El diario de Mamá (13 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

BOOK: El diario de Mamá
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—Lo haré cuando me la tire.

—Mira lo que digo: ¡ja, ja y ja!

—Espero que no haya intentado usted algo con ella.

—Tomás, ya me conoces. Estoy enamorado de Marsa y he superado los setenta.

—Usted es un degenerado en cuestiones de sexo.

—Tomás, que soy el marqués…

Tengo que apurar toda mi inteligencia. Acabo de recibir un mensaje de Marsa en el que me anuncia que se ha largado a Bogotá por una buena temporada. Me alegro, porque así no cae en las redes de la Feria. Echaré de menos su belleza, pero no ha estado a la altura de las circunstancias. Esos celos de Gertrude descalifican su pretendido liberalismo, que en ella es libertinaje. Si todo se calma, volaré a Colombia para traerla de vuelta. Llevo unos días con «mono» de apuntes de Mamá. Pero presiento inmediata la recuperación de mi casa y mis dignidades. He visto a Tomás derruido. No le he dicho que Gertrude y yo nos dimos un lote de los buenos, en el soto de las oropéndolas porque su corazón podría no haberlo resistido. Sin Marsa, campo libre. Aprovecha, Cristian. La multa por lo de los enanos asciende a treinta mil euros. Por fortuna, ninguna noticia de demandas judiciales. Los niños y Elena están felices en la Casa de los Cazadores. Por mí, que se queden. Como si estuvieran en casa sin estarlo, que también tiene sus ventajas. Y el granuja de don Crispín ha adelantado el retorno de las Seychelles por culpa de los piratas de Somalia. Mañana lo recogerá Miroslav, y éste le pondrá al corriente de la surrealista situación que se vive en casa. Me gusta incordiar. Ha principiado la caída del sol y los colores del atardecielo en La Jaralera no son descriptibles. Voy a presentarme en mi casa, todavía la de Tomás, y ofrecerle a Gertrude un paseo por el campo. A Tomás se le va a poner el pelo blanco.

En la puerta de casa, María y Miroslav.

—Señor marqués, hemos llegado al límite de la paciencia. Ni un minuto más sirvo a ese canalla.

—María, el huevo está a punto de romperse.

—A sus órdenes siempre, señor. Si desea que Tomás desaparezca, estaría encantado de satisfacer sus deseos.

—Que la sangre no llegue al río, Miroslav.

Flora y Pepillo se unen a la tertulia.

—Lo que le dije, señor marqués. Esto hay que terminarlo.

—No te preocupes, Flora. Tomás está entregado.

—Me ha dicho, de muy mala manera, que las buganvillas están descuidadas.

—Últimos coletazos de su breve reinado, Pepillo.

—Y un chisme, señor.

—Habla, María.

—Ese no le ha tocado ni un lunar a la rubia. Hasta usan diferentes cuartos de baño.

—Algo de eso intuyo.

Tomás, de golpe:

—Lorenzo, necesito hablar urgentemente con usted.

—Tomás, somos todos de casa. Ni Lorenzo ni vainas. Pero, si quieres, hablamos. Vamos a mi despacho, que no es el tuyo, y terminamos la charlita.

—Vamos.

—Querrás decir, «vamos, señor marqués».

—Eso.

Gertrude, bellísima, en el descansillo de la escalera. Al preguntar «¿Adónde vas, Cristian?» he caído en la trampa. «A mi despacho», he dicho, y a Gertrude se le ha puesto la cara rara. Y a Tomás, blanca como la leche. Pero ya no reacciona. No obstante, Tomás le ha ordenado que no se vaya muy lejos. «Es posible que te necesitemos, amor mío.» «Si me necesitas, me llamas, pero lo de "amor mío" te lo ahorras.» Estas tirolesas son así.

Hemos cerrado con llave el despacho. Tomás no ha intentado ocupar mi sillón.

—Tomás, eres la antítesis del marqueserío.

—Y usted, la deslealtad en persona. Gertrude ha cantado.

—Me quieres tender una trampa. No voy a caer.

—Me ha dicho que usted ha intentado abusar de ella.

—No seas antiguo. Nada de nada.

—La verdad es que no me lo ha dicho, pero me huelo que usted ha intentado abusar de ella.

—Eso ya no te incumbe, Tomás. Quiere dejarte.

—Eso me temo. Pero no voy a permitir que sea para usted. Antes la mato.

—Ahí tienes las escopetas.

—No me tiente.

—Con un buen abogado, te pueden caer sólo veinte años. Necesitas unas vacaciones. Lárgate al Puerto una temporadita. Reencuéntrate con tu gente y tus amigas, y cuando vuelvas, esta casa seguirá siendo la tuya y la de siempre.

—Usted quiere que me vaya para acostarse con Gertrude.

—Yo quiero que te vayas para que te tranquilices. Pero, antes de largarte, tienes que dar la cara.

—Eso sí que no. Me muero de humillación y vergüenza.

—Yo la doy por ti.

—Siempre que me jure ante los Evangelios que no intentará nada con Gertrude. La pierdo, pero no la presto.

—Procúrame unos Evangelios.

—Era un decir.

—Pues te lo juro. Puedes irte tranquilo. No voy a intentar nada con esa guarrita fabulosa.

—Gertrude no es una guarrita.

—Tomás, parece que me acabas de conocer.

—¿Prometido, señor marqués?

—Prometido, Tomás. Anda, dame un abrazo.

Al abrazarme, Tomás se ha roto. Excesiva tensión acumulada. Llanto y desconsuelo. Me he visto obligado a separarme un poco porque sus lágrimas a punto han estado de regar mi Teba. Nada peor para una Teba que las lágrimas menestrales, excesivamente saladas.

—Cuando salgas del despacho, le dices a Gertrude que quiero verla. Ni te despidas. Y llámame. Vas a ver como en una semana estás recuperado del todo. No te olvides de llamarme, Tomás.

—No, señor marqués.

—Y ánimo. Sonríe. Pareces un iraní.

—Reconozca que no tengo motivos para dar saltos de alegría.

—Pues sí. Te has librado de una buena.

—Visto desde ese prisma, tiene razón.

—Buen viaje, Tomás.

—Y la promesa.

—La cumpliré hasta la muerte.

Me ha entristecido la salida de Tomás. Cabeza resignada, nuca de preso, brazos caídos. Se lo merece, pero siento un grandísimo afecto por él. No se ha dado cuenta de que, al reafirmar mi juramento de lealtad, he cruzado dos dedos de mi mano izquierda. Una añagaza. Travesura total, ¡lejjjé! La alondra no se me escapa. La alondra está aquí.

—¿Lorenzo? ¿Quería usted algo?

—Sí, Alteza Imperial.

—No soy Alteza Imperial.

—Ni yo Lorenzo.

Capítulo 9

La densidad del aire precisaba de una ventana abierta. Gertrude no pareció sorprenderse en demasía con mi reconocimiento de falsa personalidad.

—Entonces, ¿quién eres?

Cuando el momento que se avecina tiene posibilidades de adquirir una alta valoración histórica, acostumbro a regodearme en la suerte. Invité a la maravillosa y arruinada Princesa del Tirol a sentarse, mientras yo lo hacía en mi recuperado sillón de trabajo.

—Gertrude, voy a ser conciso. Me llamo Cristian Ildefonso Laus Deo María de la Regla Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules. Soy el octavo marqués de Sotoancho. Y, por ende, dueño y señor del latifundio que te ha acogido. Lo de Tomás no ha sido una broma de mal gusto. Tomás me confesó que estaba enamorado de ti y que se había hecho pasar por mi persona. Si a esa confesión le añadimos que me chantajeó con la probable difusión de unos cuadernos manuscritos de mi madre, que en paz descanse, en los que arremete de continuo contra mi dignidad, entenderás que me haya prestado a formar parte de la farsa. Tomás, avergonzado, se ha marchado a pasar una temporada a su casa del Puerto. Tomás es mi mayordomo, al que tu llamas «Cristian», pero Cristian soy yo. Filomena es Marsa, mi mujer, que también se ha ido por celos. Los tiene de ti. Y creo que con razón, porque los hombres no disimulamos y tú me encantas. A partir de ahora, Gertrude, eres mi invitada. Podrás disfrutar sin mentiras de todas las maravillas de La Jaralera, incluida mi compañía. No te vayas. Esta casa necesita una mujer joven y guapa. Quédate lo que estimes oportuno, que ojalá sea mucho.

Gertrude atendía en un principio muy seria e impresionada, pero poco a poco, una sonrisa de edelweiss alumbró sus labios. Sí, lo he escrito y no me arrepiento. Una sonrisa de edelweiss.

No tendrá un euro, pero se le nota el empaque.

—No me siento nada ridícula ni decepcionada. Desde que te vi, supe que algo raro pasaba aquí. La vuelta por el campo y nuestra desinhibida estancia en el soto de las oropéndolas me lo confirmó. Sabía que en España existe una aristocracia rural que no encaja con la estética de la nobleza que tenemos en Austria. Pero Cristian, perdón, Tomás, rompía la amnistía del modelo. Dice «coñes». Y me fijé en ti porque tú sí podías representar la figura del noble campero español. De ahí que no me sorprenda nada lo que me has contado. Lo único que siento, y lo siento de verdad, y va a ser la circunstancia que me impida aceptar tu invitación, es la espantada de tu mujer por mi culpa. No pierdas un segundo y recupérala.

Me vi obligado a interrumpirla.

—Para el carro, sirena del Danubio. Marsa se ha ido enfadada, pero creo que más consigo misma que contigo. Marsa es muy suya. Pocos días antes de tu llegada me puso los cuernos con un bombero con aspecto de ruso. El año pasado, con un mayoral de mi ganadería. Hace dos años, con el alcalde socialista de Guadalmazán del Marqués, municipio al que pertenece una parte de La Jaralera. Y tres años atrás, con un torero, Farolitos, que ha pasado a la Historia de la Tauromaquia como el peor de cuantos se han puesto el vestido de torear. Antes de conocerla, que lo hice en Estoril y fue la primera mujer que experimentó mi cuerpo, se había casado dos veces en Colombia. Tuvo un novio en Nueva York. En Buenos aires se fumigó a un polista. Y yo la quiero, claro. Me ayudó lo indecible para resignar el carácter de mi madre, que en paz descanse, una verdadera bruja piruja. Ignoro cómo decís en el Tirol «bruja piruja».

—«Brujen pirujen.»

—Pues eso. Una «brujen pirujen» de imposible comparación. Como apenas te conozco, y no siento vergüenza contigo, te enseñaré lo que ha escrito de mí. Cuando nací y me llevaron a sus brazos, rompió a llorar al comprobar mi acusada fealdad.

—Duro comienzo para un niño.

—Me caí de los brazos del ama en mi bautizo, y mi madre ha atribuido a ese sucedido todos los errores que he cometido en mi vida.

—Tampoco mi madre es trigo limpio.

—¿Tu padre, el Príncipe Mauricius, bebe?

—Ganó en Múnich, representando a Austria, el Campeonato de Baviera de Cerveza.

—Me lo figuraba. Me cae bien.

—Y a mí. Adoro a mi padre y recelo de mi madre, que me ha mandado a España para que me case con un rico. Yo creía que Tomás lo era. Pero el rico de verdad eres tú, y estás casado. ¿Los cinco niños son de Marsa?

—No. Son míos y de mi primera mujer, Marisol, la hija del Guarda Mayor de La Jaralera. Era un prodigio y todavía sueño con ella. Se mató en coche. Elena, la que los cuida, era su mejor amiga. Se lió con mi nonagenario tío Juan José y le dejó un pastón. Ha entregado su vida a mis hijos, y es feliz.

—Tiene mérito. Apenas la conozco, pero me cae muy bien.

—La vida ofrece muchos caminos, Gertrude. No renuncies a un sendero que existe, y que está ahí, aunque no lo hayas descubierto. A propósito, voy a cambiarte el nombre. Los andaluces tenemos un serio problema de pronunciación, y Gertrude es demasiado duro para mí. A partir de ahora, te llamaré Manuela.

—Muy español. Al principio puedo sentirme despistada.

—Manuela arriba y Manuela abajo. Voy a ordenar al servicio que se dirija a ti como «doña Manuela».

—Lo que tú digas. Me gusta.

—María, la doncella, se ocupará de ti.

—Me parece un encanto.

—Seguirás en el cuarto verde. Pero sola.

—Un chollo.

—Un chollo, Manuela.

—Y mañana, en la amanecida, te llevaré de paseo. Desayuno a las nueve en punto.

—Eso no es la amanecida.

—Para mí sí, Manuela.

—¿Sabes una cosa, Cristian?

—Habla, Manuela.

—Que me voy a quedar unos días. Ahora tengo que llamar a Mamá para decirle que el marqués de Sotoancho me ha salido rana.

—Te lo prohíbo. Yo no te he salido rana.

—Algo tendré que decirle. Me llama todos los días para preguntarme si me he quedado preñada. Menos mal que Tomás no me tocó ni un pelo. Si me quedo embarazada y resulta que el padre no es el marqués sino su mayordomo, le da un telele.

—Le dices que todo va bien, sin más explicaciones. En la amanecida, Manuela.

—En la amanecida, Cristian.

Tilín. Esta mujer me hace tilín. Y creo que soy correspondido. Voy a conocerla, a sopesarla. Me quiso cuando yo era Lorenzo, el encargado de la caza. Parto de un sentimiento noble. Y si Marsa se ha ido a Colombia yo me puedo marchar a mis sueños. La que se fue a Barranquilla, perdió su silla. Me siento ingenioso.

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