—¿Desea el sinvergüenza y golfo del señor marqués repetir sopita y currusquitos?
—María, por favor…
—Ni por favor ni nada. El canalla y corruptor de menores del señor marqués puede pedir lo que desee.
—María, no te tolero lo de corruptor de menores. Cuando tú y yo tuvimos temita, pasabas de los cuarenta años.
—Señor marqués, asqueroso. Cuando usted me puso el termómetro una tarde que estaba en la cama y con fiebre, y no me puso el termómetro sino otra cosa, esta menda no había cumplido los treinta y cinco. Y usted se llevó mi honor, que una es muy antigua y decente.
—Se comenta que Miroslav te ponía muy burra.
—Se comenta y se miente y se calumnia. Miroslav, es cierto, degenerado señor marqués, que me sorprendió un día y me besó apasionadamente. Pero sólo eso. Bueno, un poquito más, pero sólo eso. Bueno, bastante más, pero sólo eso, y una sola vez.
—¿Qué hay de segundo plato?
—Ni lo sé, ni me importa, ni voy a servírselo, señor marqués obseso sexual y pervertido.
—María, quiero un café.
—Se lo prepara y se lo sirve usted, señor marqués maníaco y psicópata.
—María, ahora mismito el café. Si no me lo traes, me chivo a Lorenzo y Filomena.
—Como mande, señor marqués hijoputa.
—Y ábreme la cama del cuarto verde.
La ventaja que tiene cambiar de identidad es que un marido y una mujer, por tiempo que lleven casados, acaban de conocerse. Marsa se enamoró de Cristian y viceversa. Pero Lorenzo era una novedad para Filomena, y Filomena para Lorenzo. Pasión desbordada. El Caribe instalado en la Casa de los Cazadores. Me entró la poética.
—¡Cómo
estás
de buena, Filomena!
Y ella:
—Y sólo es el comienzo, mi Lorenzo.
Efectivamente.
La galopera se pasó de horas. Eran las cuatro de la mañana, madrugada oscura, noche aún, primavera alzada, sabanal de espasmos, cuando Lorenzo y Filomena seguían en lo suyo, carrasclás sin tiempo, trotecillo loco, viento contra el mástil, y la bandera al viento.
—¡Lorenzoooooo!
—¡Filoooooo! ¡Se agrieta la presa del pantano!
—¡Lo siento!
—¡Inundación, Filomena!
—¡Aggggggaaag!
—¿El yerno de Aznar?
—¡Aaayjjjfff!
Y la monda.
El impostor, nada acostumbrado al marquesado, abusaba de su falsa condición.
—María, termo con agua helada.
—Para tirárselo a la cabeza, miserable señor marqués.
—Y unas laminitas de Lindt. Con leche.
—La que se va a llevar puesta, señor marqués de carnaval.
—Y como no hay nadie en casa, si te apetece, te pongo el termómetro.
—¡Canalla!
—No tanto.
—Canallete.
—Menos.
—Canallita.
—Mejor.
—Bueno, pero sin compromiso por mi parte.
—Ni por la mía.
Eran las ocho de la mañana. El cuarto verde olía a pasión menestral. El falso marqués, mientras acariciaba la cabeza rendida de María, recuperó la pantomima.
—María, un café, bollitos y huevos con
bacon.
—Lo que usted me ordene, señor marqués.
—Y de lo que ha pasado, chitón.
—Chitón, mi amor, señor marqués.
—Y si hay niño, te casas con otro.
—¡Cómo te quiero, señor marqués!
Diana a las nueve. El gran día. Miroslav nos trae los bollos. Se cuadra.
—A sus órdenes, Lorenzo.
—¿Qué tal el impostor?
—Ha dormido con María en el cuarto verde.
—¿Cómo lo sabes?
—He sospechado y vigilado. Y he grabado.
—Eso no está bien, Miroslav.
—Yo no amo a farmacéutica. Yo amo a María, Lorenzo. Y Tomás, el señor marqués nuevo, ¡pumba y pumba!
—Este marqués nuevo es un tarambana.
—Espera princesa de Austria y se ¡pumba! a María.
—Lo que siembra, lo recogerá.
—Un gran sinvergüenza nuevo marqués, señor Lorenzo.
—En tres días, tendré charlita con él.
—No, señor Lorenzo. Yo mato a ese malvado.
—Tranquilo, Miroslav. Las cosas no son como antes.
Ahora una mujer puede tener, con todo derecho, experiencias.
—En Serbia odiamos las experiencias de nuestras mujeres, señor Lorenzo.
—Ofrécele matrimonio.
—Serbios no apreciamos servilletas usadas.
—Miroslav, no seas antiguo. Filomena me la ha pegado con un bombero.
—Rubio con cara de ruso. También espié.
—¿Y?
—Tremendo, señor Lorenzo. Filomena, muy zorra.
—¡Miroslav!
—Sinceridad, señor Lorenzo. Filomena merece tunda.
—Hay que perdonar, Miroslav.
—Yo no perdono. Cuando usted vuelva a ser el señor marqués, yo me cepillo al usurpador.
—Acuérdate de María Magdalena.
—No conozco.
Cumplido el desayuno, y preocupado por la santa y justificada ira de Miroslav, procedo a pasear en mi primera mañana de empleado de casa. Se siente uno bien, sin el peso de la responsabilidad. De la Casa de los Cazadores a la principal, el camino es agradable. Mi deber es advertir al impostor que no se puede ir por la vida fastidiando a los demás y trajinándose a mujeres por pura diversión. Hoy, precisamente, llega Gertrude, su novia, y tiene la obligación de reservarse para ella.
Pepillo, cortando las buganvillas.
—Buenos días, Lorenzo.
—Así me gusta, Pepillo. Concentración.
—El nuevo señor marqués tiene una pinta fatal.
—No yerras.
—Va por ahí con un bastón y un sombrero, imitándole a usted, que es para morirse de risa.
—¿Qué camino ha tomado?
—El del soto de las oropéndolas. Parece un nuevo rico de Chechenia.
Cambio de rumbo. Pensaba esconder mejor los cuadernos de Mamá, pero no creo que Tomás haga uso de ellos. Además, están bajo llave. Para llegar al soto de las oropéndolas hay que subir por un breve, pero elevado, accidente de terreno, que me ha dejado los muslos como si fueran cocochas de merluza. Cuando era marqués, ese repecho lo hacía en el Jeep de Modesto o la furgoneta de Pepillo, pero los empleados no tenemos derecho a determinadas ventajas. Descanso en la cima, senda descendente, el soto a la vista, y una seta con sombrero y bastón que hacia mí viene. Tomás. Me adelanto al saludo.
—Buenos días, señor marqués.
—Lo mismo digo, Lorenzo.
—Está usted elegantísimo. Cuando le vea la Princesa Gertrude va a derretirse de amor.
—Menos cofias, Lorenzo, y más respeto.
—A propósito de respetos, señor marqués: Miroslav quiere matarlo.
—Por eso estoy paseando. No me atrevo a volver a casa.
—Ya me he enterado de lo suyo con la pobre María.
—Ha sido ella la seductora.
—No me parece oportuno lo que ha hecho, señor marqués.
—Ni a mí, Lorenzo, pero las cosas vienen como vienen.
—Si lo desea, le acompaño a casa para que Miroslav no le abra en canal.
—Te lo agradezco, Lorencillo.
Bajo el gran magnolio de la recoleta, Miroslav monta guardia. Sus ciento noventa centímetros imponen. El impostor se coloca a mis espaldas como los niños se amparan en sus madres cuando les ladra un caniche. Miroslav se cuadra.
—A sus órdenes, don Lorenzo.
—Nada de eso, Miroslav. A las órdenes del señor marqués.
—Privodnie snotoba grumik slavdie.
—¿Qué es eso?
—«A sus órdenes, señor marqués», en croata antiguo.
Llegamos hasta la puerta. Ahí está María. Este golfo la ha dejado medio tonta.
—¡Hola, Lorenzo!
—Hola, María.
—Buenos días, señor marqués mío.
—María, reprime tu entusiasmo.
—Cuando se vaya la extranjera esa, te voy a volver loco.
—María, más prudencia, que nos está mirando Miroslav.
—¡Trueno mío!
Así los he dejado. Vuelvo al lado de Miroslav.
—¿Eso que has dicho en croata antiguo significa de verdad «a sus órdenes, señor marqués»?
—No, Lorenzo. Quiere decir «ayer estuve en el burdel con tu madre».
—Me parece correcto.
—Se está trajinando otra vez a María, Lorenzo. Mi corazón, a punto de ahogarse de pena.
—Tranquilo, Miroslav. Todo volverá a su sitio.
Un sinvergüenza enciclopédico. Si la pobre Gertrude supiera con quién se está jugando los cuartos, se quedaría en las montañas con Heidi, el abuelo, el perro y las cabras. Mis niños juegan en el jardín de la Casa de los Cazadores. Están felices. Uno de ellos —no le pongo a ninguno su nombre—, corre hasta mí, me abraza, me besa y se marcha. Tintineo cardíaco. Marsa habla con Elena. Algo tiene esta casa que atrae. Aquí instalé a mi madre cuando fue atacada por el aire por un terrorista de Al Qaeda. Falló, el muy inútil. El que no falló aquí es el bombero.
El impostor nos ha citado a todo el personal a las nueve en punto para recibir a la Princesa Gertrude. Los niños no irán. Me comería las horas que faltan para su llegada.
—Marsa, vas demasiado elegante. Recuerda que eres Filomena.
—Es que no me compras nada que sea barato.
—Entonces, combina mal a propósito. La blusa morada y los pantalones verdes.
—Voy a parecer una toalla de Wimbledon.
—Mejor. Yo, en cambio, voy muy de asesor de caza.
—Estoy como una pila, mi amor.
—Y yo. También estremecido. Me aterra el plan.
—Vamos y ánimo, Lorenzo.
—Siempre contigo, Filomena.
Todo el personal en la puerta de casa. Hasta Julio el Rastrojero. Formidable ambiente. La noche, de perlas de los mares del sur. María, algo mohína. Aprovecho para rapapolvearla.
—María, lo de anoche no tiene pase.
—Fue una fogarada, Lorenzo.
—Y no quiero escenas de celitos ni de histerismos. La novia de Tomás… perdón, del señor marqués, es Gertrude.
—Reprimiré mis celos. En el fondo, el señor marqués no me gusta nada. Pero necesitaba hombrerío.
—No te gusta nada, pero esta mañana has montado el numerito. Y delante del pobre Miroslav. Ese te quiere de verdad. Otro episodio como el de ayer, y aquí corre la sangre.
—Me gusta que sea tan celoso.
—Pues mide tus actos. No juegues. Estos coroneles yugoslavos que han estado en una guerra no se andan con chiquitas.
—Procuraré ser buena, Lorenzo.
—Eso esp… ¡Ya viene!
Por el camino principal se acerca el Bentley. No hay coche más bonito en el mundo. La Reina de Inglaterra me lo quiso comprar, pero nanay. Cuando lo veo en marcha, con el exterior de sus ruedas blanco, me trae siempre a la memoria los versos de Foxá.
Yo os evoco, paseos de la Casa de Campo,
penumbras de eucaliptos, y el auto de la Reina
del radiador dorado, cruzando silencioso
sus neumáticos blancos, dorados de hojas secas.
Así viene el Bentley, rodando silencioso sus neumáticos blancos. Lástima de hojas secas.
Se ha detenido. A Marsa y a mí, como asesores de caza, nos corresponde saludar los primeros. Alcoceba, detrás. María, que será la doncella de Su Alteza, a renglón seguido de Alcoceba, y la muchedumbre después, a su libre albedrío.
Miroslav, imponente, desciende del coche y acude a abrir la puerta trasera derecha. Por la izquierda ha aparecido el impostor. Ella surge. Impresionante mujer. No entiendo cómo ha podido fijarse en un piojo como el usurpador. Alta, rubia, con una mirada verde oscura, y una sonrisa natural y abierta, permanente. Habla un español perfecto. A estas alemanas y austríacas te las llevas un fin de semana a Bangkok y vuelven hablando el tailandés.