caraculo es otro. «Erase una vez un niño que nació al revés. Tenía la cara en el culo y el culo en la cara. Entonces…»
—¡Niños, a dormir!
Obediencia total a Elena. Besos, buenas noches, y a rezar antes de acostarse. Les encanta la Casa de los Cazadores. Para ellos es una novedad, casi unas vacaciones. Espero que no se aparezcan los fantasmas de Mugurucci y Gambolini, esa pareja de cazadores de poco fiar.
Marsa ha asistido, entre divertida y pasmada, a la escena.
—No sabía que dominabas los cuentos.
—Ni yo. Me obligan a contarlo y me matan.
—Podrías decirles que el niño Caraculo lloraba mucho en el colegio, porque se sentaba sobre su cara y no aprendía nada.
—Me gusta eso, Marsa. Sigue.
—Y cuando el profesor le daba azotes en el culo, le partía los morros.
—¡Yajajá! Eso es muy gracioso.
—Y cuando hacía pipí, se mojaba la nuca.
—Uyuyuyuiii. Formidable.
—Y si se tiraba un pedete, le decían que tenía muy mal aliento.
—O paras, o me descuajeringo.
—Si quieres, seguimos mañana. He cenado unas frambuesitas, amor. Y lo que me apetece, como buena Filomena, es meterme en la cama con mi Lorenzo.
—Y tu Lorenzo, que no ha cenado nada, te quiere cenar a ti, Filomenilla.
—Mi amor… vamos…
—Vamos, vamos…
La escena se presentaba patética. El falso marqués de Sotoancho, con su traje azul marino con rayas blancas, cenaba una sopa de guisantes con curruscos en el comedor principal de La Jaralera. Ocupaba la cabecera de Cádiz, que es sabido que la línea que separa las provincias de Sevilla y Cádiz parte en dos el comedor de La Jaralera. A espaldas del impostor, María, la pulcra doncella de la casa.