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Authors: Hans Magnus Enzensberger

Tags: #Matemáticas

El diablo de los números (11 page)

BOOK: El diablo de los números
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»Y ahora cuenta los casilleros. ¿Notas algo?

—Naturalmente. Son cifras que han saltado:

—Sí —dijo el diablo de los números—, y seguro que también ves cómo funcionan. Sólo tienes que contar cuántos casilleros tiene cada lado de un cuadrado, y tendrás la cifra por la que hay que saltar. Y viceversa. Si sabes cuántos casilleros hay en todo el cuadrado, digamos por ejemplo que 36, y sacas el rábano de ese número, volverás al número de casilleros que hay en un lado:

—O. K. —dijo Robert—, pero ¿qué tiene eso que ver con los números irrazonables?

—Mmmm. Los cuadrados se las traen, ¿sabes? ¡No confíes nunca en un cuadrado! Parecen buenos, pero pueden ser muy malvados. ¡Mira éste de aquí, por ejemplo!

Trazó en la arena un cuadrado vacío, totalmente normal. Luego sacó una regla roja del bolsillo y la puso en diagonal sobre él:

—Y si ahora cada lado mide uno de largo...

—¿Qué significa uno? ¿Un centímetro, un metro o qué?

—Eso da igual —dijo impaciente el diablo de los números—. Puedes escoger lo que quieras. Por mí llámalo cuing, o cuang, como quieras. Y ahora te pregunto: ¿cuánto mide la regla roja que hay dentro?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Rábano de dos —gritó triunfante el anciano. Sonreía diabólicamente.

—¿Por qué? —Robert volvía a sentirse desbordado.

—No te enfades —dijo el diablo de los números—. ¡Enseguida lo sabremos! Simplemente añadimos un cuadrado, así, torcido encima.

Sacó otras cinco reglas rojas y las dejó en la arena. Ahora, la figura tenía este aspecto:

—Ahora adivina el tamaño del cuadrado rojo, el inclinado.

—Ni idea.

—Exactamente el doble del tamaño del negro. Sólo tienes que desplazar la mitad inferior del negro a uno de los cuatro ángulos del rojo y verás por qué:

Parece uno de los juegos a los que jugábamos siempre cuando éramos pequeños, pensó Robert. Se dobla un papel que por dentro se ha pintado de negro y rojo. Los colores significan el cielo y el infierno, y al que al abrirlo le toca el rojo va al infierno.

—¿Admites, pues, que el rojo es el doble de grande que el negro?

—Lo admito —dijo Robert.

—Bien. Si el negro mide un cuang (nos hemos puesto de acuerdo en eso), podemos escribirlo así: 1
2
; ¿cómo de grande tendrá que ser el rojo?

—El doble —dijo Robert.

—O sea dos cuangs —dijo el diablo de los números—.Y entonces ¿cuánto debe medir cada lado del cuadrado rojo? ¡Para eso tienes que saltar hacia atrás! ¡Extraer el rábano!

—Sí, sí, sí —dijo Robert. De pronto se dio cuenta—.¡Rábano! —exclamó—. ¡Rábano de dos!

—Y volvemos a estar con nuestro número irrazonable, totalmente loco: 1,414213...

—Por favor, no sigas hablando —dijo Robert con rapidez—, o me volveré loco.

—No es para tanto —le tranquilizó el anciano—. No hace falta que calcules la cifra. Basta con que la dibujes en la arena, servirá. Pero no vayas a creer que estos números irrazonables aparecen con poca frecuencia. Al contrario. Hay tantos como arena junto al mar. Entre nosotros: son incluso más frecuentes que los que no lo son.

—Creo que hay infinitos de los normales. Tú mismo lo has dicho. ¡Lo dices continuamente!

—Y también es cierto. ¡Palabra de honor! Pero, como te he dicho, aún hay más, muchos más, de irrazonables.

—¿Más que qué? ¿Más que infinitos?

—Exactamente.

—Ahora estás yendo demasiado lejos —dijo Robert con mucha decisión—. Por ahí no paso. No hay más que infinitos. Eso es una chorrada con patatas fritas.

—¿Quieres que te lo demuestre? —preguntó el diablo de los números—. ¿Quieres que los conjure? ¿A todos los números irrazonables de una vez?

—¡Mejor no! Me bastó con la serpiente de nueves. Además: conjurar no quiere decir demostrar.

—¡Rayos y truenos! ¡Es cierto! Esta vez me has ganado.

—Por hoy tengo bastante —dijo Robert—. Estoy cansadísimo —y se tumbó en la acolchada y peluda calculadora del tamaño de un sofá.

En esta ocasión, el diablo de los números no parecía furioso. Frunció el ceño y pensó esforzadamente.

—Aun así —dijo al fin— quizá se me ocurra la prueba. Podría intentarlo. Pero sólo si insistes.

—No, gracias, por hoy tengo bastante. Estoy cansadísimo. Tengo que dormir, o mañana volveré a tener bronca en el colegio. Creo que me echaré un rato, si a ti no te importa. Este mueble tiene aspecto de ser muy cómodo.

Y se tumbó en la acolchada y peluda calculadora, grande como un sofá.

—Por mí —dijo el anciano—, duérmete. Durmiendo es como mejor se aprende.

Esta vez, el diablo de los números se alejó de puntillas, porque no quería despertar a Robert.

Quizá no sea tan malo, pensó Robert antes de dormirse. En el fondo es incluso muy simpático.

Y, así, se quedó dormido, sin perturbaciones y sin soñar, hasta bien entrada la mañana. Se había olvidado por completo de que era sábado, y los sábados no hay clase.

La quinta noche

De repente, se había acabado. Robert esperó en vano a su visitante del reino de los números. Por la noche se iba a la cama como siempre, y la mayoría de las veces soñaba, pero no con calculadoras grandes como sofás y cifras saltarinas, sino con profundos agujeros negros en los que tropezaba o con un desván lleno de baúles viejos de los que salían gigantescas hormigas. La puerta estaba cerrada, no podía salir, y las hormigas le trepaban por las piernas. En otra ocasión quería cruzar un río de caudalosas aguas, pero no había puente, y tenía que saltar de una piedra a otra. Cuando ya esperaba alcanzar la otra orilla, se encontraba de pronto en una piedra en medio del agua y no podía avanzar ni retroceder. Pesadillas, nada más que pesadillas, y ni por asomo un diablo de los números.

Normalmente siempre puedo escoger en qué quiero pensar, cavilaba Robert. Sólo en sueños tiene uno que soportarlo todo. ¿Por qué?

—¿Sabes? —le dijo una noche a su madre—, he tomado una decisión. De hoy en adelante no voy a soñar más.

—Eso está muy bien, hijo mío —respondió ella—. Siempre que duermes mal, al día siguiente no atiendes en clase, y luego traes a casa malas notas.

Desde luego, no era eso lo que a Robert le molestaba de los sueños. Pero se limitó a decir buenas noches, porque sabía que uno no puede explicárselo todo a su madre.

Pero apenas se había dormido cuando la cosa volvió a empezar. Caminaba por un extenso desierto, en el que no había ni sombra ni agua. No llevaba más que un bañador, caminó y caminó, tenía sed, sudaba, ya tenía ampollas en los pies... cuando al fin, a lo lejos, vio unos cuantos árboles.

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